En Milán reabre, hasta septiembre, una gran exposición
La Tour, el pintor de escuela misteriosa que guiaba la luz física hacia donde se deposita la Gracia
El 28 de mayo reabrió, tras el confinamiento, el Palacio Real de Milán, donde desde febrero pasado y hasta el 27 de septiembre puede admirarse la exposición La Europa de la luz, dedicada a Georges La Tour (1593-1652), gran artista francés del siglo XVII redescubierto a principios del siglo XX.
La historiadora del arte Sara Magister aborda los misterios que envuelve su tratamiento de la luz en un artículo en Il Timone:
La luz más allá de la luz
La exposición abierta en Milán sobre Georges La Tour deja una huella muy profunda en el alma, además de en los ojos. Es más: este artista es uno de los que más agudiza la vista para escrutar lo que realmente quiere decirnos, haciendo que su flecha penetre más profundamente en el corazón y el espíritu de quien mira.
Actualmente, La Tour esta considerado uno de los pintores más importantes del siglo XVII francés, pero también uno de los más misteriosos. Los documentos nos dicen que nació en 1593 en Vic-sur-Seille, en Lorena, y que en su época fue apreciado incluso por el rey de Francia, Luis XIII, quien en 1630 lo nombró pintor real, concediéndole que residiera en las galerías del Louvre, donde también tuvo ocasión de realizar obras para el cardenal Richelieu.
Su genio, olvidado durante siglos, ha sido descubierto recientemente y aún son muchas las preguntas que su poética deja sin respuesta. Los ensayos incluidos en el maravilloso catálogo de la exposición hablan de ello ampliamente. Un ejemplo: ¿dónde aprendió La Tour a utilizar la luz de esa manera tan mágica? ¿De quién sacó el interés por un realismo a menudo llevado al extremo? ¿De Caravaggio, de un probable -aunque no documentado- viaje que pudo hacer a Italia? ¿O de la tradición artística de su tierra de origen? Lo cierto es que el artista reelaboró estas fuentes de manera original, profundizando su mirara para llevarla más allá de lo visible, a esa zona de sombras en la que a menudo ubica a sus sujetos.
La Magdalena
Una de las características principales de La Tour es el denso silencio en el que están envueltos sus sujetos sagrados. Y es precisamente el sonido sordo de este silencio el que captura de inmediato la atención del visitador en la obra con el que se inicia el recorrido de la exposición, La Magdalena, pero también en la que lo cierra, su San Juan Bautista en el desierto.
La Magdalena penitente o, mejor, la santa meditando sobre la vanidad de los placeres efímeros y fugaces del mundo, era un tema que la Iglesia tridentina apreciaba especialmente. Resultado de una síntesis de personajes, en realidad distintos, citados en los Evangelios, se la identificaba con la prostituta conversa y penitente, convirtiéndose así en un poderosísimo exemplum acerca de la importancia de la contrición y de la penitencia en el perdón de los pecados, y sobre cómo la salvación está al alcance de todos, incluso de los peores pecadores.
Por consiguiente, un tema bastante frecuente pero que, en 1635-1640, La Tour y su posible comitente interpretan de manera totalmente nueva. Porque en apariencia, no hay nada que denote que esta joven de cabello oscuro y muy liso sea la Magdalena. De hecho, los santos de La Tour nunca tienen aureola y, a menudo, ni siquiera rostros idealizados, o los colores y la vestimenta que la tradición suele asociar con ellos. Sus santos están representados, en cambio, como personas reales, sencillas y humildes, con las manos grandes y llenas de callos de quienes trabajan duramente, y con los vestidos polvorientos del pueblo.
George La Tour, San Felipe. Museo Chrysler de Arte, Norfolk (Virginia, Estados Unidos).
Lo vemos claramente en las tres obras pertenecientes a la espectacular serie de los Apóstoles (1615-1620), antaño expuesta en la catedral de Albi, en la que destacan sobre todo San Felipe y Santiago el Mayor. Lo que los hace especiales es el contexto en el que están colocados, con sus miradas desapegadas del mundo, con las acciones sutiles que llevan a cabo y con sus gestos. Detalles leves, pero importantes, que nos hacen intuir que estos hombres o estas mujeres no están solos y que algo muy profundo y especial está sucediendo dentro de sus almas.
La Magdalena está sola en una habitación oscura, iluminada únicamente con una vela. Vemos la punta de la llama, pero su luz está oculta a nuestros ojos por la silueta de una calavera. Un símbolo claro, que inevitablemente tenemos que tomar en consideración si queremos comprender qué sucede más allá.
Georges La Tour, La Magdalena penitente. The National Gallery of Art, Washington, D.C. (Estados Unidos).
La estrategia compositiva y comunicativa que La Tour plantea es genial y consigue plenamente el que es el objetivo común de todo el arte sagrado del siglo XVII: que la persona que mira se siente inducida a meditar, a plantearse las mismas preguntas que se han planteado los santos. Y a decidir, como ellos, sobre la propia vida. En ese espejo, símbolo muy conocido de la vanitas, se había mirado también la Magdalena pecadora para embellecerse con los polvos de tocador que vemos al lado. Sin embargo, ahora, en lugar de su rostro joven y perfecto, ella -y el espectador con ella- ya no ve lo que ella es, sino lo que será; o, mejor, lo que es de verdad, a saber: un ser que, en el mundo no es eterno, que estaría destinado a marchitarse si una luz no le hubiera abierto, repentinamente, los ojos sobre algo más importante, no lo hubiera permitido ver más allá.
La Tour, de hecho, transforma la luz física de la vela en una llama metafísica que ilumina la habitación, pero que también la calienta, creando en el rostro de la Magdalena efectos similares al alabastro, transfigurando así su aspecto humano en sentido divino. La Magdalena no tiene miedo, su rostro tiene una expresión serena y consciente mientras acaricia la calavera sin temor porque esa luz ha llenado su alma.
Ir más allá
La Tour utiliza el mismo esquema de luz filtrada en otra obra, posterior y de gran impacto visual, a pesar de que su estado de conservación no es perfecto. El tema es La educación de la Virgen.
Georges La Tour, La educación de la Virgen. The Frick Collection, Nueva York (Estados Unidos).
Tampoco María lleva aureola, pero la luz de la vela, parcialmente oculta por su mano, ilumina el texto de la Biblia y el rostro inmaculado de la Virgen: es ella la elegida, la madre del Salvador anunciado en las Sagradas Escrituras.
De nuevo, la luz física permite ir más allá del obstáculo visual y comprender dónde se posa la luz de la Gracia. Es este un mecanismo comunicativo que podemos ver en otra obra de grandes dimensiones, ocupada casi toda ella por la figura dominante e imperiosa de una mujer vestida con indumentaria del siglo XVII.
George La Tour, Job es objeto de burla por su esposa. Museo de Arte de Épinal (Vosgos, Francia).
La escena representa al profeta Job, sentado y sufriendo a causa de las llagas resultado de las pruebas a las que le ha sometido el Señor, pero inamovible en su aceptación del plan predispuesto para él, mientras su mujer, escéptica, tienta su fe, sosteniendo en una mano una vela que, sin embargo, transfigura y calienta sólo el cuerpo del hombre de Dios.
A diferencia de Caravaggio, La Tour declara casi siempre la fuente objetiva de la que procede su luz. Pero el resultado conceptual es el mismo: no podemos detenernos sólo en la valoración de lo que vemos en sentido material, porque está claro que materia y símbolo, forma y contenido están, aquí, profundamente unidos.
Traducido por Elena Faccia Serrano.