Domingo I de Adviento: Renovar el amor y la esperanza
“Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes… Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación.” (Lc 21, 25-28)
Empieza el Adviento. Empieza el tiempo de preparación para la Navidad. Como todo tiempo de preparación, está marcado por el examen de conciencia, por la penitencia, por la purificación. Se trata de preparar la casa para hacerla acogedora al Hijo de Dios. Por otro lado, se trata también de darnos cuenta de la grandeza del don que significó el Nacimiento de Cristo. Por eso, este Evangelio nos invita a meditar sobre la gran suerte que tenemos por haber recibido la visita redentora del Señor, y también por saberlo. Esta suerte, mayor aún por ser conscientes de ella, nos tiene que sostener en medio de las dificultades. Cuando éstas nos afecten, cuando nos hagan tambalear y aún dudar del amor de Dios, basta con mirar con los ojos del alma la escena de Belén. Los pastores que acudieron a adorar al Niño recién nacido no fueron beneficiados con milagros o con dinero y, sin embargo, salieron de allí felices, porque se llevaban la certeza del amor de Dios.
En el fondo, lo que Cristo quiso hacer con su nacimiento en Belén, lo mismo que con su muerte en el Gólgota, fue demostrar al hombre, más allá de toda duda, que Dios le amaba. Mirando al niño de Belén o al Crucificado, a pesar de estar sufriendo, e incluso sufriendo mucho, no podemos dudar del amor de Dios, porque no hay prueba mayor de amor que el que alguien dé la vida por ti y si, además, ese alguien es el propio Dios la cosa adquiere dimensiones tan grandes que sólo se puede responder con un amor que sea lo más parecido posible al amor recibido. El cristiano, que sabe de ese amor divino, cuando sufre, cuando siente angustia lo mismo que la sienten el resto de los hombres, no se hunde, sino que “levanta la cabeza”, mira al cielo, confía en el amor de Dios y ahí encuentra su paz y su esperanza.