Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

La servidumbre de los «dimmi» hunde sus raíces en el Corán

Ciudadanos de segunda: el estatus de los cristianos en los países islámicos, una constante histórica

Ciudadanos de segunda: el estatus de los cristianos en los países islámicos, una constante histórica
Los cristianos son hoy en todos los países musulmanes, en el mejor de los casos, ciudadanos de segunda categoría. Foto: Afp.

ReL

Aram Mardirossian es profesor adjunto en la Facultad de Derecho de la Universidad París-I Panteón Sorbona y director de la Escuela Práctica de Altos Estudios (Ciencias religiosas). En esa doble calidad de jurista y experto en ciencias religiosas, explica en un reciente artículo en Valeurs Actuelles cómo las fuentes del islam justifican su dominación sobre los no musulmanes.

Aram Mardirossian.

Ayer "ḍimmis", hoy ciudadanos de segunda

"He vencido gracias al terror", habría dicho Mahoma. Sea auténtica o no esta "tradición" (ḥadith), es innegable que a partir de la hégira (año 622), la guerra (ḥarb) constituye la vía privilegiada iniciada por él y sus "sucesores", los califas (al-julafa) para difundir el islam. Las "grandes conquistas" (al-futuḥ) se realizaron en apenas un siglo gracias al ferviente impulso religioso. Un imperio que se extiende desde el sur de Francia a las puertas de China, forjado a hierro y fuego. Esta expansión militar fulminante está legitimada por el principio de "guerra legal" (yihad, literalmente, "esfuerzo", en este caso, guerrero), que constituye un deber absoluto para cada musulmán. Todos los creyentes deben participar, en la medida de sus posibilidades, en la difusión de la verdadera religión a toda la humanidad. Además, al ser esta la "religión  natural" (din-al-fitra) de la humanidad, todos los que la rechazan son apóstatas que se rebelan contra Alá.

Rápidamente, innumerables pueblos pasaron a estar bajo dominio musulmán. Si bien una minoría de ellos se convirtió a la fe de los vencedores, a menudo por temor o por oportunismo, la mayoría conservó su religión. El estatuto de no musulmanes para muchos cristianos que viven en tierras del islam lo fija el Corán (9, 29): "¡Combatid contra quienes, habiendo recibido la Escritura, no creen en Alá ni en el último Día, ni prohíben lo que Alá y Su Enviado han prohibido, ni practican la religión verdadera, hasta que, humillados, paguen el tributo directamente!"

Mahoma, en la batalla de Uhud (625). Wikipedia.

Del mismo modo, en tierras islámicas, el "pueblo del Libro" (ahl al-kitab) -globalmente, los judíos y los cristianos- obtienen la "protección tutelar" contractual (ḍimma) con la doble condición de reconocer la dominación de la comunidad (umma) musulmana al contratar un "pacto de alianza" y pagar una gravosa tasa. Se trata, en realidad, de un acto unilateral que la autoridad musulmana puede revocar en cualquier momento al proclamar la yihad contra los infieles (kafirun) que no se someten. Queremos precisar que los "politeístas" tienen que sufrir la yihad hasta su conversión y, en caso de resistencia, ser condenados a muerte y ejecutados, o reducidos a la esclavitud. En realidad, la existencia del estatuto de ḍimmi no es, en sí, legítimo, sino sólo en razón de la tolerancia que le concede su amo musulmán. Y lo que es peor, se le prohíbe la legítima defensa, porque se la considera una agresión. El cristiano o judío debe mendigar la paz y, en virtud de su extrema vulnerabilidad, está obligado a alabar la shari'a -la ley islámica-, que le concede la vida a cambio de que se degrade.

Progresivamente, el estatuto de los ḍimmis se fue perfeccionando, sobre todo a nivel fiscal. Se les impuso un doble impuesto: la ŷizîa, que es un impuesto de capitación, y el jaraŷ, que es una retención inmueble que atañe más directamente a las tierras conquistadas. El califato abasí (750-1258) sometió a los ḍimmis a diversas obligaciones y prohibiciones. Debían respetar una serie de signos distintivos en la vestimenta, y los comerciantes pagar una tasa superior a la de los musulmanes. Su testimonio no tiene valor contra un fiel porque se considera que no poseen la integridad moral y religiosa necesaria. Las prohibiciones también son estrictas: se les prohíbe llevar armas, montar a caballo, construir nuevas iglesias -es decir, está prohibida toda forma de proselitismo-, volver a su religión de origen después de haberse convertido al islam, o casarse con una musulmana.

De manera excepcional, los ḍimmis ocuparon ocasionalmente un rango elevado en la sociedad -sólo para contribuir a la gloria del islam-, sobre todo en la administración del califato. A pesar de todo, seguían siendo unos infieles, por lo que no podían de ninguna manera pretender ser iguales, ni de jure ni de facto, a los musulmanes, ni siquiera en la trillada quimera de Al-Andalus. En resumen, el ḍimmi no es un "protegido", sino más bien ¡una "víctima de extorsión"!

A lo largo de los siglos, en Oriente, la "ḍimmitud" hizo que disminuyera el número de cristianos, aumentando automáticamente el de musulmanes. Para huir de su degradante condición, algunos cristianos abrazaron a su pesar el islam; otros prefirieron el exilio, mientras que las matanzas puntuales recordaban al resto que el simple hecho de que pudieran vivir en tierra del islam era un inmenso privilegio. A lo largo de los siglos, los ḍimmis desarrollaron como una verdadera segunda naturaleza: el temor, la humildad, es decir, la servidumbre. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, los cristianos aún representaban aproximadamente un cuarto de la población del Cercano Oriente. El genocidio de los armenios y del conjunto de los cristianos cometido por los turcos otomanos entre 1915 y 1923 redujo esta cifra drásticamente.

El genocidio armenio de 1915-1916 implicó el desplazamiento de población y la aniquilación de una cifra en torno a un millón y medio de personas.

La aparición de los nacionalismos en el siglo XIX y la desaparición del califato otomano en 1924 no significó para los supervivientes -los "restos de la espada"- la supresión de la "ḍimmitud", sino más bien su complicación. A partir de 1928 con los Hermanos Musulmanes, y hoy con el conjunto de las corrientes integristas -más que islamistas-, la superioridad indiscutible de la umma, que transciende el modelo imperfecto y temporal del Estado-nación, sigue siendo reivindicada. Antes de ser miembro de un Estado o de una nación, el musulmán pertenece a la umma, única comunidad verdaderamente legítima por estar totalmente sometida a la ley de Dios.

Esperando este restablecimiento, existe desde 1969 una especie de "umma virtual", la Organización de la Cooperación Islámica, que agrupa actualmente a 57 países. En este "imperio sin emperador", más de una treintena de miembros -entre ellos, todos los Estados de la Liga Árabe, con excepción del Líbano-, reconocen en diversos grados al islam como religión de Estado y, sobre todo, consideran la shari'a como la fuente fundamental de su legislación. Un pequeño número de países -como Arabia Saudita-, practica una aplicación casi total de la shari'a, mientras que otros recurren a ella de manera parcial. Sin embargo, todos fomentan la desigualdad paradigmática deseada por Alá entre musulmanes y no musulmanes.

Declaraciones islámicas de los derechos del hombre de París y El Cairo

Condenable respecto a los derechos del hombre, que representan una ideología puramente occidental, esta situación constituye una aplicación fiel de los principios fundamentales de la shari'a. Si bien la mayor parte de los países musulmanes se adhieren formalmente a la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948 y a los tratados que la ratifican -con frecuentes reservas-, es significativo que se hayan redactado dos "declaraciones islámicas de los derechos del hombre", primero en París en 1981, después en El Cairo en 1990. De estos textos resulta que "los derechos del hombre, en el islam, está firmemente arraigados en la convicción de que Dios, y sólo Dios, es el autor de la ley y fuente de todos los derechos del hombre". Junto a este acercamiento de fachada a sus "modelos" occidentales, estas declaraciones tienen como objetivo, ante todo, preservar la barrera infranqueable entre creyentes e infieles.

Así, del Magreb a Afganistán, los ciudadanos cristianos sufren, en sus respectivos países, discriminaciones y humillaciones. Las desigualdades conciernen, sobre todo, a las condiciones para practicar el culto -cuando este es autorizado-, pero también el acceso a la función pública y a determinadas profesiones, como también a cuestiones en materia de sucesión o matrimoniales. En general, los cristianos son ciudadanos de segunda en las tierras en las que vivieron sus antepasados mucho antes de la llegada del islam. Es emblemático el caso de los coptos de Egipto, herederos de la gran civilización de los faraones.

A la inferioridad jurídica se añade la presión social ejercida por la mayoría musulmana, que ve en los cristianos el chivo expiatorio ideal cada vez que surge una dificultad. Según la ONG Portes Ouvertes, aproximadamente 250 millones de cristianos han sido víctimas de la persecución en 2019. Entendámonos: esta cifra asombrosa no atañe sólo a los cristianos de Oriente, pero el tributo que estos pagan es particularmente alto. Las recientes destrucciones orquestadas en Irak y Siria, los dos Estados-nación árabes más viables, han sido llevadas a cabo por grupos suníes integristas apoyados por algunos poderes regionales -Turquía la primera- y, a veces, occidentales. No es sorprendente, entonces, que las primeras víctimas de este caos provocado hayan sido las minorías cristianas que, de nuevo, son martirizadas.

Tenemos miles de ejemplos que ilustran la situación trágica de los cristianos. Dos serán suficientes. El estatuto de dhimmi ha sido recientemente aplicado por el Estado Islámico que, tras sus victorias, dejaba a los cristianos capturados la posibilidad de elegir entre la conversión al islam, el pago del tributo en cuanto dhimmi o la muerte. Bárbaros pero legalistas, los terroristas aplican fielmente la prescripción coránica anteriormente citada (9, 29). La situación de los cristianos en Palestina tampoco es envidiable. En 1947 eran casi un tercio de la población; ahora son el 5%. Más que por la ocupación israelí o las dificultades económicas, los cristianos huyen de Cisjordania y, sobre todo, de la franja de Gaza controlada por Hamas, porque son regularmente perseguidos y sistemáticamente marginados.

Los musulmanes integristas prácticamente han ganado y, pronto, la tierra de Oriente que acogió la encarnación del Hijo de Dios ya no estará habitada por uno solo de sus fieles. La luz podría haber venido de Occidente. Desde la cuarta cruzada (1204) hasta las recientes y destructivas campañas militares llevadas a cabo conjuntamente entre Europa y Estados Unidos, los cristianos de Oriente siempre han sido in fine los perdedores de la historia. En este sentido, la culpa de los occidentales es doble. Al abandonar a sus correligionarios orientales a su funesta suerte, se han puesto ellos mismos en peligro, como recordó claramente en 2014 monseñor Amel Shimoun Nona, entonces arzobispo caldeo católico de Mosul: "Nuestro sufrimiento es un preludio del que vosotros, cristianos europeos y occidentales, sufriréis en un futuro cercano". En Oriente, la partida parece perdida; aquí, aún no, pero el tiempo apremia y sólo un despertar radical permitirá que Occidente no sea, a su vez, islamizado. Escuchemos a San Pablo: "Por lo demás, buscad vuestra fuerza en el Señor y en su invencible poder. Poneos las armas de Dios, para poder afrontar las asechanzas del diablo" (Ef 6, 10-11).

Traducido por Verbum Caro.

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