Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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"Soldados a caballo", de Doug Stanton

por Guillermo Urbizu



Que el Islam está en expansión es un hecho. Que desde hace quince o veinte años este proceso se ha acelerado y que es hipercombativo es otro hecho. La inmigración, su alta tasa de natalidad, el mírame y no me toques hacia su religión desde la acomplejada Europa cristiana (¿lo es todavía?), la continua inyección de petrodólares en todo tipo de asociaciones afines, la falta de personalidad política en Occidente (la instauración definitiva de lo políticamente correcto hace que estemos en coma espiritual), la pérdida progresiva de la identidad cristiana (promovida por gobiernos laicistas con una obsesión anticatólica evidente en beneficio de todo lo demás), una legislación que consiente lo inimaginable (con el uso y abuso que ellos hacen de nuestras propias leyes para sus fines), etcétera. Sí, el Islam está en todos los sitios. Y esto, repito, es constatar un hecho. Un hecho que provoca recelos -que no racismo- en multitud de personas. Porque hay personas que tienen criterio, que ven y piensan por si mismos. Personas que se resisten a ser colonizados por la desidia o por ese idioma demagógico plagado de eufemismos y mentiras instalado en las esferas de poder. Personas que leen y están lo suficientemente orgullosos de su cultura cristiana -pese a ser agnósticos o ateos o lo que fueren- como para llamar a las cosas por su nombre y decir basta.

Y en la entraña del Islam -entre otras cosas-, con sus diversas sectas y perspectivas, está la yihad, la guerra santa, que es mucho más que un concepto. El proselitismo por las bravas o por las armas. Asunto que algunos espabilados explotan a su antojo, o que otros -o los mismos- han convertido en una de las mayores lacras para el mundo en forma de terrorismo. ¿Quiere esto decir que todos los miembros del Islam son malos malísimos y taimados o están descerebrados? Para nada. Alguno habrá sensato, no lo dudo. Alguno habrá que tenga bondad de alma y sienta la misericordia de Dios (o de Alá) como el principal motor de sus vidas, alejados de la violencia y del odio. Pero el caso es que nos está tocando tratar y sufrir con la peor versión islamista. Al menos la que más se publicita mediante discursos o el drama de sus hechos. Al Qaeda nació en este caldo de cultivo de radicalización y de policía religiosa, de venganza y de dinero a espuertas. Y llegó el 11 de septiembre de 2001. Una tragedia que conmovió los cimientos de Occidente, y las almas de millones de personas. Muerte, muerte, muerte. Sangre a raudales. Terror. Una gran cantidad de héroes sepultados por la ignominia. La guerra ya existía de hecho, pero ahora quedaba declarada. El estremecimiento y derrumbe de las Torres gemelas supuso para muchos (no todos, pues los hay que trapichean con el mal hasta el suicidio), supuso, digo, el quitarse la venda de los ojos, el sentir el miedo muy cerca, muy dentro.

No soy un experto, pero creo que la política norteamericana se diferencia de la europea en algo que no es precisamente banal: tiene arrestos. Y principios. Y cierta decencia. Tiene un mínimo sentido moral de su ejercicio. Es la gran diferencia. Por eso lleva décadas -ya supongo que no todo es de color de rosa- salvando el culo a la vieja Europa (hay otras formas de decirlo, pero ésta es la más expresiva). Ya no voy a hablar de las guerras mundiales, etcétera, pero quiero recordar como en el conflicto de la ex Yugoslavia -a cuatro pasos de nuestras casas- todos nuestros graves y circunspectos políticos ejercieron de estatuas. Una vergüenza más para la colección. ¿Y ahora? Pues mientras Europa se llenaba de muy buenas palabras e intenciones, de condolencias, los Estados Unidos declararon la guerra al terrorismo. Tal cual. Una guerra que se libra de manera mucho más sibilina, una guerra cuyas trincheras no sólo están en el campo de batalla o en los escondites de Al Qaeda. El frente está en nuestras mismas ciudades. Otra cosa es que no queramos verlo o que intentemos vivir así de tranquilos o pasmados sin pensar demasiado. Pero los hechos son los hechos y están ahí.

El objetivo fue Afganistán. De momento. Allí estaba una buena parte de Al Qaeda sosteniendo al gobierno (si se puede llamar así) de los talibanes; un régimen teocrático, fundamentalista y asesino. Títere, creo, de otras fuerzas más oscuras y terribles. Y por primera vez en una guerra emprendida por los USA comenzaron la lucha las Fuerzas Especiales, junto con unos cuantos miembros paramilitares de inteligencia, de la CIA. Un pequeño grupo de hombres de los cuales apenas se sabe nada. Especialmente entrenados para hacer lo que hicieron: luchar y ganar sin ser detectados. Y su historia es la que nos cuenta Doug Stanton en su libro Soldados a caballo (editorial Crítica). Bueno, voy a decir lo que se suele en estos casos: se lee como una novela. Pero es historia. Historia muy reciente. Protagonizada por personas que hacen de la discreción y del silencio su principal divisa. No, no es una novela. Mientras sigues adelante con la lectura tomas conciencia de lo que supusieron estos hombres. Y vuelves atrás, y consultas la lista de “Protagonistas principales”. Guerra de guerrillas. Diplomacia con los líderes de la Liga del Norte. Localización del enemigo. Eficacia contrastada. Largas marchas a caballo. Y con esos pequeños caballos, descendientes de aquellos otros que cabalgaron los mongoles o los hunos, verdaderas cargas de caballería (la fotografía de la portada es esclarecedora) a pecho descubierto. La victoria de Mazar o la batalla de Qala-i-Janghi. Épica pura y dura.

En dos meses derrotaron al ejército talibán. 350 soldados de las Fuerzas Especiales, 100 agentes de la CIA y 15.000 soldados afganos se impusieron a un ejército de 60.000 talibanes. En aquellas escarpadas montañas el capitán Nelson o el agente Mike Spann (muerto en acto de servicio), o el sargento primero Milo, o el comandante Mitchell, o la pericia del sargento primero Sam Diller lograron hacer bien su trabajo. Junto con otros, son nombres que no se olvidan fácilmente. Di comienzo a este libro por curiosidad, lo confieso, simple curiosidad. Pero la curiosidad fue dejando paso a la admiración y al agradecimiento. Sentía claramente que ellos luchaban por todos nosotros, por esta civilización occidental en tantos aspectos pacata y sin orgullo.
 
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