Sor Claudia, Hermana Misionera de la Resurrección
Se sentía fracasada y débil... pidió ayuda a Dios, y Jesús le dijo: «No temas, estoy contigo»
Hoy está consagrada al Señor en una comunidad religiosa y "la luz de la oración permitió a Jesús sanar mi corazón, mis afectos...".
Sor Elvira Petrozzi fundó en 1983 la Comunidad del Cenáculo como respuesta de la ternura de Dios Padre, al grito de desesperación de muchos jóvenes cansados, desilusionados, desesperados, adictos a las drogas y personas en general, que buscaban la alegría y el sentido verdadero de la vida.
A continuación reproducimos un testimonio impactante de una joven llamada sor Claudia, religiosa de las Hermanas Misioneras de la Resurrección, familia religiosa fundada también por Madre Elvira Petrozzi.
Confusa, débil y con inquietudes
«Soy sor Claudia y vivo en la Comunidad Cenáculo como Hermana Misionera de la Resurrección. Cuando llegué a la Comunidad era una chica de 22 años, confusa, débil y en busca de algo.
»Reconozco que mi familia desde chica me habló de Jesús y de María, me introdujo en la vida parroquial y puedo decir que desde la infancia, el oratorio era mi segunda casa donde crecí en un ambiente sano. Sabía que Jesús existe, que es un amigo y desde niña hablaba con Él. Vivir en el bien me protegió del mal pero dentro del corazón muchas veces sufría de soledad y me sentía abandonada por mis padres.
Cuidando a ancianos
»Mi padre me compartió que ellos se habían casado muy jóvenes y que cuando yo nací se sentían inmaduros para educar una hija. De todos modos tengo buenos recuerdos de mi adolescencia, bellas amistades que permanecieron porque fueron construidas en la luz; muchos días pasados en la parroquia con amigos en diversas actividades, haciendo voluntariado en los geriátricos o en hogares de discapacitados.
»Pero todo este bien que hacía era solo para afuera porque en familia era una peleadora, en la escuela me portaba mal y estudiaba poco. A mi hermana le daba muchos discursos pero después no le dedicaba tiempo.
Sentimiento de fracaso
»Cuando crecí daba por descontado que formaría una bella familia cristiana con muchos hijos. Tenía un novio al que quería, pero muchas veces sentía que no era un bien verdadero, que no éramos felices; percibía que nuestro estar juntos me cerraba, limitaba mis deseos, quería algo más. Así, nos dejamos. Luego sufrí mucho, me sentía fracasada, insatisfecha de la vida, pero no sabía qué hacer ni dónde ir.
Gritar a Dios pidiendo ayuda
»Gracias a Dios, le grité pidiendo ayuda y sentí que Jesús me decía en el corazón: “No temas, Yo estoy contigo, Yo te amo”. Justo una amiga me invitó a un encuentro de la Comunidad Cenáculo. Fue un fuerte impacto: Vi a sor Elvira, mujer simple y decidida, que tenía algo que enseñarme para ser una verdadera mujer.
Reconocer las pobrezas y los defectos
»En seguida pedí para hacer un mes de experiencia en la Comunidad. En ese mes viví con chicas que para salir de sus propias dificultades hacían un largo camino comunitario basado en la oración, el trabajo y la amistad verdadera. En este camino también yo reconocí mis pobrezas, mis defectos, los diversos empeños concretos que recibí en la Revisión de Vida fueron una gran ayuda para superarlos.
Oración para sanar el corazón
»Entendía cada vez más que la vida cristiana es una vida coherente, donde cuenta ser auténtico con uno mismo, no solo aparentarlo. La luz de la oración permitió a Jesús sanar mi corazón, mis afectos, y me dio la fuerza para ser más buena.
Jesús hace sanaciones y milagros
»Viviendo y eligiendo día a día la vida verdadera y profunda de la Comunidad resurgió en el corazón esa voz que me llamaba: me enamoraba cada vez más de Jesús y de esta vida simple, de oración y de amor fraterno. Estaba conociendo a un Jesús capaz de hacer resurgir a muchos jóvenes con heridas más profundas que las mías, un Jesús que realizaba sanaciones, milagros, un Jesús vivo que me llamaba a responder a su amor que me envolvía y atrapaba.
Consagración y libertad
»Así pedí comenzar el camino de la consagración religiosa. Desde ese día me siento una mujer libre. Hoy estoy felizmente casada con Jesús, muerto y resucitado por mí, y vivo en la Comunidad Cenáculo que me parece un río de vida, amor, alegría, paz, que corre impetuoso; solo debo abandonarme con confianza y humildad, viviendo el día cotidiano con grandeza de corazón y amor para todos.
Recibir de Dios el ciento por uno
»Me siento privilegiada de estar entre las Hermanas de la “primera hora” y por tener una Madre como Elvira que nos sigue, nos ama y nos educa en la escuela del amor de Dios. En estos años siento que recibí de Dios el céntuplo por mi pequeño ‘sí’.
»Un gran regalo que tuve fue vivir algunos años en la misión de Bahía, en Brasil, con niños de la calle. Fueron años ricos de vida, de amor entregado y sobretodo, recibido.
»¡Yo vi llegar la primera niña que recibimos, y ahora son ochenta! La misión amplió mi horizonte, dilató mi corazón hacia los niños, los adolescentes y los pobres que encontré y aprendí a amar, y por quienes sigo dando la vida y rezando.
»Hoy vivo en la Casa de Formación, con otros jóvenes que quieren responder con generosidad a la llamada de Dios. Es bello caminar juntos, construir entre nosotros amistades verdaderas para vivir en unidad y para crecer en un amor concreto a Jesús y a lo que Él quiera encomendarnos. Verdaderamente puedo testimoniar que el Señor, llamándome a seguirlo, no me quitó nada: hoy me siento más rica que ayer y experimento cada día, como dice nuestro Papa Benedicto, que “el Señor, cuando llama no quita nada sino que da todo"».
A continuación reproducimos un testimonio impactante de una joven llamada sor Claudia, religiosa de las Hermanas Misioneras de la Resurrección, familia religiosa fundada también por Madre Elvira Petrozzi.
Confusa, débil y con inquietudes
«Soy sor Claudia y vivo en la Comunidad Cenáculo como Hermana Misionera de la Resurrección. Cuando llegué a la Comunidad era una chica de 22 años, confusa, débil y en busca de algo.
»Reconozco que mi familia desde chica me habló de Jesús y de María, me introdujo en la vida parroquial y puedo decir que desde la infancia, el oratorio era mi segunda casa donde crecí en un ambiente sano. Sabía que Jesús existe, que es un amigo y desde niña hablaba con Él. Vivir en el bien me protegió del mal pero dentro del corazón muchas veces sufría de soledad y me sentía abandonada por mis padres.
Cuidando a ancianos
»Mi padre me compartió que ellos se habían casado muy jóvenes y que cuando yo nací se sentían inmaduros para educar una hija. De todos modos tengo buenos recuerdos de mi adolescencia, bellas amistades que permanecieron porque fueron construidas en la luz; muchos días pasados en la parroquia con amigos en diversas actividades, haciendo voluntariado en los geriátricos o en hogares de discapacitados.
»Pero todo este bien que hacía era solo para afuera porque en familia era una peleadora, en la escuela me portaba mal y estudiaba poco. A mi hermana le daba muchos discursos pero después no le dedicaba tiempo.
Sentimiento de fracaso
»Cuando crecí daba por descontado que formaría una bella familia cristiana con muchos hijos. Tenía un novio al que quería, pero muchas veces sentía que no era un bien verdadero, que no éramos felices; percibía que nuestro estar juntos me cerraba, limitaba mis deseos, quería algo más. Así, nos dejamos. Luego sufrí mucho, me sentía fracasada, insatisfecha de la vida, pero no sabía qué hacer ni dónde ir.
Gritar a Dios pidiendo ayuda
»Gracias a Dios, le grité pidiendo ayuda y sentí que Jesús me decía en el corazón: “No temas, Yo estoy contigo, Yo te amo”. Justo una amiga me invitó a un encuentro de la Comunidad Cenáculo. Fue un fuerte impacto: Vi a sor Elvira, mujer simple y decidida, que tenía algo que enseñarme para ser una verdadera mujer.
Reconocer las pobrezas y los defectos
»En seguida pedí para hacer un mes de experiencia en la Comunidad. En ese mes viví con chicas que para salir de sus propias dificultades hacían un largo camino comunitario basado en la oración, el trabajo y la amistad verdadera. En este camino también yo reconocí mis pobrezas, mis defectos, los diversos empeños concretos que recibí en la Revisión de Vida fueron una gran ayuda para superarlos.
Oración para sanar el corazón
»Entendía cada vez más que la vida cristiana es una vida coherente, donde cuenta ser auténtico con uno mismo, no solo aparentarlo. La luz de la oración permitió a Jesús sanar mi corazón, mis afectos, y me dio la fuerza para ser más buena.
Jesús hace sanaciones y milagros
»Viviendo y eligiendo día a día la vida verdadera y profunda de la Comunidad resurgió en el corazón esa voz que me llamaba: me enamoraba cada vez más de Jesús y de esta vida simple, de oración y de amor fraterno. Estaba conociendo a un Jesús capaz de hacer resurgir a muchos jóvenes con heridas más profundas que las mías, un Jesús que realizaba sanaciones, milagros, un Jesús vivo que me llamaba a responder a su amor que me envolvía y atrapaba.
Consagración y libertad
»Así pedí comenzar el camino de la consagración religiosa. Desde ese día me siento una mujer libre. Hoy estoy felizmente casada con Jesús, muerto y resucitado por mí, y vivo en la Comunidad Cenáculo que me parece un río de vida, amor, alegría, paz, que corre impetuoso; solo debo abandonarme con confianza y humildad, viviendo el día cotidiano con grandeza de corazón y amor para todos.
Recibir de Dios el ciento por uno
»Me siento privilegiada de estar entre las Hermanas de la “primera hora” y por tener una Madre como Elvira que nos sigue, nos ama y nos educa en la escuela del amor de Dios. En estos años siento que recibí de Dios el céntuplo por mi pequeño ‘sí’.
»Un gran regalo que tuve fue vivir algunos años en la misión de Bahía, en Brasil, con niños de la calle. Fueron años ricos de vida, de amor entregado y sobretodo, recibido.
»¡Yo vi llegar la primera niña que recibimos, y ahora son ochenta! La misión amplió mi horizonte, dilató mi corazón hacia los niños, los adolescentes y los pobres que encontré y aprendí a amar, y por quienes sigo dando la vida y rezando.
»Hoy vivo en la Casa de Formación, con otros jóvenes que quieren responder con generosidad a la llamada de Dios. Es bello caminar juntos, construir entre nosotros amistades verdaderas para vivir en unidad y para crecer en un amor concreto a Jesús y a lo que Él quiera encomendarnos. Verdaderamente puedo testimoniar que el Señor, llamándome a seguirlo, no me quitó nada: hoy me siento más rica que ayer y experimento cada día, como dice nuestro Papa Benedicto, que “el Señor, cuando llama no quita nada sino que da todo"».
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