Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Entraba en contemplación al comulgar: juntos debían salvar el mundo, decía

Manuel, el niño que ofrecía sus dolores a Jesús en la Eucaristía por la salvación de las almas

Manuel ofreció sus atroces dolores por los pecadores y la salvación de las almas, a una edad increíblemente temprana.
Manuel ofreció sus atroces dolores por los pecadores y la salvación de las almas, a una edad increíblemente temprana.

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La santidad de los niños impresiona. Son almas como Dios las querría todas: inocentes, puras, entregadas a Él con la confianza de quien se confía a un Padre. Así fue Manuel Foderà, cuya historia cuenta Costanza Signorelli en La Nuova Bussola Quotidiana:
 
 Aunque en su joven vida no hubiera hablado de tú a tú con Jesús, la historia de Manuel seguiría siendo sin duda un prodigio maravilloso. Un niño que con sólo cuatro años afronta la enfermedad como si fuera una inagotable historia de Amor con su Jesús. Un pequeño que ofrece su dolor inocente hasta el final para «convertir al mayor número de almas posibles». Un niño que sube al Padre con nueve años como si fuera una fiesta, tan seguro del Paraíso que no ve el confín entre Cielo y tierra. Entrar en la historia de este misterio bastaría para ablandar los corazones más endurecidos, «esos que –dice Manuel– no conocen Tu amor». Ese niño de Calatafimi, un pueblo de seis mil almas situado en las colinas sículas de la zona de Segesta (provincia de Trapani, Italia), realmente hablaba con su Jesús.
 
Un Via Crucis de cinco años
Ciertamente, sería útil hablar también de los más de treinta ciclos de quimioterapia, del trasplante, las operaciones y las transfusiones de sangre, de las metástasis difundidas por todo el cuerpo, de los inenarrables dolores que ese pequeño cuerpo sufrió, pero ninguno de los relatos más detallados bastarían para comprender el Via Crucis que Manuel recorrió en cinco años, desde esa mañana de 2005 en que el niño se despertó con un fuerte dolor en la pierna derecha y una fiebre fastidiosa que le quita el apetito. El diagnóstico llega unos días más tarde, en el Hospital Pediátrico de Palermo, adonde Manuel había sido llevado de urgencias debido a una caída en picado de su estado de salud: los informes médicos hablan de «una infiltración masiva de un neuroblastoma de estadio IV que ha invadido las crestas ilíacas de la pelvis». En una palabra: un tumor. Tiene sólo cuatro años.


Manuel, el pequeño guerrero de la Luz: así se titula la obra escrita sobre el pequeño por su madre, Enza, y el sacerdote salesiano Valerio Bocci.

Sin embargo, leyendo las páginas del diario que su madre, Enza, formó con las cartas de su hijo y los relatos de su testimonio, no se puede hacer otra cosa que rendirse forzosamente a la que era, para el niño, una «sencilla» evidencia: la batalla de Manuel fue alegre y gloriosa. En esa batalla contra el mal, combatida con una fortaleza que es de Otro mundo, en esa batalla en la que ha caído y en la que murió, verdaderamente Manuel venció entre los poderosos brazos de Dios Padre.

Es realmente difícil seleccionar los pasajes de la existencia de Manuel, pues su vida es un campo infinito de espiritualidad encarnada, en la que se pueden recoger los frutos más hermosos. Una espiritualidad realmente profunda a pesar de su tierna edad. Como cuenta Sor Prisca, que prestaba servicio en el Hospital de Palermo donde el niño fue sometido de inmediato a la operación de extirpación del tumor y a los primeros ciclos de quimioterapia: «Era pequeñísimo, pero antes de ir a recibir el tratamiento venía siempre a la capilla y al verme me decía: "Sor Prisca, llévame a la sacristía, ¡porque quiero ver a Jesús en la Cruz!". Con delicadeza lo cogía en brazos y le acercaba la cabecita al tabernáculo. Era muy feliz porque quería ser el amigo más querido de Jesús. Después rezábamos juntos el Santo Rosario y con emoción escuchaba cómo repetía las letanías de memoria».

El relato que hace esta religiosa franciscana del Evangelio, que pertenece a las primeras etapas de Manuel en el camino de la Cruz, es revelador de lo que le sucederá al niño a continuación: a través de la oración asidua del Santo Rosario, la Madre Celestial lo llevará de la mano hasta Su Hijo. Recibir a Jesús Eucaristía se convertirá en el único y verdadero centro de su existencia, hasta llegar -en los últimos tiempos de su vida terrena- a nutrirse sólo con el cuerpo de Cristo.

Una Primera Comunión que la Virgen hizo posible
Efectivamente, la Madre Celestial entra, desde los primerísimos días, en los relatos del niño de manera insistente. Ante todo porque –dice Manuel– los Ave María le hacen «estar mejor»: pide a menudo recitarlos en los momentos de dolor porque «hacen que pase» o en los momentos de miedo porque «me dan la fuerza y la paz». Pero a medida que pasa el tiempo, los relatos de esa Madre especial toman más cuerpo, se hacen más vívidos, casi palpables.

Como en esa tarde de septiembre. Manuel estaba exhausto físicamente por los interminables tratamientos y, transido de dolor porque no puede estar con sus amigos en el inicio del año escolar, le pide a la Virgen un consuelo especial. Un triunfo de fuegos artificiales se enciende en plena noche, ante los ojos incrédulos de su madre, que mira al cielo sobrecogida desde la ventana del hospital: unas horas antes había sentido tierna compasión hacia ese hijo que, seguro de lo que decía, le anunciaba: «Esta noche habrá fuegos artificiales. La Virgen me hará este favor, ¡lo necesito!». Son incontables las veces que el niño, recurriendo a Su santa protección, ve como se cumplen sus expectativas. Igualmente incalculable es el amor que Manuel siente por la Reina del Cielo.

Otra: el 13 de octubre de 2007 será precisamente Ella la que ayudará al pequeño a conocer por primera vez a su gran Amigo Jesús. Es el día de la Primera Comunión: Manuel tiene sólo seis años, pero dadas las alarmantes condiciones de su estado de salud y su inestimable deseo de recibir el Cuerpo de Cristo, el pequeño obtiene del obispo el permiso para anticipar el Sacramento de la Eucaristía que recibe de manos del capellán, el padre Mario, en la pequeña capilla del nosocomio. Sin embargo, ese día tan esperado no se presenta bien: cuando se despierta, el niño tiene unos dolores terribles en una pierna que no lo permiten levantarse de la cama, por lo que teme no poder ir a la capilla. Hacia mediodía, y contra toda previsión, el dolor desaparece. Manuel lo explica así: «La Virgen dijo: “Manuel no puede tomar a Jesús cojeando”. Por lo que ha hecho magia y me ha curado. ¡Gracias, Virgen de mi corazón!».


 
Precisamente con la Eucaristía comienzan los asiduos coloquios con Jesús. Cada vez que el niño recibe el Cuerpo de Cristo cae en profunda contemplación: si está en la iglesia se tumba en la alfombra que está a los pies del altar; si está obligado a quedarse en cama debido al tratamiento o a los dolores, se tapa con la sábana, incluido el rostro. Cuando se descubre, el niño refiere con la máxima discreción a su madre y a los dos padres espirituales –el padre Ignazio Vazzana y el carmelita hermano Giuseppe- sus coloquios con Jesús, que en los últimos tiempos son cada vez más asiduos y llegan a niveles impresionantes, difíciles de descifrar, e incluso de creer, en un niño tan pequeño. Sin embargo, han sucedido.


Manuel llegó a rezar tumbado en la iglesia, ante la debilidad extrema de su cuerpo.

Como el que tuvo lugar después de la comunión una mañana de agosto: Manuel acababa de recibir la Hostia consagrada de manos de Piero, el ministro de la Eucaristía. Tras el agradecimiento, le dice a su madre: «Jesús, en la Comunión, me ha dicho una frase preciosa: “Tu corazón no es tuyo, sino que es mío y yo vivo en ti"». Después añade: «No he comprendido bien estas palabras, ¿me las puedes explicar?». La madre no sabe qué responder, mil preguntas se agolpan en su mente. ¿Qué le está pasando a su hijo? En ese instante sólo consigue recitar la iluminadora frase de San Pablo: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal. 2, 20).

Cinco minutos de silencio
La necesidad de estar con Jesús se hace tan total que impulsa a Manuel a suplicar así al obispo de Trapani: «Obispo. ¡Deseo tanto tener a Jesús Eucaristía en mi casa! ¡Así podré adorarlo siempre que quiera! No te preocupes, ¡hay sitio donde poner el tabernáculo!». A pesar de su insistencia, su petición no será acogida, pero Manuel encuentra consuelo en la «inmensa felicidad de poder servir la Misa» en la capilla de la Curia, vestido con la túnica de la Primera Comunión. Más tarde, la súplica al obispo se transforma en una triste disposición: «Obispo, por favor, ¿puedes decirles a tus sacerdotes que acostumbren a todos a por lo menos cinco minutos de silencio para poder hablar y escuchar a Jesús en el propio corazón? Piensa en la última persona que recibe la Comunión, ¡no tiene ni tan siquiera tiempo de decir “hola” a Jesús!».

El porqué lo explica en otra carta que el pequeño siente la urgencia de escribir a todos, amigos y no, con la sabiduría de un teólogo y la autoridad de un hombre de Dios: «Jesús está presente en la Eucaristía, se hace ver y sentir en la Santa Comunión. ¿No lo creéis? Intentad concentraros, sin distraeros. Cerrad los ojos, rezad y hablad porque Jesús os escuchará y hablará a vuestro corazón. No abráis inmediatamente los ojos ¡porque esta comunicación se interrumpe y ya no vuelve! ¡Aprended a estar en silencio y algo maravilloso sucederá! ¡Una bomba de gracia!».


 
Cardenales, obispos, sacerdotes, consagrados o simples laicos: todos los que están enamorados de Jesús y oyen hablar de Manuel desean conocerle y pasar un poco de tiempo con él. La casa y el hospital se convierten en un ir y venir de amigos, y conventos enteros elevan al Cielo súplicas y alabanzas por este pequeño gigante de la fe. Sin duda, uno de los aspectos que más asombra y convierte a quienes le rodean es el modo cómo Manuel vive el sufrimiento: es una flor nacida a los pies de la Cruz para adorar y abrazar a Jesus.

Por la salvación de las almas
Una Cruz en la que Manuel ve con meridiana claridad su misión: «Mamá, ¿de verdad existen personas que no aman a Jesús? Debemos llevarle el mayor número de almas posibles». Amor, sacrificio y don de sí son realidades inseparables para Manuel, como explicará cándidamente un día a su madre: «Para amar a Jesús debes rezar mucho, trabajar bien, estudiar y hacer sacrificios para ofrecérselos a Él». ¿Sacrificios? La madre le pide que se explique. «Por ejemplo -replica el niño- no quieres comer pasta con calabacines y tú te la comes igual y lo ofreces por amor a Jesús».

Esto es lo que cuenta don Ignazio, que fue su director espiritual desde que tenía siete años hasta el final: «Manuel me decía siempre que Jesús le había dado el sufrimiento y que tenía necesidad de éste porque juntos debían salvar al mundo (visto que Jesús lo había proclamado Guerrero de la Luz). Manuel siempre luchó como un verdadero guerrero, a imitación de Cristo, hasta entregar su vida por la salvación y la conversión de todos. Aún recuerdo muy vivamente la gran capacidad de soportar el dolor que tenía, sólo por amor a Jesús. La madre me llamó en diversas ocasiones para que intentara convencer a Manuel a tomarse, por lo menos, el Paracetamol y así aliviar los grandes dolores que tenía. Él me respondía que quería esperar un poco más antes de tomársela porque Jesús necesitaba su sufrimiento en ese día para salvar las almas. Hacia el final, cuando después de la gammagrafía, los médicos se dieron cuenta que tenía dos masas tumorales en la cabeza, Manuel nos reveló un gran regalo que Jesús le había hecho. En esos días Manuel tenía dolores de cabeza muy fuertes y no sabía realmente qué tenía. Un día, tras recibir la Comunión estalla en un llanto y confía a su madre, y después a mí, lo que Jesús le había dicho. Nosotros le habíamos preguntado qué le pasaba, puesto que lloraba, y él nos dijo que Jesús le había hecho un regalo especial y al ser feliz lloraba por esto: Jesús le había entregado dos espinas de su corona y ahora las tenía en su cabeza. Yo me quedé estupefacto ante sus palabras, porque humanamente esto es inexplicable. Hubo una coincidencia perfecta en los hechos: dos masas tumorales y las dos espinas de la corona de Jesús, como don, en su cabeza».
 
Sin embargo, a pesar de los grandes dolores y sufrimientos, sus amigos casi nunca le oyeron quejarse, a todos les decía y repetía que estaba bien y -aun en las peores condiciones- siempre encontró un motivo para dar las gracias. El niño emanaba alegría, esperanza, alabanza y amor por la vida, combatió con la sonrisa. Y, sin embargo, estaba en la Cruz.

Llegaron los últimos días, la agonía. La hemoglobina bajó a mínimos históricos. Los médicos suspendieron las transfusiones: era la señal de capitulación total. A pesar de todo, ante el asombro de los médicos, el corazón del guerrero siguió latiendo cuatro días más. La madre lo comprendió enseguida: «Manuel, has hecho otro pacto con Jesús, ¿verdad?». El pequeño afirmó con un gesto: evidentemente estaba ofreciendo sus últimas gotas de vida por alguien del que no se conocerá nunca el nombre. A la madre le había dado todas las disposiciones: ese día llevaría puesta la túnica de la Primera Comunión y en lugar del cojín su cabeza reposaría sobre la Biblia, en el pasaje de Jeremías (17, 14) en el que está escrito: «Cúrame, Señor, y quedaré curado; ponme a salvo, y a salvo quedaré, pues a ti se dirige mi alabanza». Le dijo también que no debía llorar, que nadie debía llorar, sino que todos debían recogerse en oración para que su funeral pudiera reflejar la gran fiesta que él iba a vivir en el Cielo. Ese Cielo que en la tierra está más abierto de lo que se pueda imaginar. El 20 de julio de 2010 Manuel subió al Padre.
 
Traducción de Helena Faccia Serrano.
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