Es Dios de vivos
1M 6,1-13
En aquellos días, el rey Antíoco recorría las provincias del norte, cuando se enteró de que había en Persia una ciudad llamada Elimaida, famosa por su riqueza en plata y oro, con un templo lleno de tesoros: escudos dorados, lorigas y armas dejadas allí por Alejandro el de Filipo, rey de Macedonia, que en otro tiempo había sido rey de Grecia.
Antíoco fue allá e intentó apoderarse de la ciudad y saquearla, pero no pudo, porque los de la ciudad, dándose cuenta de lo que pretendía, salieron a atacarle.
Antíoco tuvo que huir, y emprendió el viaje de vuelta a Babilonia, apesadumbrado.
Entonces llegó a Persia un mensajero, con la noticia de que la expedición militar contra Judea había fracasado: Lisias, que había ido como caudillo de un ejército poderoso, había huido ante el enemigo; los judíos, sintiéndose fuertes con las armas y pertrechos y el enorme botín de los campamentos saqueados, habían derribado el arca sacrílega construida sobre el altar de Jerusalén, habían levantado en torno al santuario una, muralla alta como la de antes, y habían hecho lo mismo en Betsur, ciudad que pertenecía al rey.
Al oír este informe, el rey se asustó y se impresionó de tal forma que tuvo una gran depresión, porque no le habían salido las cosas como quería.
Allí pasó muchos días, cada vez más deprimido. Pensó que se moría, llamó a todos sus amigos y les dijo:
-El sueño ha huido de mis ojos; me siento abrumado de pena, y me digo:
¡A qué tribulación he llegado, en qué violento oleaje estoy metido, yo, que era feliz y querido cuando era poderoso! Pero ahora me viene a la memoria el daño que hice en Jerusalén, robando todo el ajuar de plata y oro que había allí, y enviando gente que exterminase a los habitantes de Judea, sin motivo. Reconozco que por eso me han venido estas desgracias. Ya veis, muero de tristeza en tierra extranjera.
Sal 9,2-3.4.6.16.19
Gozaré, Señor, de tu salvación.
Te doy gracias, Señor, de todo corazón,
proclamando todas tus maravillas;
me alegro y exulto contigo
y toco en honor de tu nombre, oh Altísimo.
Porque mis enemigos retrocedieron,
cayeron y perecieron ante tu rostro.
Reprendiste a los pueblos, destruiste al impío
y borraste para siempre su apellido.
Los pueblos se han hundido en la fosa que hicieron,
su pie quedó prendido en la red que escondieron.
El no olvida jamás al pobre,
ni la esperanza del humilde perecerá.
Lc 20,27-40
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección y le preguntaron:
-Maestro, Moisés nos dejó escrito: «Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano». Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.
Jesús les contestó:
-En esta vida hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos, no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: «Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob». No es Dios de muertos sino de vivos: porque para él todos están vivos.
Intervinieron unos letrados:
-Bien dicho, Maestro.
Y no se atrevían a hacerle más preguntas.