Recuerda a los migrantes y prófugos: como a Jesús, los poderosos los desprecian
Domingo de Ramos: Francisco anima a dedicar Semana Santa a mirar al crucifijo, cátedra de Dios
En la misa de este Domingo de Ramos de 2016 celebrada en la Plaza de San Pedro en Roma, el Papa Francisco ha proclamado que Jesucristo quiere entrar en la vida de los hombres, en las ciudades de hoy, como entró en Jerusalén, entre palmas y aclamaciones.
Para la Semana Santa, el Papa animó a dedicar estos días a contemplar el Crucifijo, desde donde Dios enseña. "Los invito en esta semana", dijo el Papa Francisco, a mirar frecuentemente esta “cátedra de Dios”, para aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama".
Por otra parte, comentando cómo Jesús era enviado de Pilatos a Herodes y tratado con indiferencia y desprecio por los poderes que lo juzgaban, el Papa ha recordado a los refugiados e inmmigrantes de nuestros días. "Pienso en tanta gente, en tantos migrantes, en tantos prófugos, en tantos refugiados, a aquellos de los cuales muchos no quieren asumirse la responsabilidad de su destino", denunció.
Además, el Papa Francisco, que tantas veces ha predicado contra la mundanidad y la tentación de ser alabado por el mundo, señaló que Jesús, en su entrada en Jerusalén, está contento de la manifestación popular de afecto de la gente.
Eso dio pie al Pontífice para solicitar "que nada pueda detener el entusiasmo por la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en Él la fuente de nuestra alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz; porque sólo Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza".
Eso sí, avisó el Papa, la Liturgia del día, con su larga lectura, enseña que Dios en realidad no salvó ni por esa entrada triunfal ni con milagros ostentosos, sino que el texto de San Pablo enmarca los hechos: Cristo, dice el Apóstol, «se despojó» y «se humilló» a sí mismo.
“Estos dos verbos, precisó el Santo Padre, nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, Él que no conoce el pecado”.
El lavatorio de los pies es solo el primer gesto de abajamiento, un gesto propio de siervos. Después es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo.
Sufre también la infamia y la condena inicua de las
autoridades, religiosas y políticas: es "hecho pecado" (usando una expresión de las cartas de San Pablo) y reconocido injusto por el mundo.
Jesús sufre una muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales.
Y no basta con la soledad, la difamación y el dolor: su humillación incluye el misterioso abandono del Padre ("Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado"). En la Cruz ve como es tentado por los verdugos: la tentación de "bajar de la cruz", de vencer el mal con la fuerza, de mostrar el rostro de un Dios potente e invencible...
“Precisamente aquí, subrayó el Obispo de Roma, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión”.
"¡Cuánto nos cuesta a nosotros renunciar a alguna cosa por Él y por los otros!", añadió el Papa. "Pero si queremos seguir al Maestro, afirmó el Papa, estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo".
Una de las anécdotas del día se dio cuando el Papa detuvo su Papamóvil para hacer subir en él a 5 niños que salieron de entre la multitud con ramos y palmas. Lo recoge el siguiente vídeo del Centro televisivo Vaticano editado en Repubblica.it.
Texto y audio completo de la homília del Papa este Domingo de Ramos
(Tradución y transcripción de Radio Vaticana)
«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Cf. Lc 19,38), gritaba la muchedumbre de Jerusalén acogiendo a Jesús. Hemos hecho nuestro aquel entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos expresado la alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a nosotros. Del mismo modo que entró en Jerusalén, desea también entrar en nuestras ciudades y en nuestras vidas. Así como lo ha hecho en el Evangelio, cabalgando sobre un simple pollino, viene a nosotros humildemente, pero viene «en el nombre del Señor»: con el poder de su amor divino perdona nuestros pecados y nos reconcilia con el Padre y con nosotros mismos. Jesús está contento de la manifestación popular de afecto de la gente, y ante la protesta de los fariseos para que haga callar a quien lo aclama, responde: «si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40). Nada pudo detener el entusiasmo por la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en él la fuente de nuestra alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz; porque sólo Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza.
Sin embargo, la Liturgia de hoy nos enseña que el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros poderosos. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, sintetiza con dos verbos el recorrido de la redención: «se despojó» y «se humilló» a sí mismo (Fil 2,7.8). Estos dos verbos nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, él que no conoce el pecado. Pero no solamente esto: ha vivido entre nosotros en una «condición de esclavo» (v. 7): no de rey, ni de príncipe, sino de esclavo. Se humilló y el abismo de su humillación, que la Semana Santa nos muestra, parece no tener fondo.
El primer gesto de este amor «hasta el extremo» (Jn 13,1) es el lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13,14) se abaja hasta los pies de los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos ha enseñado con el ejemplo que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por su amor, que se vuelca sobre nosotros; no puede ser de otra manera, no podemos amar sin dejarnos amar antes por él, sin experimentar su sorprendente ternura y sin aceptar que el amor verdadero consiste en el servicio concreto.
Pero esto es solamente el inicio. La humillación que sufre Jesús llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo. Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas desfiguran su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido injusto.
Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y este lo devuelve al gobernador romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimenta en su propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere asumirse la responsabilidad de su destino. Y pienso en tanta gente, en tantos migrantes, en tantos prófugos, en tantos refugiados, a aquellos de los cuales muchos no quieren asumirse la responsabilidad de su destino.
El gentío que apenas unos días antes lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de acusación, prefiriendo incluso que en lugar de él sea liberado un homicida. Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales. La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su anonadamiento. Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Padre. Sin embargo, en el abandono, ora y confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
Suspendido en el patíbulo, además del escarnio, afronta también la última tentación: la provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e invencible. Jesús en cambio, precisamente aquí, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión. Si el misterio del mal es abismal, infinita es la realidad del Amor que lo ha atravesado, llegando hasta el sepulcro y los infiernos, asumiendo todo nuestro dolor para redimirlo, llevando luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde hay odio.
Nos pude parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de Dios, que se ha humillado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil olvidarnos un poco de nosotros mismos. Él renunció a sí mismo por nosotros; ¡Cuánto nos cuesta a nosotros renunciar a alguna cosa por él y por los otros! Pero si queremos seguir al Maestro, más que alegrarnos porque el viene a salvarnos, estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo.
Podemos aprender este camino deteniéndonos en estos días a mirar el Crucifijo, es la “cátedra de Dios”. Los invito en esta semana a mirar frecuentemente esta “cátedra de Dios”, para aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama. Estamos atraídos por las miles vanas ilusiones del aparentar, olvidándonos de que «el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene» (Gaudium et spes, 35); con su humillación, Jesús nos invita a purificar nuestra vida. Volvamos a él la mirada, pidamos la gracia de entender al menos algo de su anonadación por nosotros; y así, en silencio, contemplemos el misterio de esta semana. Reconozcámoslo como Señor de esta semana.
Para la Semana Santa, el Papa animó a dedicar estos días a contemplar el Crucifijo, desde donde Dios enseña. "Los invito en esta semana", dijo el Papa Francisco, a mirar frecuentemente esta “cátedra de Dios”, para aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama".
Por otra parte, comentando cómo Jesús era enviado de Pilatos a Herodes y tratado con indiferencia y desprecio por los poderes que lo juzgaban, el Papa ha recordado a los refugiados e inmmigrantes de nuestros días. "Pienso en tanta gente, en tantos migrantes, en tantos prófugos, en tantos refugiados, a aquellos de los cuales muchos no quieren asumirse la responsabilidad de su destino", denunció.
Además, el Papa Francisco, que tantas veces ha predicado contra la mundanidad y la tentación de ser alabado por el mundo, señaló que Jesús, en su entrada en Jerusalén, está contento de la manifestación popular de afecto de la gente.
Eso dio pie al Pontífice para solicitar "que nada pueda detener el entusiasmo por la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en Él la fuente de nuestra alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz; porque sólo Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza".
Eso sí, avisó el Papa, la Liturgia del día, con su larga lectura, enseña que Dios en realidad no salvó ni por esa entrada triunfal ni con milagros ostentosos, sino que el texto de San Pablo enmarca los hechos: Cristo, dice el Apóstol, «se despojó» y «se humilló» a sí mismo.
“Estos dos verbos, precisó el Santo Padre, nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, Él que no conoce el pecado”.
El lavatorio de los pies es solo el primer gesto de abajamiento, un gesto propio de siervos. Después es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo.
Sufre también la infamia y la condena inicua de las
autoridades, religiosas y políticas: es "hecho pecado" (usando una expresión de las cartas de San Pablo) y reconocido injusto por el mundo.
Jesús sufre una muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales.
Y no basta con la soledad, la difamación y el dolor: su humillación incluye el misterioso abandono del Padre ("Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado"). En la Cruz ve como es tentado por los verdugos: la tentación de "bajar de la cruz", de vencer el mal con la fuerza, de mostrar el rostro de un Dios potente e invencible...
“Precisamente aquí, subrayó el Obispo de Roma, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión”.
"¡Cuánto nos cuesta a nosotros renunciar a alguna cosa por Él y por los otros!", añadió el Papa. "Pero si queremos seguir al Maestro, afirmó el Papa, estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo".
Una de las anécdotas del día se dio cuando el Papa detuvo su Papamóvil para hacer subir en él a 5 niños que salieron de entre la multitud con ramos y palmas. Lo recoge el siguiente vídeo del Centro televisivo Vaticano editado en Repubblica.it.
Texto y audio completo de la homília del Papa este Domingo de Ramos
(Tradución y transcripción de Radio Vaticana)
«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Cf. Lc 19,38), gritaba la muchedumbre de Jerusalén acogiendo a Jesús. Hemos hecho nuestro aquel entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos expresado la alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a nosotros. Del mismo modo que entró en Jerusalén, desea también entrar en nuestras ciudades y en nuestras vidas. Así como lo ha hecho en el Evangelio, cabalgando sobre un simple pollino, viene a nosotros humildemente, pero viene «en el nombre del Señor»: con el poder de su amor divino perdona nuestros pecados y nos reconcilia con el Padre y con nosotros mismos. Jesús está contento de la manifestación popular de afecto de la gente, y ante la protesta de los fariseos para que haga callar a quien lo aclama, responde: «si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40). Nada pudo detener el entusiasmo por la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en él la fuente de nuestra alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz; porque sólo Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza.
Sin embargo, la Liturgia de hoy nos enseña que el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros poderosos. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, sintetiza con dos verbos el recorrido de la redención: «se despojó» y «se humilló» a sí mismo (Fil 2,7.8). Estos dos verbos nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, él que no conoce el pecado. Pero no solamente esto: ha vivido entre nosotros en una «condición de esclavo» (v. 7): no de rey, ni de príncipe, sino de esclavo. Se humilló y el abismo de su humillación, que la Semana Santa nos muestra, parece no tener fondo.
El primer gesto de este amor «hasta el extremo» (Jn 13,1) es el lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13,14) se abaja hasta los pies de los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos ha enseñado con el ejemplo que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por su amor, que se vuelca sobre nosotros; no puede ser de otra manera, no podemos amar sin dejarnos amar antes por él, sin experimentar su sorprendente ternura y sin aceptar que el amor verdadero consiste en el servicio concreto.
Pero esto es solamente el inicio. La humillación que sufre Jesús llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo. Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas desfiguran su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido injusto.
Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y este lo devuelve al gobernador romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimenta en su propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere asumirse la responsabilidad de su destino. Y pienso en tanta gente, en tantos migrantes, en tantos prófugos, en tantos refugiados, a aquellos de los cuales muchos no quieren asumirse la responsabilidad de su destino.
El gentío que apenas unos días antes lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de acusación, prefiriendo incluso que en lugar de él sea liberado un homicida. Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales. La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su anonadamiento. Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Padre. Sin embargo, en el abandono, ora y confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
Suspendido en el patíbulo, además del escarnio, afronta también la última tentación: la provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e invencible. Jesús en cambio, precisamente aquí, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión. Si el misterio del mal es abismal, infinita es la realidad del Amor que lo ha atravesado, llegando hasta el sepulcro y los infiernos, asumiendo todo nuestro dolor para redimirlo, llevando luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde hay odio.
Nos pude parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de Dios, que se ha humillado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil olvidarnos un poco de nosotros mismos. Él renunció a sí mismo por nosotros; ¡Cuánto nos cuesta a nosotros renunciar a alguna cosa por él y por los otros! Pero si queremos seguir al Maestro, más que alegrarnos porque el viene a salvarnos, estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo.
Podemos aprender este camino deteniéndonos en estos días a mirar el Crucifijo, es la “cátedra de Dios”. Los invito en esta semana a mirar frecuentemente esta “cátedra de Dios”, para aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama. Estamos atraídos por las miles vanas ilusiones del aparentar, olvidándonos de que «el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene» (Gaudium et spes, 35); con su humillación, Jesús nos invita a purificar nuestra vida. Volvamos a él la mirada, pidamos la gracia de entender al menos algo de su anonadación por nosotros; y así, en silencio, contemplemos el misterio de esta semana. Reconozcámoslo como Señor de esta semana.
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