El Obispo Irurita por el Cardenal Segura
PRÓLOGO
«TOLLE, LEGE; TOLLE, LEGE»
«TOMA Y LEE; TOMA Y LEE»
(Confesiones de S. Agustín. Lib. VIII, cap. 12)
Los documentos pastorales del Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Manuel Irurita y Almandoz, al ser editados aparte como piadoso homenaje a su santa memoria, no necesitan presentación de ninguna clase. En este sentido rechacé de plano la amable invitación que recibí de prologarles.
Mas en el bondadoso requerimiento, vi una ocasión que me brindaba la divina Providencia de satisfacer una deuda sagrada de gratitud o al menos de reconocerla públicamente. Soy deudor de incontables atenciones y deferencias de aquel ejemplarísimo prelado, nacidas de su gran corazón y de su eximia caridad.
Hoy su santa vida, coronada por los esplendores del martirio, a cuantos nos reconocemos deudores de sus bondades nos da especial derecho a dirigirle las palabras de la santa Iglesia a la patria donde mora.
“Sacerdote y Pontífice, obrador de virtudes. Pastor bueno en el pueblo… ruega por nosotros al Señor”.
¡Con cuánta verdad y justicia le cuadra el dictado más sublime que puede apetecer un prelado de la santa Iglesia “Pastor bueno”! “Bonus pastor, decía el divino Maestro (Juan 10, 11), animam suam dat pro ovibus suis”. “El buen pastor… da su vida por sus ovejas”.
Palabras de ese “pastor bueno” son los documentos pastorales, que cuidadosamente recogidos y ordenados e ilustrados con discretas notas históricas, publica el digno sacerdote, primicias de mi ministerio episcopal y fiel colaborador suyo y confidente durante su pontificado en Barcelona.
Estos documentos pastorales son el fiel reflejo de una vida completamente consagrada al bien de las almas que la divina Providencia le confiara en tiempos tan difíciles como adversos. Reflejo tan fiel que bien puede decir que constituyen estos escritos pastorales una como autobiografía del meritísimo prelado, a quien el pueblo denominaba el santo obispo de Barcelona, y a quien, cuantos desde lejos seguíamos las pruebas y vicisitudes de la Iglesia española en aquella época de tristísima recordación, venerábamos, admirábamos y amábamos.
El alma del prelado ejemplar se transparentaba en sus discursos hablados y escritos. Fundamental es, según las enseñanzas de los Santos Padres y Doctores, esta identidad entre la vida y la doctrina en aquellos que por su ministerio están llamados a enseñar. Identidad que se funda en las palabras del divino Maestro en el sermón de la Montaña (Mt 5,19), “Qui fecerit et docuerit hic magnus vocabitur in regno coelorum”. “El que guardare mis mandamientos y los enseñare, ese será tenido por grande en el reino de los cielos”.
Identidad entre la piedad de la vida y la pureza de la doctrina sagrada que proclaman unánimemente los Doctores. Con toda propiedad la declaraba nuestro san Isidoro de Sevilla afirmando que “Doctoris vitio, etiam ipsa vera doctrina vilescit: quia dum non vivit sicut docet, ipsam quam praedicat veritatem contemptibilem facit”. “Por culpa del que enseña se envilece la misma doctrina verdadera: porque mientras no vive lo que enseña hace despreciable la misma verdad que predica”.
Aquí precisamente radicaba, en la santidad de vida del eximio prelado, el atractivo de sus sermones y el interés de sus escritos pastorales.
La vida sacrificada que llevaba y que le daba derecho a repetir el “Christo confixus sum cruci” del apóstol San Pablo (Gal, 2,19) “estoy clavado con Cristo en la cruz”, era la que arrastraba a la catedral miles y miles de caballeros para escuchar sus célebres sermones sobre “El Catecismo del Crucifijo” y la que arrancaba de su pluma una de sus más hermosas pastorales que él intituló “Ante la Cruz de Cristo”, y que lleva la fecha de 30 de enero de 1932.
El amor ardiente que sentía hacia la Eucaristía le dictó aquella su profunda y admirable pastoral “La Eucaristía y la M. Sacramento” de 2 de febrero de 1934, en cuya lectura parece sentirse el calor que despedían las llamas que abrasaban aquel corazón enamorado de Jesús-Hostia.
Su devoción tierna, filial, ardiente a la Santísima Virgen se traduce llena de encantos en sus numerosos escritos pastorales marianos, que descuellan entre todos los demás por la dulzura y por la fragancia de su piedad.
Vivía el prelado una vida intensamente mariana, y este amor que sentía en su alma hacia la Madre del cielo se desbordaba a través de su pluma en sus escritos marianos, que esmaltan sus boletines eclesiásticos, principalmente en los meses de las flores y del Rosario, durante los años de su pontificado en las diócesis de Lérida y de Barcelona.
Era el tema del santo Rosario, de su singular predilección y a él recurría con frecuencia para encontrar el remedio eficaz de los males que aquejaban por entonces a la Patria.
En sus exhortaciones pastorales de 24 de septiembre de 1931, que se intitula “El Rosario y los tiempos presentes”, en la de 15 de septiembre de 1932 “Peligros actuales de la familia” y en la de 12 de septiembre de 1935 “El santo Rosario arma poderosa contra el laicismo”, hace atinadísimas observaciones de actualidad perenne en los tiempos modernos.
¡Ah sí se decidieran los cristianos todos a manejar esta arma poderosísima del santo Rosario, enviada del cielo a nuestro santo Domingo de Guzmán para debelar a la impiedad, aunque esta tenga en su favor el poder material de las armas!
¡Qué confianza ilimitada no inspiran las frases de su carta-exhortación del mes de mayo, fechada el 29 de abril de 1932 y que encabeza con el título “La Virgen nos salvará”!
“Ella libró a nuestros padres de la coyunda ominosa de la Media Luna, eclipsándola para siempre en el horizonte español: también ahora nos librará a nosotros del poder de las tinieblas, que pretende esclavizarnos con leyes injustas y masónicas, para precipitarnos finalmente por los despeñaderos del infierno”.
Amaba con pasión las almas de sus diocesanos y este amor le hacía prorrumpir ante los obstáculos que se ponían a su santificación, en frases como estas que se leen en su pastoral “El Rosario y nuestra santificación” de 6 de septiembre de 1933.
“¡Cuánto se han multiplicado ahora, y agravado, las dificultades de nuestra santificación! Peligra la fe, peligran las costumbres cristianas. Se puede ir a la logia y es camino para medrar; no se puede ir a la Iglesia porque peligra el empleo, el porvenir. El funcionario público se ve obligado muchas veces a obrar contra su conciencia; el obrero, que quiere hacer valer sus derechos, ha de ingresar en el socialismo renegando de Dios; el joven que quiere hacer una carrera, ha de frecuentar escuelas sin crucifijo”.
Amó a su Patria ardientemente, con un amor sobrenatural, verdadero y de un modo particular a aquella región catalana, objeto de sus desvelos pastorales; y de ese amor brotó aquel sentidísimo apóstrofe de su carta pastoral “Monserrat” de 11 de abril de 1931:
“¡Cataluña! Tú te sientes mal, desasosegada, y piensas hallar remedio en un cambio de postura. Pero, ¿a qué lado te quieres cambiar? Vuélvete a tu Virgen; en sus brazos maternales hallarás a Jesús, que es tu única salvación. Arroja lejos de ti la impiedad, la corrupción de costumbres, la maldita blasfemia, el espíritu de discordia y otras plagas morales que se han entrado por tus puertas. No es eso la herencia que te legaron tus mayores. No es eso Cataluña. He aquí el mejor cambio de postura que te conviene. Todos los demás no te darán la salud; como a un enfermo de huesos dislocados de nada le servirán los cambios de postura en la cama, mientras los huesos no vuelvan a su lugar”.
Amó a la Iglesia en el Papa, del que habla con verdadera ilusión en sus documentos, anunciando sus visitas a Roma con motivo de la fiesta del “Día del Papa”. No desaprovecha ocasión de comunicar a sus fieles su amor filial al Papa: “Después de nuestra peregrinación a Roma-El Papa” en 25 de enero de 1930; “Exhortación después de la visita ad limina-Lisieux-El Papa” en 22 de junio de 1932; “¡A Roma!” en 29 de enero de 1934; “Venimos de Roma” en 13 de marzo de 1934.
Amó a la Iglesia en su diócesis, a la que amó como a su Esposa, con toda la fidelidad hasta dar la vida por ella; después de haber sentido el “sollicitudo omnium ecclesiarum” del apóstol (2Cor 11, 28) “la solicitud de todas sus Iglesias parroquiales, que fue su preocupación de todos los días”.
Amó a la Iglesia en su sagrada jerarquía, cuyos derechos vindicó con toda valentía en los tiempos aciagos de persecución. Motivo de perenne gratitud por mi parte, será aquel memorable saludo que nos envió a los obispos desterrados por la República, desde su apostólica carta pastoral “Con motivo de las actuales circunstancias” de 19 de julio de 1931.
“Eminentísimo príncipe de la Iglesia y venerables prelados, tanto más admirados y queridos, cuanto más afligidos por la causa de Jesucristo. Desde la Patria, de la cual fuisteis arrebatados contra vuestra voluntad, os enviamos el homenaje de nuestra admiración y de nuestro amor fraternal a vuestro glorioso destierro; y pedimos al dulce y adorado Maestro que os vuelva pronto a vuestras sedes, para continuar vuestro fecundo apostolado de luz, de amor, de paz en medio de vuestro rebaño, que siente la ausencia demasiado prolongada de sus vigilantísimos pastores”.
No ha quedado, ciertamente, sin recompensa esta su ejemplarísima caridad fraterna.
Todos estos amores fluían espontánea, necesariamente de su intensísimo amor a Jesucristo que le apremiaba constantemente, y era la vida de su vida. No se pueden leer sin profunda emoción su “Protestación ante Cristo Redentor del mundo” de 30 de enero de 1932, y sus aclamaciones “A Cristo Jesús, Redentor nuestro” de su carta “El año santo extraordinario” de 12 de febrero de 1933.
La vida y los escritos pastorales, que son su fiel expresión, del muy amado y muy llorado obispo de Lérida y Barcelona, Excmo. Señor don Manuel Irurita y Almandoz, pueden compendiarse en una sola palabra “Dilexit”, “amó”; “Dilexit multum”, “amó mucho”.
¿Qué resta? A mí no me resta sino sencillamente y con el mayor interés y afecto, consignar al frente de los “Documentos pastorales del Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Manuel Irurita y Almandoz” aquellas inolvidables palabras que se nos refieren en el áureo libro de Las Confesiones de san Agustín (Lib. VIII, cap. 12) “Estaba yo diciendo estas cosas…, cuando he aquí que oigo una voz como de un niño o niña que cantaba y repetía muchas veces: “tolle, lege; tolle, lege”; “toma y lee; toma y lee”.
Sevilla, fiesta de Nuestra Señora de Lourdes, 11 de febrero de 1941
+PEDRO, CARDENAL SEGURA Y SÁENZ
Arzobispo de Sevilla
Arzobispo de Sevilla
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