El texto de la beata alemana inspiró «La Pasión»
¿Exageró Mel Gibson la escena de la flagelación? Sólo reprodujo la visión de la beata Emmerich
La beata Ana Catalina Emmerich (1774-1824) fue una monja agustina alemana, mística y escritora. Sus visiones de la vida de Jesús fueron recogidas por Clemente Brentano, y en ella se ofrecen minuciosos y desconocidos detalles de toda la vida de Cristo y de la Sagrada Familia.
En español, estas visiones están publicadas en los libros La amarga Pasión de Cristo y La Vida Oculta de la Virgen María, ambos editados por Voz de Papel y traducidos por José María Sánchez de Toca.
De hecho, la beata Emmerich fue la gran fuente de inspiración para Mel Gibson a la hora de producir La Pasión de Cristo, una película que impactó en todo el mundo y donde se reflejan muchos de los detalles de los que fue testigo a través de sus visiones esta humilde monja.
A continuación ofrecemos extractos de las visiones de la beata sobre la flagelación, y que se recogen fielmente en las escenas de la película de Gibson:
La flagelación de Jesús
Pilatos, el titubeante y rastrero, pronunció varias veces estas perversas palabras:
-No hallo culpa en Él; por eso voy a mandarlo azotar y le daré la libertad.
Pero el griterío de los judíos continuaba:
-¡Crucifícale! ¡Crucifícale!
Pero Pilatos quería hacer primero su voluntad, y dio la orden de flagelar a Jesús al estilo de Roma. Los sayones llevaron a Jesús a la columna de flagelación que estaba delante de uno de los locales que circundan el foro, al Norte de la casa de Pilatos y no lejos del cuerpo de guardia. Jesús iba golpeado, maltratado y lleno de escupitajos; los sayones le empujaban y le pegaban ferozmente para que avanzara a través del pueblo furioso y vociferante.
Vinieron los auxiliares del verdugo con látigos, varas y cuerdas que echaron al pie de la columna. Eran seis morenos, más bajos que Jesús, con el pelo de la cabeza rizoso y desgreñado. (…) Eran pequeños malhechores de la comarca de Egipto, que trabajaban aquí como esclavos en obras y canales públicos. A los más viles y peores de estos malhechores los empleaban en el Pretorio como auxiliares del verdugo. En otras ocasiones, estos hombres despiadados habían azotado hasta la muerte en esta misma columna a algunos pobres pecadores. Había en su carácter algo bestial y diabólico y estaban como medio borrachos. (...)
Jesús temblaba y se estremecía delante de la columna. Él mismo se despojó de sus vestidos con temblorosa precipitación, con sus manos ensangrentadas e hinchadas por las violentas ataduras. Mientras le pegaban y empujaban rezó y suplicó muy conmovedoramente y volvió la cabeza un momento a su Madre, que estaba completamente desgarrada de dolor en un rincón de un local del mercado, no lejos de la columna de la flagelación. Volviéndose a la columna para cubrir con ella su desnudez porque también se vió obligado a desatarse la faja que le cubría el bajo vientre, le dijo:
-Aparta de Mí tus ojos. (...)
Ahora Jesús se abrazó a la columna y los sayones, en medio de violentos tirones y horribles blasfemias, ataron sus santas manos que había levantado a lo alto de la columna detrás de la argolla de hierro y estiraron su cuerpo todo lo largo que era, de modo que sus pies, firmemente pegados a la columa, apenas le sostenían. El santo de los santos estaba estirado en su completa desnudez humana, en la columna de los pecadores, con infinita angustia e ignominia. Dos de aquellos bárbaros empezaron a azotarle toda la parte de atrás de arriba abajo y de abajo arriba con furiosa sed de sangre. Sus primeros látigos o azotes me pareció que eran de madera blanca resistente, o quizá fueran manojos de nervios de buey tiesos o tiras de cuero blanco endurecidas.
Nuestro Señor y Salvador, el Hijo de Dios, verdadero Dios y verdadero hombre, se retorcía y daba respingos como un pobre gusano bajo los azotes de los malhechores, gemía y se quejaba y un claro lamento que sonaba dulcemente se abría paso en el tormento desgarrador como una amorosa oración entre los restallantes azotes de sus verdugos. De vez en cuando estas quejas lastimeras, santas y benditas se entremezclaban con el griterío del pueblo y de los fariseos. Como una terrible nube tormentosa, masas enteras gritaban:
-¡Que se vaya! ¡Crucifícalo! (…)
Apenas estuvieron un cuarto de hora; fueron reemplazados con otros dos y bebieron. El cuerpo de Jesús estaba completamente cubierto de verdugones cárdenos, azules y rojos y su santa sangre corría hasta el suelo. Jesús temblaba y tiritaba y por todas partes se oían insultos y burlas. (…)
La segunda pareja de verdugos cayeron sobre Jesús con nueva furia; sus azotes eran de otra clase; estaban como rizados de espinos, y tenían pinchos y botones de vez en cuando. Sus golpes furiosos desgarraron todos los verdugones de su santo cuerpo y la sangre saltó en círculo todo alrededor y roció los brazos de los verdugos. Jesús gemía, rezaba y en su congoja se movía involuntariamente. (…)
La siguiente pareja de sayones pegó a Jesús con flagelos que consistían en una empuñadura de hierro a la que estaban sujetas cadenitas o correas, en cuya punta había ganchos de hierro que arrancaban de las costillas trozos enteros de piel y carne. ¡Quién podría describir este espectáculo lastimoso y cruel!
Pero su rabia no estaba satisfecha, así que soltaron las cuerdas, dieron la vuelta a Jesús, pusieron su espalda contra la columna, y como estaba tan agotado que no podía tenerse de pie, le ataron con maromas a la columna por encima del pecho, por debajo de los brazos y por debajo de las rodillas, y ataron firmemente sus manos por detrás, en el centro de la columna. Jesús estaba totalmente cubierto de sangre y de dolorosas heridas, y su sangre cubría la desnudez de sus lomos y la desgarrada piel del bajo vientre. Los flageladores desencadenaron sus golpes como perros rabiosos. Uno de ellos llevaba un azote más fino en la mano izquierda con el que le pegaba en la cara; no había un sitio sano en el cuerpo del Señor, que miró a sus verdugos con sus ojos ensangrentados y pidió misericordia, pero ellos todavía se enfurecieron más. Jesús solamente se quejaba cada vez más bajo:
-¡Ay!
La terrible flagelación duraba ya por lo menos tres cuartos de hora cuando un hombre insignificante, un forastero pariente del ciego Tesifón que Jesús había curado, se precipitó a la parte trasera de la columna con un cuchillo en forma de hoz y gritó encolerizado:
-¡Basta! No peguéis a este inocente hasta morir.
Los verdugos, que ya estaban borrachos, se detuvieron sorprendidos y el hombre cortó de un tajo a toda prisa las cuerdas de Jesús, que estaban anudadas a un gran clavo de hierro detrás de la columna. Luego huyó y desapareció perdiéndose entre la muchedumbre.
El cuerpo sangrante de Jesús se derrumbó como sin sentido en el charco de su sangre al pie de la columna. Los flageladores le dejaron estar, bebieron y llamaron a los chicos del verdugo que estaban afanados en el cuerpo de guardia tejiendo la corona de espinas. (…)
Entonces le pusieron a patadas y golpes sobre sus pies vacilantes. No le dieron tiempo para que se pusiera la túnica sino que solamente le echaron las mangas por encima de los hombros. Jesús se secó con la túnica la sangre de la cara por el camino por el que le llevaban con prisas al cuerpo de guardia. (…)
María durante la flagelación de Jesús
Durante la flagelación de nuestro Salvador vi a la Virgen Santísima continuamente en éxtasis; vio y sufrió interiormente, con amor y dolor indecibles, todo lo que le pasaba a su Hijo. Muchas veces salían de su boca leves quejidos y sus ojos estaban bañados en lágrimas. (…)
Cuando Jesús se derrumbó junto a la columna después de la flagelación, vi que Claudia Prócula, la mujer de Pilatos, envió a la Madre de Dios un paquete con telas grandes. Ya no sé si creía que pondrían a Jesús en libertad, y que entonces la madre del Señor necesitaría algo para vendar sus heridas, o si la compasiva pagana le enviaba los paños para lo que los utilizó la Santísima Virgen.
Cuando volvió en sí, vio que los sayones se llevaban a su Hijo despedazado. Jesús se limpió los ojos llenos de sangre para ver a su Madre. Ella alzó dolorosamente las manos hacia Él y siguió con la vista las sangrientas huellas de sus pies. Entonces vi que María y Magdalena se apartaron del pueblo hacia otro lado y se acercaron al sitio de la flagelación, y, rodeadas y ocultas por las demás mujeres y otras buenas personas que se arrimaron, se tiraron al suelo junto a la columna y secaron con aquellos paños hasta la mínima gota que encontraron de la santa sangre de Jesús.