Domingo, 22 de diciembre de 2024

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La necesidad de vivir la virtud de la pureza

por Guillermo Urbizu


Sé que a estas alturas de la película no parece muy oportuno hablar de la pureza. De la virtud de la santa pureza. Resulta incómodo y enojoso, como que molestas. ¿Pureza? ¿Vivir con pudor, dominio y sensatez el propio cuerpo y respetar el ajeno? ¡Venga ya!, te dicen. ¿De qué siglo vienes? ¿Pureza? Tonterías, complejos, habladurías de monjas. Como si el cristiano consecuente (o cualquier persona con sentido de la decencia) fuera un ser extraño, de otro planeta; como si se diera por hecho que el estado óptimo de la intimidad sexual del hombre fuera la promiscuidad o el me apetece. El egoísmo a ultranza. El cuerpo a solas, o en compañía, pero sin alma. Con engaños y fantasías, o haciendo el amor a distancia, aunque no te comas una rosca. ¿Pureza? No, no. Imposible, y además una patología. Así comentan y escriben. Lo normal es la exhibición no el recato o la delicadeza. La fidelidad o la continencia son una cárcel, una asfixia. No hay que negarle nada a los apetitos de la carne. ¿Pureza? ¿De qué me hablas?

Pues sí, pureza. Que la razón domine las potencias. Que no nos comportemos como animales y encima presumamos de ello. Encima o debajo, o en el medio. Que haya lucha y seamos capaces de rectificar el rumbo si es preciso. Nadie se puede acostumbrar a lo zafio y a esa tristeza. El sexo es uno de los bienes más preciados que posee el hombre, con el que nos damos la vida. Si lo rebozamos de cieno pierde su gracia, su encanto, su misterio, su destino de santidad. Y el alma sufre, aunque lo disimule entre carcajadas o palabras huecas. ¿O no? La virtud de la pureza es posible. Y es necesario reivindicarla. Porque es lo más humano. Lo más humano no es el vicio, lo diga quien lo diga, sea porquero o ministra. Cualquiera lo puede experimentar. Ya no es sólo una cuestión de moral, es una cuestión de sentido común y de alegría. Una alegría espiritual, sin duda (por humana). Que se pierde cuando nos dejamos llevar por el yo. Porque se trata de una cuestión de amor, de darse. De trascender la belleza, el deseo, el cariño, los sentidos y el orgasmo.

La pureza no se avergüenza de nada. Todo lo contrario. Y no es bobalicona o simple. Pone a buen recaudo la maravilla, el milagro de amar y ser amados. La pureza debe ser cauta que no pacata. La pureza debe conservar la mirada limpia que no ciega. A cualquiera normalmente constituido le gusta la hermosura del cuerpo humano. En una película o en la calle. En esa cadencia y en ese ritmo que nos aceleran el pulso de repente. En esos ojos, o en esas manos o en el tallo de esas piernas. Pero la admiración de lo bello es una cosa y otra demorarse en pensamientos, posibilidades y detalles. No pasa nada, pero sí pasa. Y no es una cuestión de escrúpulos puritanos. Es una cuestión de finura, de elegancia (de la de adentro) y de respeto. Hacia nosotros mismos y hacia los demás. Solteros o casados, mayores o pequeños. La pureza nos dignifica y nos hace libres. Libres de arteras pornografías y de viles conjuros publicitarios o políticos. O lo que sea. El hombre es inteligencia y es amor, no algo irracional y esclavo de bajas pasiones, no una enfermiza obsesión que poco a poco nos devora la felicidad y el alma.

Hoy la pureza -esa belleza del corazón- es más necesaria que nunca. Porque el hombre necesita redescubrir su mirada, su creencia, su alegría. Necesita -lo necesitamos todos- poner en orden su casa y su conciencia y su imaginación y sus caricias. El hombre necesita recuperar un poco de sensatez en su vida, y cambiar de canal y huir de la tentación cuando se presenta y no dar la esperanza por perdida ni tergiversar su naturaleza. Y seguramente nunca lleguemos a alcanzar la pureza del todo (ya sabemos que hasta el más justo peca y cede) y nos cueste la intemerata, como es normal, pues somos lo que somos: carne y flojera. Pero esa lucha por vivirla nos dará paz y poco a poco se hará más nítido el amor de Dios, que es de lo que se trata.

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