Un viaje para la esperanza
Salió pronto la caravana. Había que madrugar pues no es sencillo trasladar tantas personas, algunas de las cuales tienen serias limitaciones físicas. La meta del recorrido estaba en Lourdes, donde un año más se desplazaba nuestra Hospitalidad de enfermos, además de un buen grupo de peregrinos. En total hemos estado allí 170 cristianos de Asturias, a los que he podido acompañar: enfermos, peregrinos, médicos y enfermeras, voluntarios, sacerdotes y diáconos, religiosas. Lo que más brillaba en nuestras miradas era la luz de la esperanza, dentro de esa alegría sencilla de quien se sabe cuidado, abrazado y sostenido por un Dios que siempre nos brinda su cercanía y ternura como un buen padre que vela por quien más quiere, que son sus hijos a los que hace entre sí hermanos.
Es un enclave profundamente mariano, con una historia centenaria que tiene su punto de partida en la visita que María hizo a una pequeña pastorcita llamada Bernardette. Fue un día cualquiera, un 11 de febrero de 1858, mientras iban a recoger leña a las afueras del pueblo Bernardette y otras dos niñas, junto al río Gave y al lado de una gruta llamada Massabielle en la ladera de la empinada colina. Curioso escenario elegido por la Virgen para dirigirse a una interlocutora así de joven e inocente, una niña. Pero dejó un mensaje que ha pervivido: hacer penitencia, es decir, cambiar nuestra vida convirtiéndola a la verdad y belleza del Evangelio, a la bondad de la vida cristiana; hacer oración, teniendo la certeza de sabernos mirados en todo momento por Dios, de sabernos amados y esperados por Él cada vez que nos distraemos perdiendo el tiempo y el camino; llevar una vida sencilla sin ninguna opulencia que nos haga esclavos de tantas cosas que nos enajenan de Dios y de los hermanos; y finalmente, levantar allí una capilla como lugar de encuentro con el Señor, con María y con todos los hermanos.
En estos 165 años de historia de Lourdes se han dado muchos milagros, pero como tales validados por la Iglesia y por la comunidad científica, son tan sólo unos 70 milagros. Obviamente, ha habido muchísimos más, pero que no se han podido demostrar, aunque no exista una explicación ni médica ni eclesial para tales fenómenos. De modo especial, los milagros morales cuando personas desesperadas recobran la esperanza, o gente descreída recupera o estrena su fe, o situaciones imposibles de reconducir humanamente hablando, que de pronto hallan el camino de un verdadero recomienzo volviendo al amor que se había roto, a la alegría que se había perdido, a la fidelidad que se había adocenado en algo mediocre y sin salida. Tantos milagros cotidianos que están en los anales discretos de tantos años de una historia excepcional, que tantas personas podrían relatar tras su paso por este enclave de esperanza mariana.
La Virgen María sabe bien, en las bodas de la vida como sucedió en las de Caná, cuándo nos quedamos sin el vino que nos alegra el corazón y enciende la luz en nuestra alma para recorrer el camino al que hemos sido llamados como sendero seguro para alcanzar nuestro destino último. Ella es nuestra mejor aliada en esta aventura de vivir las cosas en una clave cristiana. Las cosas no cambian por el hecho de ser creyentes, pero pueden ser miradas y abrazadas, pueden ser vividas de otra manera distinta. Y esto es lo que nos diferencia a los cristianos de los demás: no en que a nosotros no nos suceden determinadas cosas por el hecho de haber conocido a Jesús o a María, sino que esas mismas cosas las miramos de un modo diferente. Las logramos mirar con los ojos de Dios, con los ojos de María. No cambia la circunstancia, pero sí que es distinta nuestra forma de asomarnos cada día a cuanto nos acontece por fuera o por dentro del alma. Ha sido una hermosa peregrinación. Todos hemos vuelto con la alegría propia de una experiencia sencilla que tanto nos ha regalado en la entrañable cita con María.
Publicado en Iglesia de Asturias.
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