¡Cuán difícil es explicar las cosas!
por Guillermo Urbizu
Cada vez me explico menos. No sé decir las cosas. Yo lo intento pero la vida es un trémulo balbuceo, un escaso temblor de silencio. Pero lo intento, tengo la necesidad de explicar lo que pasa por las calles de mi alma, por esas galerías machadianas, tan oscuras a veces, tan intrincadas. Me lo intento explicar a mí mismo, o quizá lo que quiero es que los demás vean lo bien que hilo las palabras. Pero no me aclaro, no llego a saberme ni siquiera un poco. Hablo de milagros, de maravillas, de misterio, de ternura, de amor. ¿Qué voy a decir? Repito siempre el brillo de una luz que me fascina o los sonidos de la rutina. Todo igual. Asisto fascinado a lo que miro, y siento que debo decir algo. Y asiento a Dios, que a su vez me mira. Yo lo creo. Y pongo el alma en sus dominios. Yo no sé decir más. Sólo soy lo que amo. No lo que escribo o leo. Lo que amo me define y me encamina. Pero no me preguntéis lo que es el amor. ¿De qué sirve saberlo? Vivo de amor. Eso es lo único que sé. Y lo sé porque lo demás me deja vacío, desolado. Ay, decir las cosas. Decirlas a las claras, desnudas. Sin disimular la herida, la tentativa, el ansia. Decirlas. Nombrar lo amado, no el amor. Gritar el alma al mundo. ¡Qué pocas palabras conozco, qué pocas! Y flotan en el aire, y se van, y tengo que volver a escribirlas para que se queden quietas, conmigo, para que no me dejen solo en medio del ruido. Ya no sé por donde iba. Y es que me explico mal, no sé decirme. La vida es dádiva y es hechizo, un amor lento, que necesita del cuerpo de la belleza. Pocas cosas más sé. ¿Para qué, de todas formas? Es el amor el que me explica a mí, el que me da la vida. Y la herida y el aliento. Y lo que escribo es un ritmo de signos, de ámbitos, de intentos. Dejémoslo así. Vale.
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