Sábado, 02 de noviembre de 2024

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María, "muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre"

por Guillermo Urbizu

 

Porque de eso se trata, de acercarnos a la intimidad de Dios, paso a paso. ¿Qué otra historia es la que se nos cuenta en el Evangelio? ¿Qué otra es la bienaventuranza más alta de alcanzar en esta vida, donde es obvio que abunda el desasosiego o la impotencia, y más si nos empeñamos en la soberbia como sistema o tesis o ideología? El hombre está hecho para amar, para hacerse con la eternidad ya desde la tierra. El alma sufre por muchas cosas, pero sobre todo sufre por estar lejos de Dios; por negar a Su Padre, o por estar demasiado ocupado en una bruma de inconsistencias. La realidad de Dios la llevamos inscrita en nuestra mirada, en nuestra sed de infinito que no consigue aplacarse con cuatro vaguedades, aunque sean muy catedráticas o televisivas.

La realidad de Dios es nuestra esencia, nuestro vivir cotidiano. Sale Dios a nuestro encuentro todos los días, y lo esquivamos o procuramos cambiar de tema o de acera. Dios no está en las nubes -bueno, sí, pero ya me entienden- o a años luz de nuestro tiempo. Dios está aquí, en 2010, en España o en el Congo, en Nueva York o en Oporto. En la trepidación de sus calles o en los surcos de los campos. Dios está en la lectura del periódico o en la de Vila-Matas o Claudio Magris. Dios está en el trabajo y en el fútbol, y en la belleza de nuestro amor mientras se desnuda muy despacio. Dios está en los afanes de la familia, en la playa donde se tumban las olas y las almas con su espuma o en la montaña donde quizá atisbemos un resquicio de Su rostro. Y Dios nos acompaña al cine y Se sube con nosotros en el coche. Dios por uno de Sus hijos ¿de qué no será capaz? Dios nos contempla, e incluso hasta la persona más horrible siente alguna vez esa mirada, esa inquietud, esa llamada.

No hay templo tan magnífico como el mundo, ni sagrario más rico que un alma enamorada del amor de Dios. Debemos mirar con más detenimiento la vida, lo que sucede dentro y fuera de nosotros, y lo que ocurre con los otros, tantas veces ajenos, como si nada. Y descubrir la alegría de ese Dios que nos quiere y que nos espera con toda la fuerza de Su omnipotencia, de Su ternura y de Su gracia. Por los siglos de los siglos. ¡Cómo nos querrá que Se hizo hombre y murió ejecutado por nuestros pecados! (Todavía sufre de vernos sufrir, ¿y nosotros?). Para resucitar(nos) al tercer día y liberarnos de la peor de las esclavitudes y pandemias. Pues no hay virus más letal que el del pecado, ese empeño levantisco, ese blasfemar en lo más sagrado, y confundir la libertad con el escarnio. ¡Cómo nos querrá Dios que quiso nacer de mujer en este mundo, en un rincón de aquel imponente imperio romano! Y resultó que en el vientre de una virgen llamada María se obró el prodigio. Los ángeles no dejan de estar asombrados. Era el inicio de nuestra felicidad más completa. Era el misterio más genuino de la paternidad de Dios y la transformación absoluta -por divina- de la historia de la humanidad.

En efecto, todo cambió. Y la historia universal, con todas sus innumerables almas y vicisitudes, tomó otro rumbo. El rumbo de la Misericordia de Dios, el rumbo de Cristo que Se quedó con nosotros hecho sacramento. Y con Él, el rumbo de María, Madre de la divina gracia, Madre de Dios. Aunque pueda parecer que no, que el mundo sigue igual o que incluso va a peor (desde luego las trazas no son como para echar las campanas al vuelo). Pero ya nada es lo mismo. Cristo nos rescató con su civilización de Amor. Y María, madre nuestra, con su fiat, nos muestra que el Cielo está empeñado en hacer de nuestras vidas, si queremos, algo que no soñaríamos jamás. Madre de vida interior, maestra de santidad. Ella es la que nos sugiere el camino, la que intercede, la que consuela; y la que nos llama a la conversión en cientos de apariciones y confidencias. María, “muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre”, muéstranos Su voluntad que estamos mil veces ciegos y obtusos y perdidos en la inmediatez de absurdas cavilaciones. Muéstranos, dinos, enséñanos a tratar a Dios, a pedirle perdón en el confesionario, a no ser por más tiempo mezquinos y decidirnos por fin a dar la vida por Él. Con Él y en Él.
 
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