Iglesia de todos y para todos
En los tiempos que corren, parece haberse instalado en no pocas conciencias la idea de que la Iglesia verdadera es la Iglesia de los pobres y para los pobres. Desde este “pobrismo”, parecería que sólo los pobres, marginados y discriminados serían buenos a los ojos de Dios; mientras que los ricos serían los malos de la película. Desde nuestro punto de vista, eso es una rotunda falacia.
Gracias a Dios, la Iglesia siempre ha sido, es y será la institución que más se ha ocupado, se ocupa y se ocupará de los pobres y desvalidos. Y está muy bien que así sea, porque el amor de Dios por los humildes, por los que sufren, por los niños, por los ancianos, por los enfermos, por los vulnerables, es patente en la Sagrada Escritura, en la Tradición y en el Magisterio de la Iglesia.
Ahora bien, ¿la iglesia es sólo de y para los pobres? No. ¿Por qué?
Porque Dios no hace acepción de personas. El Señor ama a todos: a los pobres, a los de clase media y a los ricos. Nos hizo a todos distintos y jamás nos animó emprender una “lucha de clases”. A él le importan todas las almas: la del mendigo y la del banquero, la del santo y la del pecador; todos estamos llamados a ser santos…
Además, es obvio que los poderosos de la tierra, al lado del poder y la riqueza de Dios, dueño y señor de todo lo creado, son más pobres e insignificantes que una hormiga.
Nuestro Señor Jesucristo se hizo amigo de Zaqueo, de José de Arimatea y de Mateo, a quien llamó a integrar el colegio apostólico. El Señor no despreciaba a los ricos por ser ricos. En todo caso -¡porque los amaba!-, les advertía que no les sería fácil alcanzar el Reino de los Cielos si ponían su corazón en sus riquezas. Sobre todo a los que, como Zaqueo, se habían hecho ricos por medios ilícitos.
Si el Señor no hubiera amado a Zaqueo, no le habría pedido alojarse en su casa. Y si Zaqueo no se hubiera encontrado con el amor del Señor, jamás habría restituido lo que no era suyo, ni habría encontrado el camino a la santidad.
Por último, si bien los pobres pueden ayudar a los pobres -de hecho lo hacen a menudo…-, quienes pueden ayudarlos más eficazmente a salir de la pobreza de una vez para siempre, son los ricos. Del estado, poco y nada pueden esperar, salvo limosnas que habitualmente los condenan a vivir eternamente en la pobreza. Son los ricos quienes están en mejores condiciones de contratarlos en sus empresas, de apoyarlos en su capacitación y crecimiento profesional, e incluso, de hacerlos partícipes de sus ganancias. También son los ricos los que habitualmente apoyan un sinnúmero de iniciativas apostólicas, sin las cuales los pobres se verían impedidos de recibir una buena formación doctrinal, o incluso, los santos sacramentos…
Es obvio que los ricos -como los pobres- no son buenos por naturaleza. Hay que formarlos desde niños para que sean humildes, justos, responsables, sobrios, austeros, conscientes de las necesidades de los demás. Hay que motivarlos para que se preocupen menos por la cantidad de sus riquezas, y más por la santidad de sus almas.
Pero si hay católicos que los juzgan y los desprecian por tener dinero, ¿cómo podrán encontrarse con la mirada de Jesús? ¿Acaso los más necesitados de buena formación católica no son los que tienen mayor responsabilidad y más riesgo de creer que lo pueden todo por sus propios medios? ¿Quién los animará a bajar del sicómoro y a vivir desprendidos de los bienes materiales? ¿Quién les enseñará a ser agradecidos y a administrar con benevolencia los bienes que el Señor ha puesto en sus manos, quién a ser fraternos, generosos, magnánimos? ¿Cómo podrán encontrar -ellos y quienes los repudian-, el camino a la santidad? ¿Acaso no fue el Papa Francisco quien dijo hace poco en Lisboa que “en la Iglesia caben todos, todos, todos”?
Otros artículos del autor
- ¿Discurso de odio?
- ¿Cuál es el problema con Luce?
- La dictadura del pensamiento
- «Este es mi cuerpo»: el aborto como «sacramento» de Satanás
- ¿Está mal que un sacerdote intente ser misericordioso?
- De lo útil y lo inútil
- José Gervasio Artigas: gobierno y caridad cristiana
- El argumento religioso provida y profamilia
- ¿Callar o hablar?
- Un proyecto de ley descabellado