Un canto a la cruz
por Fe y mundo
No se puede decir más en tan pocas palabras: “Dios todopoderoso y eterno, tú quisiste que nuestro salvador se hiciese hombre y muriese en la cruz, para mostrar al género humano el ejemplo de una vida sumisa a tu voluntad; concédenos que las enseñanzas de su pasión nos sirvan de testimonio, y que un día participemos en su gloriosa resurrección”. Es la oración final de los laudes de este domingo de Ramos, plegaria que también se dice en la Misa del día.
Recuerdo que hace tiempo tuve una discusión en twitter con un buen amigo sacerdote. Discutíamos sobre si se venía a esta tierra a ser santos o a ser felices. Afortunadamente todo quedó en tablas. Yo sostenía que a ser santos. Él, a ser felices. Seguramente yo me pasé de puritano. La verdad es que deseaba que me diera un argumento que me destrozara, pues eso de que Dios me llamara a esta tierra a ser felices me resultaba más atractivo que a ser, ‘simplemente’, santo.
Por salvar un poco mi dignidad, creo que no me dio muy fuerte, y que al final llegué, supongo que él ya lo sabía, a la conclusión de que hablábamos de lo mismo, pero con términos diferentes. La verdad que confesar que discutía en público con un cura sobre este tema, ya me pongo colorado…
Bueno, en realidad mi amigo sacerdote me condujo a esta conclusión porque efectivamente la felicidad no está reñida con la santidad. Más bien, yo creo que cada una presupone a la otra. No me atrevo a afirmar que se puede ser santo y triste, porque de eso ya nos advirtió santa Teresa cuando dijo que “un santo triste es un triste santo”. Y tampoco creo que pueda darse felicidad sin santidad.
Esto último es más difícil de entender. Lo sé. A ver si me explico. Juan Pablo II hablaba de la felicidad en multitud de ocasiones. En cierta ocasión dijo: "Hoy se exalta con frecuencia el placer, el egoísmo, o incluso la inmoralidad, en nombre de falsos ideales de libertad y felicidad. La pureza de corazón, como toda virtud, exige un entrenamiento diario de la voluntad y una disciplina constante interior. Exige, ante todo, el asiduo recurso a Dios en la oración". O sea, que a la felicidad no se va por el camino sencillo.
Y el mismo Papa, a los jóvenes de la JMJ de 2002 les decía: "Sólo Jesús conoce vuestro corazón, vuestros deseos más profundos. Sólo Él, que os ha amado hasta la muerte, es capaz de colmar vuestras aspiraciones. Sus palabras son palabras de vida eterna, palabras que dan sentido a la vida. Nadie fuera de Cristo podrá daros la verdadera felicidad". Es decir, que para ser felices debemos seguir el testimonio de Cristo, del que nos habla la oración de laudes.
Así pues, nadie ha dicho que el camino hacia la felicidad y hacia la santidad vaya a ser un camino de rosas. Nadie. Cristo en la oración de los laudes de hoy nos muestra el camino, y éste es el de la cruz.
Cruz que es silencio.
Cruz que es soledad.
Cruz que es pobreza.
Cruz que es virginidad.
Cruz que es aceptar.
Cruz que es renunciar.
Cruz que es amar.
Pregúntenle al estudiante que quiere aprobar el examen, qué es felicidad para él. Pregúntenselo a la madre que consuela a su hijo con cáncer en el hospital. Al padre que se desgasta a diario por dar de comer a su familia. A la esposa que se mantiene fiel a su matrimonio cuando llegan los problemas al hogar. Al párroco que se desvive por las almas que debe acompañar hasta el cielo. O a la religiosa que se esconde en el silencio del monasterio para orar por la conversión de los pecadores más pecadores.
Cruz que es aprobar.
Cruz que es consolar.
Cruz que es desgastarse.
Cruz que es ser fiel.
Cruz que es desvivirse.
Cruz que es ocultarse.
En esta Semana Santa que ahora comienza, el dolor llama a nuestra puerta. ¿Cómo no reconocer que se nos agita el corazón al ver a Cristo golpeado por mis fallos, azotado por mis mediocridades, crucificado por mis pecados?
Sin embargo, contra todo pronóstico humano, descubrimos que Cristo es capaz de hacer nuevas todas las cosas. Y, así, la renuncia del estudiante se trasforma en aprobado. El consuelo de la madre, en un hijo sano. El trabajo del padre, en el pan de sus hijos. La fidelidad de la esposa, en un hogar convertido en cachito de cielo. El desvelo del párroco, en comunidades vivas de fe. La oración de la monja, en la conversión de los pecadores. La muerte de Cristo, en nuestra resurrección gloriosa.
Sí, la felicidad y la santidad van juntas, y muchas veces amasadas en lágrimas.
Recuerdo que hace tiempo tuve una discusión en twitter con un buen amigo sacerdote. Discutíamos sobre si se venía a esta tierra a ser santos o a ser felices. Afortunadamente todo quedó en tablas. Yo sostenía que a ser santos. Él, a ser felices. Seguramente yo me pasé de puritano. La verdad es que deseaba que me diera un argumento que me destrozara, pues eso de que Dios me llamara a esta tierra a ser felices me resultaba más atractivo que a ser, ‘simplemente’, santo.
Por salvar un poco mi dignidad, creo que no me dio muy fuerte, y que al final llegué, supongo que él ya lo sabía, a la conclusión de que hablábamos de lo mismo, pero con términos diferentes. La verdad que confesar que discutía en público con un cura sobre este tema, ya me pongo colorado…
Bueno, en realidad mi amigo sacerdote me condujo a esta conclusión porque efectivamente la felicidad no está reñida con la santidad. Más bien, yo creo que cada una presupone a la otra. No me atrevo a afirmar que se puede ser santo y triste, porque de eso ya nos advirtió santa Teresa cuando dijo que “un santo triste es un triste santo”. Y tampoco creo que pueda darse felicidad sin santidad.
Esto último es más difícil de entender. Lo sé. A ver si me explico. Juan Pablo II hablaba de la felicidad en multitud de ocasiones. En cierta ocasión dijo: "Hoy se exalta con frecuencia el placer, el egoísmo, o incluso la inmoralidad, en nombre de falsos ideales de libertad y felicidad. La pureza de corazón, como toda virtud, exige un entrenamiento diario de la voluntad y una disciplina constante interior. Exige, ante todo, el asiduo recurso a Dios en la oración". O sea, que a la felicidad no se va por el camino sencillo.
Y el mismo Papa, a los jóvenes de la JMJ de 2002 les decía: "Sólo Jesús conoce vuestro corazón, vuestros deseos más profundos. Sólo Él, que os ha amado hasta la muerte, es capaz de colmar vuestras aspiraciones. Sus palabras son palabras de vida eterna, palabras que dan sentido a la vida. Nadie fuera de Cristo podrá daros la verdadera felicidad". Es decir, que para ser felices debemos seguir el testimonio de Cristo, del que nos habla la oración de laudes.
Así pues, nadie ha dicho que el camino hacia la felicidad y hacia la santidad vaya a ser un camino de rosas. Nadie. Cristo en la oración de los laudes de hoy nos muestra el camino, y éste es el de la cruz.
Cruz que es silencio.
Cruz que es soledad.
Cruz que es pobreza.
Cruz que es virginidad.
Cruz que es aceptar.
Cruz que es renunciar.
Cruz que es amar.
Pregúntenle al estudiante que quiere aprobar el examen, qué es felicidad para él. Pregúntenselo a la madre que consuela a su hijo con cáncer en el hospital. Al padre que se desgasta a diario por dar de comer a su familia. A la esposa que se mantiene fiel a su matrimonio cuando llegan los problemas al hogar. Al párroco que se desvive por las almas que debe acompañar hasta el cielo. O a la religiosa que se esconde en el silencio del monasterio para orar por la conversión de los pecadores más pecadores.
Cruz que es aprobar.
Cruz que es consolar.
Cruz que es desgastarse.
Cruz que es ser fiel.
Cruz que es desvivirse.
Cruz que es ocultarse.
En esta Semana Santa que ahora comienza, el dolor llama a nuestra puerta. ¿Cómo no reconocer que se nos agita el corazón al ver a Cristo golpeado por mis fallos, azotado por mis mediocridades, crucificado por mis pecados?
Sin embargo, contra todo pronóstico humano, descubrimos que Cristo es capaz de hacer nuevas todas las cosas. Y, así, la renuncia del estudiante se trasforma en aprobado. El consuelo de la madre, en un hijo sano. El trabajo del padre, en el pan de sus hijos. La fidelidad de la esposa, en un hogar convertido en cachito de cielo. El desvelo del párroco, en comunidades vivas de fe. La oración de la monja, en la conversión de los pecadores. La muerte de Cristo, en nuestra resurrección gloriosa.
Sí, la felicidad y la santidad van juntas, y muchas veces amasadas en lágrimas.
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