Al Cardenal Segura lo defendió Pío XI
Ramiro de Maeztu continúa su prólogo:
«Esta sencillez forma un estilo en que valdría la pena de pensar. El Cardenal escribe como un padre a sus hijos. Con ello digo que su estilo no tiene nada de esas alusiones de saber literario, con que los literatos modernos, y muchos de otros tiempos, se van diciendo los unos a los otros sus habilidades e importancia. Pero lo que ahora llamamos buen estilo, ¿no correrá la misma suerte que la escritura «artista», de la literatura francesa, o el «eufuismo», de la inglesa, o el modo culterano, de la nuestra? Su palabra hablada es como la escrita. Cuenta el Sr. Requejo haber oído decir muchas veces: “...y el caso es que el señor Cardenal no es orador”, pero las gentes salían encantadas de sus homilías y sus pláticas, por la brevedad, la sencillez, la claridad y la gran emoción de sus palabras. Del mismo carácter era el saber del Cardenal. Hombre de largos estudios, había empezado el del latín en 1891, y no se doctoró en Teología sino en 1906, en Derecho Canónico en 1908, y en Filosofía en 1911, y hasta 1916, en que fue nombrado Obispo auxiliar del Arzobispado de Valladolid, no hizo apenas sino consagrarse a la enseñanza y al estudio.
Solo que el saber del Cardenal, a parte de su gran ciencia técnica de sacerdote, teólogo y canonista, era más lo que llama Max Scheler «saber de salvación» que «saber culto», aunque también poseía buena cantidad de saber culto, como el que revela en su preciosa plática sobre «Los Valores de la Vida», en que sucesivamente va presentando nuestra vida como comedia, en que representamos los distintos papeles; como sueño, en que se desvanecen las figuras, y como juego de niños, en que jugamos a los reyes y a los emperadores, o a justicias y ladrones, para mostrarnos luego, en las historias de los grandes caídos, como Andrónico o como Belisario o la Emperatriz Zita, sus vastas lecturas de historia, a la vez que sus presentimientos estremecedores. Pero lo predominante, lo constante en sus escritos y sermones es el saber de salvación. Al revés de aquellos prelados franceses del siglo XVIII, que solo se cuidaban en sus discursos de mostrarnos las maravillas de la fisiocracia, pero que a fuerza de admirar las leyes de la naturaleza apenas reservaban breves palabras para la Ley de Dios, el Cardenal no se proponía sino la salvación de sus oyentes, por lo que al prologar sus Conferencias Cuaresmales, el Sr. Molina pudo recordar el verso que dice:
Que aquel que se salva, sabe / y el que no, no sabe nada.
Que es lo mismo que decía el propio Max Scheler al afirmar que el saber culto ha de ponerse al servicio del saber de salvación: «Porque todo saber es, en definitiva, de Dios y para Dios».
No es extraño que el Sr. Requejo haya exclamado, al oír al Cardenal: «Así serían los Apóstoles», ni que el Cardenal haya producido entre muchos «intelectuales» el mismo efecto que San Pablo sobre los atenienses, cuando les habló de la resurrección de los muertos: el de un espíritu crédulo y fanático. ¿Qué habrán dicho ahora, al leer la Pastoral de los Obispos, si es que se han decidido a malgastar, leyéndola, el precioso tiempo de sus tertulias del café? La «credulidad» y el «fanatismo» del Cardenal Segura son los mismos de todos los Obispos. ¿Qué habrán pensado, sobre todo, al enterarse de que el Papa, al recibir el Sacro Colegio de Cardenales para la felicitación de Navidad, llamó al Cardenal Segura «nuestro hijo dilectísimo», lo comparó con San Gregorio Nacianceno y al darle la bienvenida dijo que había depuesto su arzobispado: «no para cubrir los motivos reales de la persecución, sino para quitar a esta incluso el más lejano pretexto»?
Los radicales españoles habían cultivado una leyenda que les ha sido sumamente fructuosa: la de que la Iglesia española era una Iglesia aparte, mucho más intransigente que el resto de la Iglesia universal. Los católicos españoles eran «cerriles», palabra con la que querían decir «cerrados», aunque venga a significar todo lo contrario: los del resto del mundo eran unos católicos abiertos, comprensivos y sin dogmas. Es verdad que este supuesto lo contradecían con el contrario de que los españoles somos «más papistas que el Papa», porque lo que con ello se dice es que en España no ha habido nunca el menor conato serio de constituir una Iglesia distinta de la universal. No ha habido nunca en España nada que se parezca al galicanismo, ni tenemos palabra para designarlo. Lo característico de la Iglesia española ha sido siempre su identificación con la Iglesia universal. Pero lo que sí han logrado los radicales nuestros, a fuerza de hablar de la cerrilidad de los católicos españoles, es disuadirles de todo intento de andar de cerro en cerro y llenarles de timidez y respeto al qué dirán, no sea que fueran a llamarles cerriles.
Este tiempo nuestro, en que ha surgido la figura del Cardenal Segura, ha de ser objeto de largos estudios por parte de los historiadores. Para el Cardenal habrán sido tiempos de pesadilla, al mismo tiempo que de iniciación en un mundo de realidades ásperas y crueles. Al verse elevado, en edad tan temprana, al primer puesto de la Iglesia española, es posible, es hasta probable, que el Cardenal pensara que un Estado en que podía subir a la silla primada un hombre enteramente consagrado a la piedad, limpio de ambiciones y extraño a las intrigas, debía ser el de una nación donde la fe es omnipotente. ¿Cuándo empezó a sentir el Cardenal los sacudimientos anunciadores del terremoto? ¡Cuánto convendría, para el mejor conocimiento de la situación, que nos lo dijera en algún libro! ¡Que nos contara en qué forma llegaba a un espíritu absorto en la piedad el lejano rumor de la constante propaganda de la antirreligión! Los sucesos se precipitaron. El resplandor de unos incendios iluminó la Historia con claridad de espanto. ¡Dios mío! ¿Por qué fue objeto el Cardenal de especial persecución? ¿Por qué no han podido mantener los católicos españoles el catolicismo del Estado español? ¿Por qué, en tantas provincias no han podido defender sus templos y conventos? ¿Por qué no han podido retener al Primado?