El umbral del asombro
La bahía del bosque baja
al ritmo de arroyos de montaña,
en este ritmo Te me revelas,
Verbo Eterno.
Qué admirable es Tu silencio
en todo desde que se manifiesta
el mundo creado…
que junto con la bahía del bosque
por cada cuesta va bajando…
todo lo que arrastra
la cascada argentina del torrente
que cae rítmicamente desde las alturas
llevado por su propia corriente…
–llevado, ¿adónde?
¿Qué me dices, arroyos de montaña?
¿En qué lugar te encuentras conmigo?
conmigo que también voy de paso–
semejante a ti…
¿Semejante a ti?
(Déjame parar aquí–
déjame parar en el umbral,
he aquí uno de los asombros más sencillos).
Al caer, el torrente no se asombra.
Y los bosques bajan silenciosamente al ritmo del torrente
–pero, ¡el hombre se asombra!
El umbral en que el mundo lo traspasa
es el umbral del asombro.
(Antaño a este asombro lo llamaron "Adán").
Estaba solo en este asombro
entre los seres que no se asombraban
–les bastaba existir para ir pasando.
El hombre iba de paso junto a ellos
en la onda de los asombros.
Al asombrarse, seguía surgiendo
desde este onda que lo llevaba,
como si estuviera diciendo alrededor:
"¡para! –en mí tienes el puerto",
"en mí está el sitio del encuentro
con el Verbo Eterno"–
"¡para!, este pasar tiene sentido",
"¡tiene sentido… tiene sentido… tiene sentido!"
"Asombro" es la palabra clave en este texto del Papa Juan Pablo II, primera parte de su obra Tríptico Romano.
Asombro del hombre, del primer hombre, al contemplar las maravillas de la creación que Dios hizo para él. Las maravillas que le rodean hace que también el silencio de Dios, después de la creación, sea admirable. Pero algo diferencia al hombre de los otros seres: estos no se asombran, "les bastaba existir para ir pasando". El hombre es consciente de su privilegio, de que en él está "el sitio del encuentro con el Verbo Eterno", para lo cual debe cruzar el umbral del asombro, el hecho de que Dios no sólo ha puesto la Creación a sus pies, otorgándole la capacidad de nombrar todas las cosas, sino que a través de Abraham primero, estableció un relación personal con el hombre, para luego encarnarse en su Hijo con el fin de que el hombre le conociera mejor. Ha establecido una relación de un Tú con un yo.
Este asombro del primer hombre es el mismo que sintieron Juan y Andrés, Zaqueo, la Magdalena, la Samaritana, cuando Jesús les miraba. Esa mirada les transformó y les acompañó el resto de su vida. Después de ser mirados por Cristo, se vieron a ellos mismos y a su vida de modo distinto.
Este asombro es el que siente todo converso, toda persona en camino cuando tiene el encuentro histórico con Cristo, ese momento en que siente que toda su vida, buena y mala, pasada y presente, tiene su punto de inicio en Cristo. Ese encuentro es diferente para cada uno de nosotros: uno lo tiene a través de los ojos de un sacerdote que te acoge como un padre y un hermano; otro a través del testimonio de unos amigos; un tercero en una peregrinación o en la soledad de una capilla… Lo que es seguro es que acontece y es motivo de estupor, de maravilla… ¿por qué yo, con mi vida desastrosa y pequeña? ¿Por qué has posado tus ojos sobre mí, Señor? Porque Mi Amor hacia ti es incondicional e infinito.
Con la conversión no se acaban los problemas; pero la vida deja de ser una tragedia en la que el horizonte eres tú mismo. Pasa a ser un simple drama, en el que afrontar todas las circunstancias a la luz de la fe que nos ha sido concedida para poder así hacer un juicio que nos haga cada vez más adultos, pero sin perder el recuerdo, la memoria de lo que nos aconteció y nos maravilló la primera vez.
Escribe Rachel Carson en su libro El sentido del asombro (Ediciones Encuentro): "El mundo de los niños es fresco y nuevo y precioso, lleno de asombro y emoción. Es una lástima que para la mayoría de nosotros esa mirada clara, que es un verdadero instinto para lo que es bello y que inspira admiración, se debilite e incluso se pierda antes de hacernos adultos".
Como cristianos debería ser nuestro deseo hacernos adultos en la fe, pero manteniendo ese sentimiento de fascinación y maravilla que supuso la mirada de Cristo en nosotros. Como los niños.
Helena Faccia
elrostrodelresucitado@gmail.com