Lunes, 23 de diciembre de 2024

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"Resucitó Cristo, mi esperanza"

por El rostro del Resucitado


Escribe Ada Negri:

 

"Y con una rama de almendro en flor

golpeo las ventas y digo: «¡Abrid!

Cristo ha resucitado y germinan las nuevas

vides y, con abril, vuelve el amor.

Amaos entre vosotros por los dulces y bellos

sueños que hoy florecen sobre la tierra,

hombres de pluma y de la guerra,

hombres de la azada y de los martillos.

Abrid los corazones. Que en ellos irrumpa entera

de este día la eterna juventud».

Yo paso y canto que la vida es belleza.

Pasa y canta conmigo la primavera".

 

¡El Señor ha resucitado! Y con Él todo vuelve a nacer porque la Vida ha vencido a la muerte y el Amor al pecado.

 

Hay dos obras que para mí expresan muy bien lo que sucede hoy. La primera es del Beato Angelico (13951455), el famoso Noli Me Tangere, situado en el Convento de San Marcos de Florencia.

 


"Noli me tangere", del Beato Angelico


 

 

“Estaba María junto al sepulcro fuera llorando. Y, mientras lloraba, se inclinó hacia el sepulcro, y ve dos ángeles de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. Dícenle ellos: «Mujer, ¿por qué lloras?» Ella les respondió: «Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto». Dicho esto, se volvió y vio a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dice Jesús: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?» Ella, pensando que era el encargado del huerto, le dice: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré». Jesús le dice: «María». Ella se vuelve y le dice en hebreo: «Rabbuní» –que quiere decir: «Maestro»–. Dícele Jesús: «No me toques, que todavía no he subido al Padre…»”.

 

Este fresco, de una belleza absoluta, nos trae ecos del Cantar de los Cantares:

 

“En mi lecho, por las noches,

he buscado al amor de mi alma.

Busquéle y no le hallé” (Ct 3,1).

 

La belleza de la imagen, como la belleza del poema bíblico, nos recuerda la belleza de la relación entre el esposo y la esposa, entre María Magdalena y Cristo resucitado frente al sepulcro. El sepulcro, una cueva negra, símbolo de la muerte para ambos… Pero Jesús ha vencido a la muerte, ha resucitado. María, en cambio, al acercarse de madrugada, siente aún la muerte en su interior por la desaparición de su Maestro y Señor.

 

“Los centinelas me encontraron,

los que hacen la ronda en la ciudad:

¿Habéis visto al amor de mi alma?” (Ct 3,3)

 

Los ángeles, los centinelas del sepulcro, le preguntan por qué llora, a quién busca. Y un momento después se le aparece el mismo Señor –a quien ella no reconoce–, que también le pregunta por qué llora. Entonces, Él la llama por su nombre: “María” y ella le ve, le oye y responde “Maestro”. ¡Cómo la llamaría Cristo, con qué afecto, para que ella le reconozca enseguida”.

 

Os leo un breve comentario a esta escena, de Julián Carrón, sacerdote responsable del movimiento católico Comunión y Liberación:

 

“«¡María!» Cómo vibraría la humanidad de Jesús para poder decir su nombre con un tono, con un acento, con una intensidad, con una familiaridad tal que hizo que la Magdalena le reconociera enseguida, cuando un instante antes le había confundido con un hortelano. (…) ¿Qué es el cristianismo sino esa presencia que se estremece ante el destino de una mujer desconocida, que le hace comprender qué es lo que Él ha traído, qué supone Él para la vida? (…) El alcance de ese acontecimiento, de esa modalidad única de relacionarse con otro, de un «Yo», Jesús, que entra en relación con un «tú», María, haciéndola ser más ella misma, el alcance de ese «¡María!» que descoloca a esa mujer, de la conmoción que le invade, se manifiesta por la forma con que ella responde: «¡Rabboni! ¡Maestro!». En la sobriedad del Evangelio, San Juan comenta: «Ella se vuelve» al oír su nombre. Esto es la conversión (….). La conversión es un reconocimiento”.

 

Cristo pasa, pasa sin casi tocar la hierba. Sus pies llevan los signos de los clavos, pero pasan como la brisa sobre la alfombra verde. María le ve y alarga las manos para tocarle. Desea tocarle, sentir la Vida nueva: en el juego de manos, elegante y delicado, hay un deseo en el aire, un diálogo de amor profundo y casto. Es el amor virginal.

 

Sigue diciendo Julián Carrón en su intervención:

 

“Reconocerle [a Cristo] es la respuesta a esta pasión de Alguien por ella, que despierta la capacidad afectiva de esa mujer, porque Alguien la ha llamado por su nombre hasta el punto de generar esa relación nueva con las cosas que se llama «virginidad»”.

 

El intercambio de miradas entre Cristo y María evidencia también este amor profundo: es un diálogo mudo, pero de una gran elocuencia, porque Cristo la mira con la profundidad de su alma, y conoce lo que hay dentro del corazón de María, de su humanidad redimida.

 

Nos recuerda al encuentro de Jesús con la samaritana en el pozo: Jesús, en ese diálogo, la miró en su profundidad, conociéndola y poseyéndola como ninguno de sus maridos había hecho. Así, la mujer “dejando su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?». Aquí también hubo un reconocimiento. Es un diálogo de amor en el jardín cerrado que es el corazón de María, que ya sólo puede amar a su Maestro: “Mi amado es para mí, y yo soy para mi amado: él pastorea entre los lirios” (Cantar 2,16).

 

San Bernardo escribió:

 

"Mujer, ¿por qué lloras, a quién buscas? Al que buscas está contigo ¿no lo sabes? ¿Posees la verdadera, eterna felicidad y lloras? Tienes dentro de ti lo que buscas fuera. Y verdaderamente estás fuera, llorando al lado de una tumba. Pero Cristo te dice: tu corazón es mi sepulcro: en él no descanso muerto, sino que vivo eternamente. Tu alma es mi jardín. Tu llanto, tu amor y tu deseo son obra mía: tú me posees dentro sin saberlo, por eso me buscas fuera. Entonces apareceré ante ti fuera, para volver a llevarte a tu intimidad y hacer que encuentres dentro lo que buscas fuera. María, yo te conozco por tu nombre; aprende a conocerme por la fe. No me retengas… porque aún no he subido al Padre: tú aún no has creído que yo soy igual, coeterno y consustancial al Padre. Cree esto y será como si me hubieras tocado. Tú ves el hombre, por eso no crees, porque no se cree lo que se ve. A Dios no le ves: cree y verás" (San Bernardo, In Passione et resurrectione Domini, 15,38).

 

Toda la naturaleza que rodea a las dos figuras enmarca este encuentro y está lleno de simbolismo: el ciprés es signo de muerte; la palma de resurrección y el olivo de paz. El cromatismo de los colores simbólicos recuerdan las virtudes teologales que sostienen la vida de fe: el blanco de la roca y del manto de Jesús, símbolo de la fe; el verde de la naturaleza florida, símbolo de la esperanza; el rojo del vestido de María, símbolo de su gran amor y caridad. Esta imagen, de un gran lirismo, nos muestra el anhelo que subyace en el corazón de todo ser humano: es el deseo de esa Presencia, que es la única que puede llenar la vida.

 

 

"Pedro y Juan corren al sepulcro en la mañana de Pascua", de Eugène Burnand

 

 


El otro cuadro es de Eugène Burnand (18501921), Los discípulos Pedro y Juan corriendo hacia el sepulcro la mañana de la Resurrección y aunque el autor sea muy posterior al Beato Angelico, la obra representa la continuación de la escena narrada en la primera obra.

 

"El domingo por la mañana, muy temprano, antes de salir el sol, María Magdalena se presentó en el sepulcro. Cuando vio que había sido rodada la piedra que tapaba la entrada, se volvió corriendo a la ciudad para contárselo a Simón Pedro y al otro discípulo a quien Jesús tanto quería. Les dijo: ´Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto´. Pedro y el otro discípulo se fueron rápidamente al sepulcro. Salieron corriendo los dos juntos, pero el otro discípulo adelantó a Pedro y llegó antes que él. Al asomarse al interior vio que las vendas de lino estaban allí, pero no entró. Siguiéndole los pasos llegó Simón Pedro, que entró en el sepulcro y comprobó que las vendas de lino estaban allí. Estaba también el paño que habían colocado sobre la cabeza de Jesús, pero no estaba con las vendas, sino doblado y colocado aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro. Vio y creyó."

 

La expresión de Pedro y Juan se halla entre la incredulidad y la esperanza. Son rostros llenos de expectación y asombro. El joven, que había reclinado su cabeza sobre el pecho de Jesús y estuvo a los pies de la cruz, une las manos en oración; el mayor, que lo negó pero que luego murió crucificado boca abajo porque no se consideraba digno de morir como el Señor lleva su mano al corazón. Los cabellos y la vestimenta nos transmiten esta idea de acción, de carrera de los discípulos al sepulcro del Señor para ver con sus propios ojos lo que les acaba de notificar María Magdalena. Es una escena asombrosa, de una gran inmediatez, que nos hace querer salir corriendo detrás de los apóstoles.

 

Juan está ligeramente adelantado respecto a Pedro. Me impresionan en el relato de Juan dos cosas: que aunque él llega antes que Pedro, le espera para que entre el primero. Juan reconoce en Pedro al cabeza de la Iglesia, al que Cristo ha designado para guiar a su pueblo. Y lo segundo son las palabras: "Vio y creyó". No hace falta decir nada más. Le bastó ver las vendas y el paño que había estado sobre la cabeza, ver cómo estaban situados, para entender lo que había pasado. Y creer en ello.

 

De nuevo, cito a Julián Carrón y lo que dijo sobre este cuadro en 2014:

 

"«Prosigo mi carrera por alcanzarlo». ¿A quién de nosotros no le gustaría estar aquí esta noche con el mismo rostro, completamente expectante, en tensión, lleno de deseo, de asombro, que tenían Pedro y Juan camino del sepulcro la mañana de Pascua? ¿Quién de nosotros no desearía estar aquí con la misma tensión por buscar a Cristo que vemos en sus rostros? ¿Estar aquí con el corazón lleno de la espera de encontrarse de nuevo con Él, de verle de nuevo, de sentirse atraídos, fascinados como el primer día? ¿Quién no espera que pueda suceder verdaderamente algo así? Al igual que a ellos, a nosotros también nos cuesta dar crédito al anuncio de las mujeres. Nos cuesta reconocer el hecho más impresionante de la historia, hacerle hueco dentro de nosotros, hospedarlo en el corazón para que nos transforme. También nosotros, como ellos, sentimos la necesidad de ser aferrados de nuevo para que se despierte en nosotros la nostalgia de Cristo".

 

 
Resucitó Cristo, mi esperanza



Quisiera cerrar esta entrada con unas palabras de Benedicto XVI para el Mensaje Urbi et Orbi del 8 de abril de 2012:

 

"«Surrexit Christus, spes mea» – «Resucitó Cristo, mi esperanza». Llegue a todos vosotros la voz exultante de la Iglesia, con las palabras que el antiguo himno pone en labios de María Magdalena, la primera en encontrar en la mañana de Pascua a Jesús resucitado. Ella corrió hacia los otros discípulos y, con el corazón sobrecogido, les anunció: «He visto al Señor» (Jn 20,18). También nosotros, que hemos atravesado el desierto de la Cuaresma y los días dolorosos de la Pasión, hoy abrimos las puertas al grito de victoria: «¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado verdaderamente!».

 

Todo cristiano revive la experiencia de María Magdalena. Es un encuentro que cambia la vida: el encuentro con un hombre único, que nos hace sentir toda la bondad y la verdad de Dios, que nos libra del mal, no de un modo superficial, momentáneo, sino que nos libra de él radicalmente, nos cura completamente y nos devuelve nuestra dignidad. He aquí por qué la Magdalena llama a Jesús «mi esperanza»: porque ha sido Él quien la ha hecho renacer, le ha dado un futuro nuevo, una existencia buena, libre del mal. «Cristo, mi esperanza», significa que cada deseo mío de bien encuentra en Él una posibilidad real: con Él puedo esperar que mi vida sea buena y sea plena, eterna, porque es Dios mismo que se ha hecho cercano hasta entrar en nuestra humanidad.

 

Pero María Magdalena, como los otros discípulos, han tenido que ver a Jesús rechazado por los jefes del pueblo, capturado, flagelado, condenado a muerte y crucificado. Debe haber sido insoportable ver la Bondad en persona sometida a la maldad humana, la Verdad escarnecida por la mentira, la Misericordia injuriada por la venganza. Con la muerte de Jesús, parecía fracasar la esperanza de cuantos confiaron en Él. Pero aquella fe nunca dejó de faltar completamente: sobre todo en el corazón de la Virgen María, la madre de Jesús, la llama quedó encendida con viveza también en la oscuridad de la noche. En este mundo, la esperanza no puede dejar de hacer cuentas con la dureza del mal. No es solamente el muro de la muerte lo que la obstaculiza, sino más aún las puntas aguzadas de la envidia y el orgullo, de la mentira y de la violencia. Jesús ha pasado por esta trama mortal, para abrirnos el paso hacia el reino de la vida. Hubo un momento en el que Jesús aparecía derrotado: las tinieblas habían invadido la tierra, el silencio de Dios era total, la esperanza una palabra que ya parecía vana.

 

Y he aquí que, al alba del día después del sábado, se encuentra el sepulcro vacío. Después, Jesús se manifiesta a la Magdalena, a las otras mujeres, a los discípulos. La fe renace más viva y más fuerte que nunca, ya invencible, porque fundada en una experiencia decisiva: «Lucharon vida y muerte / en singular batalla, / y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta». Las señales de la resurrección testimonian la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, de la misericordia sobre la venganza: «Mi Señor glorioso, / la tumba abandonada, / los ángeles testigos, / sudarios y mortaja»".

 

¡Feliz Pascua de Resurrección!

 

 

Helena Faccia

 

elrostrodelresucitado@gmail.com
 

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