¿Un sacerdote con nietos?
Nietos, hijos y una enorme familia. La que llenaba a rebosar la catedral de Pamplona un lunes laborable a las tres de la tarde para asistir a su funeral. Un acontecimiento realmente atípico pero que cualquiera que haya conocido a Antonio Pérez Mosso entenderá sin necesidad de mayores explicaciones. “¿Quién nos iba a decir que la catedral se iba a llenar en un entierro celebrado a las tres de la tarde de un lunes?”, se preguntaba el deán, D. Carlos Ayerra, al finalizar la ceremonia. Sorprendente, sí, pero no tanto para quienes tuvimos la suerte, el regalo, de conocer a Antonio.
Antonio Pérez Mosso fue, ante todo, sacerdote, un sacerdote bueno, sabio y humilde, cuya fecundidad espiritual se va conociendo más y más a medida que quienes le trataron dan testimonio de su impacto en sus vidas. Fundador de la Hermandad de Hijos de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, falleció en Pamplona el pasado 23 de enero. Al día siguiente de su muerte, el 24 de enero, tuvo lugar su funeral en la catedral de Pamplona, presidido por el Arzobispo, D. Francisco Pérez González, uno de esos momentos que se quedan grabados en la memoria de quienes tuvimos la suerte de poder asistir.
Los que hemos recibido el regalo de que Antonio se cruzara en nuestras vidas sabíamos que era mucho más que el profesor que había escrito esos magníficos Apuntes de Historia de la Iglesia o incluso más que el fundador de una Hermandad sacerdotal que tanto bien está haciendo allá donde se encuentra. No es que no sean aspectos importantes de lo que fue la vida en la tierra de Antonio Pérez Mosso, es que cuando hablabas cara a cara con él experimentabas, desde el primer momento, que estabas ante alguien sencillo, humilde, sin humos, un hombre bueno, entrañable, bondadoso a más no poder y por eso mismo tan querido. Pero que nadie se engañe: bueno sí, buenista nada de nada. Antonio había comprendido profundamente los males del mundo y descubierto el remedio, y por ello no había contradicción alguna entre su bondad y su certero y afilado juicio: lo que estaba en juego era la salvación de las almas, a las que tanto amaba. Un poco de trato con Antonio bastaba para darse cuenta de que tras su constante despiste había alguien con una intensa vida interior (que afloraba a la superficie en sus frecuentes exclamaciones bendiciendo a Dios), alguien que comunicaba los grandes ideales de su vida con un convencimiento que no dejaba indiferente. De Schola Cordis Iesu había aprendido y hechas suyas la afirmación constante de Cristo como único y verdadero salvador del hombre y de la sociedad, la esperanza en su Reino sobre los poderes de este mundo y el camino de la pequeñez marcado por Santa Teresita como clave de su profunda y entrañable vida interior.
Por todo esto, a quiénes lo habíamos tratado no nos sorprendió ver la catedral hasta los topes, a pesar del día y la hora. Sin embargo, se cumplió nuevamente aquello prometido a los devotos del Sagrado Corazón, que reciben siempre más de lo que esperan. En efecto, la celebración en la Catedral nos llenó a todos de gozo, admiración y agradecimiento al Señor al contemplar la fecundidad apostólica de este sacerdote según el Corazón de Dios. Difícilmente podremos olvidar lo que contemplamos: la larga procesión con el féretro de Antonio, el altar rodeado de sacerdotes jóvenes, muchos de la Hermandad de Hijos de Nuestra Señora del Sagrado Corazón fundada por él, esos mismos sacerdotes, con sus casullas negras, entonando el himno de la Hermandad alrededor de los restos de su fundador, y los bancos de la iglesia ocupados hasta el final de la nave central por abuelos, padres de familia, hijos, nietos e incluso algún biznieto (y también algunas religiosas). Era la Iglesia como una gran familia, rezando y sobre todos agradeciendo el regalo que ha sido Antonio Pérez Mosso para los allí reunidos. No había tristeza, aunque le echaremos en falta, sino un profundo consuelo, un enorme agradecimiento e incluso la alegría del convencimiento interior de que Antonio está en compañía de su gran Amor.
Agradecimiento por su vida, por su persona, por estos casi 80 años que el Señor lo ha puesto entre nosotros. Por sus venas corría la sangre de una historia terrible, la historia de unos años de cambios, de convulsión y de crisis fuera y dentro de la Iglesia. Nacido en Alemania en plena Segunda Guerra Mundial, había vivido en primera persona la crisis postconciliar o el terrorismo de ETA, por citar momentos especialmente convulsos. Una historia que ha dejado su huella y que ha provocado que muchos de sus contemporáneos abandonaran la fe de sus padres. Con profundo dolor Antonio tuvo que ver cómo no pocos compañeros de sacerdocio se desviaron por otros caminos, seducidos por ideologías prometeicas que arrastraron a tantos y que han dejado el campo sembrado de sal.
Antonio, por el contrario, siendo muy consciente de lo que estaba ocurriendo, entregó su vida por completo al Señor, viviendo siempre con humildad su sacerdocio, dedicado con alma y cuerpo durante muchos años a sus parroquias rurales de Navarra, y otros tantos como formador en Seminarios de Chile y en el de Pamplona. En medio de las convulsiones de las que hablábamos, Antonio Pérez Mosso permaneció siempre fiel y su fidelidad ha sido de una fecundidad admirable, más admirable aún por los años en los que le ha tocado vivir. Quizás haya que buscar la razón de todo ello en algo muy propio de Antonio, su profundo amor a la Iglesia, edificada sobre la roca de Pedro, y que a pesar de todos los borrones con los que los hombres nos empeñamos en desfigurarla, sigue siendo muy bella. Antonio supo ver más allá de la superficie y así se enamoró de la Esposa de Cristo con un amor contagioso, un amor que orientaba y animaba toda su vida.
Esta fidelidad en medio del temporal ha dado frutos abundantes. La foto del momento de su entierro en Tafalla ese mismo lunes, tras la celebración en la catedral, rodeada de sacerdotes, padres de familia y niños, dice mucho, lo dice todo. Antonio ha sido un sacerdote con hijos y nietos porque esperó contra toda esperanza, contra todo lo que sucedía en torno suyo, viviendo en el corazón de la Iglesia con su corazón puesto en la promesa dada por el Corazón de Jesús a Santa Margarita Maria de Alacoque: “Reinaré a pesar de mis enemigos”. Y el Sagrado Corazón cumplió con su parte, derramando bendiciones abundantes sobre sus empresas. ¡Qué alegría en el cielo y en la tierra por su vida!