Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

George Weigel recuerda una carta suya

Lo que el mito «progre» de los sesenta, Thomas Merton, pensaba de los católicos progresistas

El monje trapense autor de «La montaña de los siete círculos» murió en 1968, antes de comprobar lo lejos que llegarían.

C.L./ReL

Thomas Merton.
Thomas Merton.
El monje trapense Thomas Merton (19151968), norteamericano aunque nacido en Francia, fue uno de los autores más influyentes, difundidos y traducidos de la espiritualidad del siglo XX.

La historia de su conversión y entrada en el convento, que relató él mismo en La montaña de los siete círculos (1948), fue un auténtico bestseller mundial, publicado en veintiocho idiomas, lo que le convirtió en uno de los grandes autores de referencia en el ámbito del testimonio católico de postguerra.

Pero no tardó en dar un viraje de ciento ochenta grados a finales de los 50 y primeros 60, cuando se empeñó en introducir técnicas budistas en la meditación cristiana, y en difundir la idea de que es posible superar las diferencias doctrinales entre credos diversos mediante una comunión mística en la oración.

La filosofía oriental había ganado un propagandista eficaz en Occidente. Y no sólo la filosofía oriental: Merton abrazó durante aquellos últimos años de su vida todas las causas progres de su tiempo.

Nos lo recuerda George Weigel en un artículo publicado esta semana en la revista norteamericana de pensamiento conservador First Things.

Weigel (autor de la considerada mejor biografía de Juan Pablo II, Testigo de esperanza) evoca todas esas causas: "Se inclinó hacia la izquierda políticamente, en la polémica de los derechos civiles y en la guerra de Vietnam; quiso explorar nuevas formas de vida monástica, poniendo en contacto la tradición monacal de Occidente con las religiones orientales; se rebeló contra las autoridades de su orden durante toda su vida como trapense; era muy pagado de sí mismo, el equivalente en el siglo XX a lo que los apologistas de la Reforma llamaban juicio privado; y no tengo idea de cuáles fueron sus prácticas litúrgicas, pero no me lo imagino como un ritualista tradicionalista".

Sin embargo, Weigel afirma su convicción de que, de no haber muerto en 1968, es decir, antes de que toda la carga destructiva de esas ideas hiciese la plenitud de su efecto, Merton habría sido "uno de los primeros católicos neoconservadores".

Tres razones...
En parte, es una intuición, explica el columnista norteamericano, basada en hechos de su vida.

Por un lado, en los años 30 había conocido a los comunistas reales en sus tiempos de estudio en la Universidad de Columbia, "y la imitación de la generación Woodstock no le habría impresionado en exceso".

Por otro, mantuvo una dura rivalidad con Daniel Berrigan, otro sacerdote inclinado a la izquierda a quien el paso del tiempo fue radicalizando cada día más, hasta abandonar la Iglesia: "Merton habría evolucionado en dirección contraria", sostiene Weigel.

Por último, a pesar del interés de Merton por las religiones orientales, habría sido sensible a las persecuciones contra los cristianos que protagonizaron después los budistas en Vietnam, Tíbet y China.

...y una carta
Pero, junto a estas suposiciones, bien ancladas en el conocimiento de su vida y obra pero en última instancia inverificables, hay un dato objetivo: Weigel exhibe una carta que Merton le escribió a su amigo Robert Lax en 1967, donde incluye un juicio muy duro sobre los católicos progresistas, entre los que se le contaba entonces.

"Me siento pletórico y alegre, pero consternado por las barrabasadas de los católicos progresistas. Recuerda mis palabras, amigo. No hay especie sobre la faz de la tierra más fea que los católicos progresistas: mezquinos, frívolos, ineptos, torpes de expresión, venenosos y henchidos hasta reventar con la palabra progreso tanto en las ciudades seculares como en los suburbanos teilhardianos. Los Ottavianis [el cardenal Alfredo Ottaviani era entonces el prefecto del Santo Oficio, n.n.] eran malos, pero éstos son infinitamente peores. Espera y verás".

Merton no tuvo tiempo de verlo, pero, como señala Weigel: "Hemos esperado y hemos visto. Y el retrato no es precisamente hermoso".
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