Detrás de todas las ansias está el deseo oculto de Dios
Para entrar en la presencia del Espíritu Santo hay que tener ansias, hay que sentir la necesidad de él, de su luz, de su amor, de su gloria, de su paz. Hace falta presentir que todo lo maravilloso del universo es una chispa que despierta esos anhelos interiores de Dios. Decía San Agustín:
"¿Qué es el universo entero o la inmensidad del mar, o el ejército de los ángeles? ¡Yo tengo sed del Creador, tengo hambre y sed de él!"
En el fondo, es necesario reconocer un deseo que ya está dentro nuestro; ese deseo que el Espíritu Santo ha puesto en nuestro interior, pero que hemos dejado escondido debajo de miles de preocupaciones y angustias. Luego de su conversión, Agustín reconocía que detrás de todas sus ansias estaba aquel deseo oculto de Dios:
"Ardía en deseos de amar... quería ser amado... Tenia hambre intensa de ese alimento que en realidad eras tú, mi Dios."
Por eso Agustín nos enseña que la clave para el encuentro con Dios es reconocer ese deseo, y despertarlo, alimentarlo, hacerlo crecer hasta que se haga más fuerte que cualquier otra necesidad:
"¡Enamórate de Dios, arde por él! Anhela a aquel que supera todos los placeres."
Porque el Espíritu Santo no obra en nosotros sin algún consentimiento de nuestra parte, y ese consentimiento brota del deseo. Pidamos al Espíritu Santo que él mismo despierte nuestro deseo.
"¿Qué es el universo entero o la inmensidad del mar, o el ejército de los ángeles? ¡Yo tengo sed del Creador, tengo hambre y sed de él!"
En el fondo, es necesario reconocer un deseo que ya está dentro nuestro; ese deseo que el Espíritu Santo ha puesto en nuestro interior, pero que hemos dejado escondido debajo de miles de preocupaciones y angustias. Luego de su conversión, Agustín reconocía que detrás de todas sus ansias estaba aquel deseo oculto de Dios:
"Ardía en deseos de amar... quería ser amado... Tenia hambre intensa de ese alimento que en realidad eras tú, mi Dios."
Por eso Agustín nos enseña que la clave para el encuentro con Dios es reconocer ese deseo, y despertarlo, alimentarlo, hacerlo crecer hasta que se haga más fuerte que cualquier otra necesidad:
"¡Enamórate de Dios, arde por él! Anhela a aquel que supera todos los placeres."
Porque el Espíritu Santo no obra en nosotros sin algún consentimiento de nuestra parte, y ese consentimiento brota del deseo. Pidamos al Espíritu Santo que él mismo despierte nuestro deseo.
Comentarios