Si me queréis, ¡irse!
J. R. R. Tolkien cuenta en su libro “El Silmarillion” que el Enemigo, Morgoth, quien al principio trató de estropear toda la tierra por odio a los elfos, pidió perdón tras tres edades de cautiverio, y pareció arrepentirse de todos sus errores, y fingió ser amigo de los elfos. Poco a poco, les fue envenenando con mentiras, medias verdades, y opiniones falsas sobre los Poderes Buenos de este mundo, hasta que finalmente un grupo de elfos rompieron la unidad y trataron de arrastrar a todos los elfos en su apostasía.
Algo parecido parece estar sucediendo en la Iglesia en nuestros días. El relativismo y el rechazo de la autoridad habían sacudido a la Iglesia durante el siglo XX, en cuya segunda mitad se renegó de la Tradición católica, abogando por una adaptación a los criterios mundanos en materia moral, litúrgica, pastoral y eclesial. Se puso en duda la autoridad de los pastores, la moral sexual, el celibato, el sacerdocio femenino, etc. Los poderes del mal se habían introducido en la Iglesia, intentando forzarla a cambiar su doctrina inmutable para hacerla más aceptable. Como dijo san Pablo VI, el humo de Satanás había penetrado en la Iglesia. Los enemigos estaban dentro. Pero se levantó un gigante, san Juan Pablo II, que desenmascaró las mentiras del Enemigo, y lo encadenó. Puso punto y final a todas las discusiones y dejó claro clarísimo lo que era y lo que no era la Iglesia. Los aliados del Enemigo huyeron y se escondieron, y fingieron estar arrepentidos, o al menos, callaron.
Pero la pesadilla que parecía exterminada, con el tiempo, se ha vuelto a levantar. Morgoth ha vuelto a suscitar suspicacias y divisiones en la Iglesia, y los que parecían vencidos se han levantado de nuevo, envalentonados. No estaban arrepentidos de verdad, solo habían cambiado de color, y simplemente habían callado esperando una nueva hora de tinieblas. Y esa hora, finalmente, ha llegado. Y el Enemigo, con su hueste de adversarios, se ha levantado de nuevo, tratando de sublevar a los hijos de la Iglesia contra su propia Madre, socavando los cimientos de la verdad católica.
No voy a analizar las causas de por qué Morgoth ha vuelto a alzarse, ni por qué han caído las barreras que mantenían contenidos a los enemigos. El caso es que de nuevo hoy los detractores tratan de arrastrar a los fieles en su apostasía, renegando de la moral sexual de la Iglesia en materia de homosexualidad, ideología de género, celibato, familia, anticoncepción… Han vuelto a cargar contra la tradición litúrgica de la Iglesia, contra la indisolubilidad del matrimonio, contra la inmutabilidad del dogma. Y notemos que no se trata de enemigos exteriores, sino de gente de la Iglesia que pretende cambiar la propia Iglesia.
No necesito cortarme en poner ejemplos. El primero, el del camino sinodal alemán, en el que la mayoría de los obispos alemanes han votado a favor de tesis revisionistas, faltando a su deber de comunión con la Tradición y con la Iglesia Universal. Y como ellos, muchos otros pastores, obispos y sacerdotes, en público y en privado, reniegan o pretenden cambiar a la Iglesia en temas que no son discutibles, por su base bíblica, patrística y magisterial. Cómo no recordar al jesuita James Martin, quien propuso incluso revisar la Biblia. Aquí en España tenemos una buena caterva de influencers que contravienen constantemente la doctrina y piden cambios en materia de moral sexual sin que sus obispos o sus superiores les digan nada. O bien sí que se lo dicen, pero no les hacen caso, porque siguen erre que erre. En el resto del mundo los aliados de Morgoth hacen lo mismo.
Los elfos rebeldes, finalmente, se exiliaron de Valinor, la Tierra Bendecida, y se marcharon. ¿Por qué no hacen lo mismo los adversarios de la Iglesia? La Iglesia es lo que es. La verdad no se impone: se propone. Pero esa verdad es la que es. No cambia. No puede cambiar. Por el sencillo hecho de que se basa en la Buena Noticia que Jesús predicó, y que confió a la Iglesia para que esta la mantuviera incólume e inalterada a lo largo de los siglos. Una noticia no se discute; o se acepta, o no se acepta. La Iglesia es jerárquica, y tiene un poder compartido pero ordenado, no es una democracia; ciertamente los pastores deben escuchar al Pueblo, pero sobre todo deben escuchar a Dios, y mantener firme la doctrina recibida. La moral sexual tiene una coherencia lógica con la creación de Dios, que el Enemigo quiere corromper. La Iglesia defiende esta verdad, y no puede permitir que se deforme, porque entonces no solo capitularía de su deber sagrado, sino que también dejaría al hombre a merced de los lobos, que lo despedazarían sin piedad.
Los hijos de la Iglesia, los que la aman, deben permanecer fieles a la doctrina. Deben formarse para ver qué es mutable, y qué no lo es. Deben huir de amoldarse al mundo, para amoldarse a Dios, que se ha revelado en la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio. Deben obedecer a la autoridad constituida. Y si esta no se pronuncia, deben obedecer al Magisterio.
Y si no aceptan a la Iglesia como es, deben marcharse, como hicieron los elfos. Para ser parte de la Iglesia hay una serie de condiciones. No basta con estar bautizado. Hay que mantener la vida de gracia, aceptar el Magisterio eclesial, y predicar la doctrina sagrada, no cambiarla o adaptarla. La Iglesia ya tuvo un salvador, y es Jesucristo. Incluso los santos que más influyeron el que la Iglesia pudiera cambiar – dentro de lo que es materia de cambio – jamás dejaron de someterse a ella. Si no están dispuestos a ello, deben marcharse, porque no cumplen las condiciones necesarias para ser parte de la Iglesia. Deben marcharse a otra confesión de las que ya han roto con la tradición, o fundar la suya propia, de todo lo cual darán cuentas el día del Juicio, por descontado.
Pero, ¿cómo es eso de que hay condiciones para ser parte de la Iglesia? ¿Dónde queda el mantra de que “la Iglesia somos todos” o de que “todos tenemos cabida en la Iglesia”? Bueno, es que la Iglesia no somos todos. Somos los bautizados en comunión con la Iglesia Católica. Los demás no forman parte de la Iglesia. Y no pasa nada. Y todos tenemos cabida en la Iglesia, siempre y cuando nos convirtamos, de mente, opinión y comportamiento. Si no, no estamos en comunión con la Iglesia, y por lo tanto, no somos Iglesia. Si un grupo de jugadores de ajedrez se metiera en un club de parchís, e influyeran poco a poco para que las reglas del parchís fueran cambiando hasta que acabara siendo como el ajedrez, ese club dejaría de ser un club de parchís. Si te gusta el ajedrez, ve a un club de ajedrez. Pero no pretendas cambiar el parchís para que sea como a ti te gusta. Así que invito a todos los disidentes a escuchar a Jesús, que nos dice, con buen acento andaluz: Si me queréis, ¡irse!