La gran esperanza
En estos días celebramos la natividad de nuestro Señor Jesucristo y los ánimos y los buenos deseos se disparan positivamente, más allá incluso de lo razonable. Enviamos felicitaciones a diestro y siniestro, incluso a nuestros amigos de la infancia que no vemos hace un siglo o al vecino del quinto con el que no hemos intercambiado una conversación más profunda que la típica del tiempo meteorológico, nunca satisfactorio, dicho sea de paso.
Al vaciar de contenido religioso y dejar reducido el mensaje cristiano a un mero sistema moral, la Navidad se ha convertido en una gran colección de cenas, regalos y sonrisas bienintencionadas que nos dejan el alma igualmente confusa y desorientada, porque no termina de entender la falta de autenticidad en nosotros y, sobre todo como siempre, en los demás. Es cierto que el encuentro familiar dota a estas fechas de un aire de comodidad y de confort humanamente agradable, aunque también es cierto que en algunos casos en la familia es donde se dan las tensiones, rencillas y desórdenes más radicales y más de uno acaba agotado física y psicológicamente estos días.
En cualquier caso, la Navidad siempre es un momento inevitable para ver con unos ojos más piadosos y esperanzados nuestra frágil realidad y nuestra delicada humanidad. Es un momento en el que queremos creer que nuestras expectativas pueden cumplirse, nuestros deseos pueden lograrse o nuestros anhelos pueden colmarse, independientemente de que tengamos fe en un Dios que se encarna y nace… o no.
Esta sociedad está empeñada en echar a Dios lejos de nuestra vida incluso lejos de aquellas fechas que le son propias y así nos encontramos, por ejemplo, con un festividad de todos los santos convertida en un festival de ridículos disfraces de muertos y de vampiros o una Navidad llena de buenos deseos y regalos y vacía de significado cristiano. La figura del niño Jesús ha quedado reducida a un estúpido buenísmo que nos obliga a ser como niños pacíficos y humildes, por lo menos durante una semana, cuando ni somos niños ni somos humildes… ni lo deseamos. En realidad, el hombre actual, sólo quiere justicia, ser respetado, estar sano, ser rico y ser libre… lo demás son cuentos de curas y monjas.
La suprema ignorancia del hombre actual sobre el hecho religioso es tan enorme que la próxima generación pondrá al caganer en el pesebre en un alarde filosófico de baja estopa que proclamará solemnemente la imposibilidad del hombre de recibir a Dios en su alma… porque no tendrá ni alma.
En esta Europa descreída y materialista que no concede credibilidad a nada que no sea científicamente demostrable, que lo católico suena a moralismo histérico, que la fe se identifica con superstición y que la iglesia es una gran fábrica de esclavos mentales, hablar de la encarnación y nacimiento de Dios, es una broma o un invento para hacer negocio o un síntoma de enfermedad mental.
Y sin embargo Dios no pierde la esperanza porque la esperanza es él. No se cansa de amar al ser humano a pesar de su rechazo y su desprecio. Dios sigue renunciando a su poder, a su dignidad, a su divinidad para acercarse al hombre y compartir su debilidad. Dios decidió bajar a la tierra mortal, nacer en el lugar más recóndito de la tierra para llorar y reír, sudar y comer, dormir y morir. Renunció temporal y parcialmente a su potencia divina, se encarnó en un cuerpo, y vivió con nosotros compartiendo su vida con aquellos que le rechazaban, le despreciaban y le ignoraban… y lo siguen haciendo hoy más que nunca.
Porque estos días celebramos no que seamos buenos, santos e inmaculados, o por lo menos, que tenemos la mejor de las intenciones para serlo, sino que Dios mismo es el que nos hace un poco mejores. No es nuestro mérito el que nos da derecho a que Dios se fije en nosotros, sino nuestra indigencia, nuestra debilidad, nuestra impotencia, la que motiva al Señor a venir a nosotros a rescatarnos de nuestros egoísmos y nuestras debilidades. Es la presencia de Dios entre nosotros la que nos eleva por encima de nuestras miserias y nos capacita para que podamos dar un poquito de nosotros mismos, es la santidad de Dios la que nos impulsa a vivir un poquito más en paz con nosotros y con los demás. No es nuestra bondad o nuestros humildad la que atrae al señor, sino nuestra más absoluta indigencia.
El hombre actual lo observa todo con una mirada humanista y materialista y cuando se pone a pensar en cosas del espíritu no va más allá de fantasmas, magias y moralinas. Y sin embargo, Dios nos recuerda un año más que solo hace falta una cosa para vivir con plenitud y satisfacción: dejarse visitar por Dios. El cristiano es un ser visitado, tiene la profunda experiencia de ser llamado, de ser amado y consolado por un ser superior y trascendente. Cuando se da ese encuentro entre el hombre y su Dios no existen ya moralismos ni creencias, no existen más buenísmos ni cumplimientos, sólo existe un profundo deseo de hacer la voluntad de Dios, porque el hombre comprende su indignidad, su miseria y su impotencia y ya solo le queda... confiar en la Gracia de Dios.
En aquel tiempo, María dijo: Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador porque ha mirado la humillación de su esclava.” (Lc 1, 46)
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