Vamos a la otra orilla
2S 12,1-7a.10-17
En aquellos días, el Señor envió a Natán donde David.
Entró Natán ante el rey y le dijo:
-Había dos hombres en un pueblo: uno rico y otro pobre. El rico tenía muchos rebaños de ovejas y bueyes; el pobre sólo tenía una corderilla que había comprado; la iba criando, y ella crecía con él y sus hijos, comiendo de su pan, bebiendo de su vaso, durmiendo en su regazo: era como una hija.
Llegó una visita a casa del rico; y, no queriendo perder una oveja o un buey para invitar a su huésped, cogió la cordera del pobre y convidó a su huésped.
David se puso furioso contra aquel hombre y dijo a Natán:
-¡Vive Dios, que el que ha hecho eso es reo de muerte! No quiso respetar lo del otro, pues pagará cuatro veces el valor de la cordera.
Entonces Natán dijo a David:
-¡Eres tú!
Pues bien, la espada no se apartará nunca de tu casa; por haberme despreciado, quedándote con la mujer de Urías, el hitita.
Así dice el Señor:
-Yo haré que de tu propia casa nazca tu desgracia; te arrebataré tus mujeres, y ante tus ojos se las daré a otro, que se acostará con ellas a la luz del sol que nos alumbra. Tú lo hiciste a escondidas, yo lo haré ante todo Israel, en pleno día.
David respondió a Natán:
-He pecado contra el Señor.
Y Natán le dijo:
-Pues el Señor perdona tu pecado. No morirás. Pero, por haber despreciado al Señor con lo que has hecho, el hijo que te ha nacido morirá.
Natán marchó a su casa.
El Señor hirió al niño que la mujer de Urías había dado a David, y cayó gravemente enfermo.
David pidió a Dios por el niño, prolongó su ayuno y de noche se acostaba en el suelo.
Los ancianos de su casa intentaron levantarlo, pero él se negó, y no quiso comer nada con ellos.
Sal 50,12-13,14-15.16-17
Oh Dios, crea en mí un corazón puro.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.
Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso.
Enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti.
¡Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío!
y cantará mí lengua tu justicia.
Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.
Mc 4,35-41
Un día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Vamos a la otra orilla.»
Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un almohadón. Lo despertaron, diciéndole:
-«Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?»
Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago:
-«¡Silencio, cállate!»
El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo:
-«¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?»
Se quedaron espantados y se decían unos a otros:
-« ¿Pero quién es éste? ¡ Hasta el viento y las aguas le obedecen!»