Luz tabórica
por Juan del Carmelo
Para el oriental, contemporáneo del Señor, y también para una gran parte del actual, la luz forma parte de su vida, es su vida misma. Escribe Franz M. Willan: “En cuanto se pone el sol parece que la vida se ha extinguido... Al Mesías lo habían descrito los profetas como una luz que arrojaba las tinieblas y las sombras de muerte y alumbraba no solo a los israelitas sino a todas las gentes. Una fiesta con grandes iluminaciones servía de introducción a la de los Tabernáculos”. Y así es, numerosos exégetas, califican la intervención del Señor en la fiesta de los Tabernáculos, como: “El discurso de la luz”, mencionando también el llamado “discurso del agua simbólica”.
En la fiesta de los Tabernáculos, al atardecer desde el primer día, los sacerdotes encendían grandes lámparas e innumerables luces de todas clases. Estas luces iluminaban el desarrollo de danzas y alegres festejos que se celebraban. Estas danzas eran ejecutadas especialmente por los más célebres doctores y hombres más destacados de la nación. ¡Vamos, algo así!, como si el día de la constitución se celebrase con una danza pública del presidente del gobierno y los ministros, acompañados de los presidentes de las más importantes sociedades nacionales. En este ambiente festivo, aprovechó el Señor esta circunstancia para manifestar, entre otras varias cosas los siguiente: “Jesús les habló otra vez diciendo: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida”. (Jn 8,12).
La asociación de la luz, a la esencia de Dios, es repetitiva en la Biblia donde en forma directa o indirecta se menciona el término “luz” 350 veces, dejándonos bien clara, la asociación de la Luz con Dios y la, de la oscuridad o tinieblas con el demonio. En los primeros versículos del primer libro de la Biblia, en el Génesis, ya se nos pone de manifiesto la antítesis entre luz y tinieblas y Dios lo primero que hizo al crear el mundo fue borrar las tinieblas creando la luz, porque las tinieblas o la oscuridad no existe como entidad con propio ser, sino que simplemente son la ausencia de la luz, al igual que el mal en sí, no es otra cosa que la ausencia del Sumo Bien que es Dios. “En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos, confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas. Dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien, y apartó Dios la luz de la oscuridad; y llamó Dios a la luz “día”, y a la oscuridad la llamó noche” (Gn 1,1-5).
En los salmos reiteradamente se nos menciona la luz, en referencia a la que emana del rostro de Dios. Así: “Muchos dicen: ¿Quién nos hará ver la dicha? ¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro! Yahvéh” (Sal 4,7), o bien identificando al Señor con la luz: “Yahvéh es mi luz y mi salvación, ¿a quién he de temer? Yahvéh, el refugio de mi vida, ¿por quién he de temblar?”. (Sal 27,1). O bien identificando la luz del Señor con nuestra luz: “En Ti está la fuente de la vida, y en tu luz vemos la luz”. (Sal 36,10). Para recorrer el camino hacia Dios necesitamos su luz: “Envía tu luz y tu verdad, ellas me guíen, y me conduzcan a tu monte santo, dónde están tus Moradas”. (Sal 43,3). Son muchas las alusiones que se encuentran en los salmos a la luz de Dios (Sal 44,4; 45,20; 56,14; 89,16; 90,8; 97,11; 104,2; 112,4; 119,105;
De la luz del Señor, claramente tenemos noticias en el pasaje evangélico referido a la Transfiguración del Señor en el Monte Tabor, es esta la luz que podemos llamar “Luz tabórica”: "Seis días después tomo Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano, y los llevo aparte, a un monte alto. Y se transfiguro ante ellos; brillo su rostro como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías hablando con El. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, una para Moisés, y otra para Elías. Aun estaba el hablando, cuando los cubrió una nube resplandeciente, y salió de la nube una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia; escuchadle. Al oírla, los discípulos cayeron sobre su rostro sobrecogidos de gran temor. Jesús se acerco, y tocándolos dijo: Levantaos, no temáis. Alzando ellos los ojos, no vieron a nadie, sino solo a Jesús. Al bajar del monte les mando Jesús, diciendo: No deis a conocer a nadie esta visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”. (Mt 17,1-9).
Si partimos de la base que nos señala San Juan de que Dios es amor, y tenemos en cuenta la luz que emana de Dios e ilumina su rostro, comprenderemos entonces esa extraña afirmación que hacen todas las personas que han tenido una experiencia NDE (Near dead experience) y que llegaron a contemplar desde lejos, una maravillosa luz deslumbrante, pero que no deslumbra, sino que ella emana amor. El concepto de la luz material que nosotros tenernos, no nos permite afirmar que de la luz pueda emanar, sabor u olor y mucho menos un sentimiento como es el amor, ya que estos, no son atributos de la materia, y mucho menos amor, el cual es un concepto inmaterial perteneciente al orden del espíritu.
La luz del rostro de Dios, la que emana de Él, es la luz tabórica, la cual como sabemos ciertamente la contemplaron los tres apóstoles. Puede ser que haya habido personas con auténticas experiencias NDE, que hayan podido llegar a intuir desde lejos, esa maravilla que nos espera y que es la luz del rostro de Dios, pero plenamente no la vieron en toda su intensidad, pues he sabido, que nadie de este mundo hasta que muere puede llegar a contemplar el rostro de Dios en su plenitud. Y entretanto, hasta que nos llegue ese momento, ocupémonos en limpiar con todo esmero las legañas que tenemos con los ojos de nuestra alma, pues será a través de ellos como un día podremos llegar a contemplar la luz del rostro de Dios, si es que tenemos interés en ello.
Me parece oportuno cerrar esta glosa con una afirmación de Máximo el Confesor, que decía: “Cuando un hombre ha experimentado durante largo tiempo la iluminación divina, él mismo se hace luminoso”. Hagámonos pues, también nosotros, luminosos, fuerza de orar y contemplar si Dios nos regala ese don.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.