No me da la gana dejar de hablar de Dios
por Guillermo Urbizu
Me dicen que ya no escribo casi sobre literatura, que debería poner más libros sobre mi escritorio. O unos cuentos. Me dicen que desde hace un tiempo sólo escribo sobre asuntos de fe o religiosos, que no hago otra cosa que tratar sobre el alma y su Cristo. Me dicen que me pongo muy confesional y eso, que si la santidad o cualquiera de todas esas virtudes tan remilgadas. Me dicen que puede que el personal se aburra de tanta monserga, o que no le interese leer asuntos que al fin y al cabo son íntimos de cada uno y punto. Me dicen que es un exceso y que me vaya olvidando de ser alguien en esto de las letras, a quién se le ocurre estar continuamente mentando a Dios, que una cosa es una cosa y otra muy distinta enfatizar tanto lo divino. Vamos, que debería tratar a Dios en privado, guardármelo escondido y dejar el cielo para los poemas.
Pero qué quieren que les diga. No me da la gana. Así de sencillo y libérrimo. Creo que es hora de sacar un poco la cara por Dios y por lo bueno. Es hora de proclamar sin ambages que uno reza y que puede ser santo escribiendo palabras, o vendiendo en Zara, o limpiando las aceras. ¿Saben?, llega un momento que la cobardía cansa, y cansa la vergüenza, y cansa una vida sin alma. Y por lo tanto una literatura sin alma (¿sin alma hay literatura, hay vida que viva?). Te das cuenta que tus días, sin el amor de Dios, pasan sin más -como esos ríos manriqueños-, sin dejar un rastro que merezca la pena. Y te decides a tomarte tu fe en serio. Al menos a intentarlo. Y te trae al pairo lo que digan los demás, bendita liberación. ¿Cómo puedo ignorar a mi Padre en lo que hago y digo? ¿Cómo puedo ir por el mundo sin proclamar con orgullo que soy hijo de Dios? ¡Pero si dio por mí Su Vida!
Pasar por alto a Dios sería una villanía por mi parte. Y una estupidez. Soy testigo de Su misericordia. Sé lo que digo. Por ello me parece de ley ser agradecido, ser coherente. Debo escribir de lo que amo, de lo que me hace feliz. Aunque en ocasiones se cruce de por medio la borrasca del dolor o la tibieza, o el temporal de la angustia, y también lo escriba. Miras al Crucificado, hecho un guiñapo y Hostia, y vas aprendiendo incluso a amar ese dolor que llega y llaga y purifica. Por amor. Tu vida entera se transforma. Y vives de otra manera. Por amor. Y escribes de otra manera. Por amor. Y trabajas de otra manera. Por amor. Y la historia universal es su destino eterno o no es nada en absoluto (como la historia de la literatura universal). Y llegado el momento -lo he visto, lo he visto- se muere también de otra manera. De puro amor.
Debemos ir derechos al alma. Hablar del diálogo con Dios que es la belleza o la familia o etcétera (verdadera oración). Sin miedos. Que ya está bien de mentiras y demás ácida propaganda de odio y cenizas. Derechos, derechos al alma del hombre. Donde radica la esencia y la metafísica, y la poesía y la inteligencia. Donde se inicia la gran aventura de la vida. Y desde el alma progresar en el amor que nos conforma y conforta. Y contarlo. Con esa caligrafía imperfecta que es nuestro devenir cotidiano. Somos hechura Suya (Efesios 2, 10), ¿cómo soslayar Su Presencia y Providencia? Yo no puedo evitar escribir de lo que amo, de lo que llevo en el corazón, de lo que vivo. Y de esta sed de infinito que me trae loco.
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