Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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El prefacio II de Navidad

por Javier Sánchez Martínez

Difícil en su redacción, este prefacio es todo un tratado teológico del "intercambio", del divino comercio entre la divinidad y nuestra pobre humanidad.

 

 

Porque en el misterio que hoy celebramos,
Cristo, el Señor, sin dejar la gloria del Padre,
se hace presente entre nosotros de un modo nuevo:
el que era invisible en su naturaleza
se hace visible al adoptar la nuestra;
el eterno, engendrado antes del tiempo,
comparte nuestra vida temporal
para asumir en sí todo lo creado,
para reconstruir lo que estaba caído
y restaurar de este modo el universo,
para llamar de nuevo al reino de los cielos
al hombre sumergido en el pecado.

 

 

“Cristo, el Señor, sin dejar la gloria del Padre, 

se hace presente entre nosotros de un modo nuevo”

 

Es Hijo de Dios y es Hijo del hombre; Dios es su Padre, en la naturaleza humana es María su madre. Este modo es nuevo y distinto. Cristo estaba siempre presente como Logos, como Palabra creadora, pues todo halla su consistencia en Él. Ahora sigue presente, pero el modo es nuevo, es al modo humano. No por ello deja de ser Dios, ni dejar la gloria del Padre, pero ¡es todo tan distinto en esta etapa final!

 

“El que era invisible en su naturaleza 

se hace visible al adoptar la nuestra”. 

 

Sólo así era posible conocerle: viéndole, para que viéndole le amemos. Era el gran deseo y súplica de los profetas y salmos: “déjame ver tu rostro”. Ahora el rostro de Dios es Cristo encarnado, un Niño nos ha nacido. Somos nosotros los que podemos gozar de la petición de los profetas y justos del Antiguo Testamento.

 

“El eterno, engendrado antes del tiempo, 

comparte nuestra vida temporal”. 

 

Cristo fue engendrado, no creado, porque si hubiese sido creado no sería Dios y tendría un principio, un inicio. Pero Él es Dios, estaba fuera del tiempo, pero al encarnarse comparte nuestra temporalidad, lo caduco que somos, las limitaciones de lo humano, de la criatura. ¡Dios y hombre!, compartiendo todo lo nuestro. Desde entonces todo lo humano halla eco en el Corazón de Dios de modo nuevo.

 


 

“Para asumir en sí todo lo creado”. 

 

Todo fue creado por Él y para Él, y ahora es el momento de plenitud: en Él, por su nacimiento, se unen el cielo y la tierra. Ésta era el fin de todo lo creado, “éste es plan que había proyectado realizar en Cristo cuando llegase el momento culminante: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra”. Cristo es constituido Cabeza de toda la creación, Cabeza y Santificación de la humanidad, del cielo y de la tierra. Es el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin.

 

“Para reconstruir lo que estaba caído”. 

 

La humanidad estaba caída, herida, por el pecado original; era, por sus propias fuerzas, incapaz de curarse y levantarse hacia Dios. Mas Cristo, el Buen Samaritano, recoge a la humanidad caída, la cura y la cuida compasivamente, así reconstruye a la humanidad, crea una humanidad nueva, transformada, engendra un pueblo santo donde antes había reinado el pecado.

 

“Y restaurar de este modo el universo”

 

El pecado fue tan destructor que rompió el equilibrio de la creación –tan bella, tan buena-, y toda ella gime con dolores de parto. Este universo, alejado de Dios por el pecado, afeado por la maldad, es revestido de la Gloria del Señor, han comenzado los cielos nuevos y la tierra nueva, porque Quien es el Cielo mismo ha entrado en la tierra con nuestra humanidad. “He aquí que todo lo hago nuevo”. 

 

“Para llamar de nuevo al reino de los cielos 

al hombre sumergido en el pecado”. 

 

Cristo es el nuevo Adán, y en Él se oye la voz del Padre llamando al hombre, otorgándole una nueva vocación, la filiación divina, ser hijos en el Hijo y gozar de Dios, entrando en el Reino cerrado antes por el pecado.  El abismo entre el hombre y Dios, fruto del pecado y la muerte, queda destruido por la Encarnación. El hombre tiene vocación celestial, y es Dios quien le da esa posibilidad y la gracia para realizarla.

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