Jueves, 26 de diciembre de 2024

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La acedia espiritual

por Vida en abundancia

 “La acedia es una tristeza del bien espiritual, y su efecto propio es el quitar el gusto de la acción sobrenatural. Es una desazón de las cosas espirituales que prueban a veces a los fieles e incluso a las personas adentradas en los caminos de la perfección. Es una flacidez que les empuja a abandonar toda actividad de la vida espiritual a causa de la dificultad de esta vida”.

Santo Tomás de Aquino   -   Summa Teológica (II-II 35)

ETIMOLOGIA Y DEFINICION

La palabra griega aukdhi o aukhdei aparece tres veces en la versión de los XXL, y significaba básicamente descuido, negligencia o falta de interés. En la Vulgata esta palabra griega se tradujo por taedium (tedio) y maeror (tristeza profunda). El término griego, con el sentido de tedio, tristeza y pereza espiritual, se latinizó como acedia, acidia o accidia, aunque el más usado es el término acedia, que significa pereza, negligencia o falta de interés, en el plano espiritual y religioso.

Muchos de los Santos Padres y varios autores eclesiásticos dieron gran importancia al término acedia en la lucha espiritual. Algunos de ellos y su definición del término son los siguientes: Guigues el Cartujo decía que la dulzura que ayer y antes de ayer sentías en ti se ha cambiado ya en grande amargura.

Ignacio de Loyola definía la acedia como una desolación y oscuridad del alma que hace sentirse a la persona perezosa, tibia, triste, y como separada de su Creador y Señor.

Evagrio Póntico la describía como la debilidad del alma que irrumpe cuando no se vive según la naturaleza ni se enfrenta noblemente la tentación.

En definitiva, la acedia es un pensamiento apasionado complejo: se nutre de la efectividad irascible y concupiscente al mismo tiempo, lo que suele despertar todos los otros vicios. Esto explica que sus manifestaciones puedan parecer contradictorias al extremo: indolencia y activismo, parálisis y frenesí, frustración y agresividad, huida del bien y entrega al mal. Se explica entonces que la acedia produzca una especia de desintegración interior.

La tristeza es hermana gemela de la acedia, aunque no se identifican entre sí. El triste encuentra con más facilidad su remedio a su mal, pero el acedioso está totalmente asediado. La tristeza es una experiencia pasajera y parcial; la acedia es vivencia permanente, contraria a la naturaleza humana, es ociosidad y pereza; un desaliento generalizado muy cercano a la depresión. La acedia ataca el deseo de Dios y, sobre todo, el gozo que proviene de la unión con Él.

Según el Catecismo Católico, la acedia o pereza espiritual llega a rechazar el gozo que proviene de Dios y a sentir horror por el bien divino (Numeral 2094). La acedia es una aspereza o desabrimiento debidos a la pereza, el relajamiento de la ascesis, al descuido de la vigilancia y de la negligencia (Numeral 2733).

EL PECADO DE ACEDIA

La acedia no es sólo pecado, sino pecado capital que, etimológicamente, significa el pecado que es principio o cabeza de otros pecados. Dicho de otra forma, el pecado capital es aquel del cual nacen otros vicios en razón de causa final, lo cual quiere decir que el vicio capital tiene un fin intrínseco para cuya consecución engendra otros pecados.

La acedia es mala en sí misma cuando la tristeza es causada por un bien verdadero, pues el bien espiritual sólo debería alegrar. Es mala en sus efectos cuando la acedia es causada por algo que verdaderamente es un mal y, por lo tanto, tendría razón de entristecer, pero en realidad entristece al punto de abatir el ánimo y alejar a la persona de toda obra buena.

La acedia es vicio especial cuando se opone al gozo que debería procurar el bien espiritual en cuanto a que es bien divino. Este gozo es un efecto de la caridad; por eso entristecerse del bien divino es un pecado contra la virtud teologal de la caridad. Este entristecerse ha de entenderse como pereza, aburrimiento, desgana, apatía o displicencia, que son los efectos propios de la acedia espiritual, lo cual afecta a la devoción y al fervor hacia Dios y a su gozo.

En definitiva, la acedia es una desazón de las cosas espirituales que sufren en ocasiones los fieles, e incluso las personas adentradas en los caminos de Dios. Es una flacidez que les empuja a abandonar toda actividad de la vida espiritual, generalmente a causa de las dificultades de esta vida. Puede decirse que la acedia en sí misma consiste en la oposición misma a la felicidad de la persona y es el rechazo directo y hostil de la comunión con Dios.

REMEDIOS CONTRA LA ACEDIA

“Cuanto más pensamos en los bienes espirituales, tanto más placenteros se nos vuelven, y con eso cesa la acedia”, decía Santo Tomás de Aquino. Definitivamente, verse objeto del amor de Dios enciende nuestro amor por Él. Por otra parte, la tentación de la acedia puede ser parte de las desolaciones con que Dios purifica el alma por nuestros pecados y para hacernos crecer en humildad.

La acedia es también un modo de pereza, y por ello valen para combatirla los remedios generales para este defecto: la firmeza de propósitos, el combate decidido contra el ocio por medio de una lectura espiritual, la oración y toda clase de buenas obras. Decía Alcunio que el diablo tienta más difícilmente a quien nunca está ocioso, y Casiano dijo que la acedia no se la combate huyendo de ella, sino resistiéndola. Pero fundamentalmente la acedia se purifica en la noche pasiva del sentido, es decir, en las purificaciones a las que Dios sujeta el alma.

Pero el mejor remedio para la acedia espiritual es el de cultivar el celo verdadero y propagarlo alrededor nuestro. Para amar al Señor con fuerza, primero hay que conocerle. Y si nos cuesta tanto orar y hacer el bien es, en primer lugar, porque no conocemos al Señor Jesús. Para conocerle íntimamente hay que empezar por leer y comprender los Evangelios. Y esto es espíritu de penitencia, como lo recordó el Papa Juan Pablo II en su obra Verbum Domini, al decir: “Se concede indulgencia plenaria a los fieles cristianos que lean al menos media hora diaria la Sagrada Escritura, según los textos aprobados por la autoridad competente, y con la veneración debida a la Palabra de Dios y con un fin espiritual”.

La civilización de la acedia es la que teme. Teme al Espíritu Santo, a los creyentes y a la comunión de Dios con los seres humanos. Sus raíces se nutren de profundos terrores; es una civilización profundamente infeliz y enemiga de la felicidad. Es ceguera ante el bien de Dios y confusión espiritual del mal por bien y del bien por mal. Santo Tomás de Aquino dijo que de la tristeza nace necesariamente un doble movimiento: huida de lo que entristece, y búsqueda de lo que da placer.

La acedia es pecado contra la caridad y se vence haciendo crecer la caridad hacia Dios y los dones por los que Dios se nos participa: la gracia, los dones del Espíritu Santo, los Mandamientos divinos y los consejos evangélicos. La paciencia, el hacer todo con mucha constancia y el temor de Dios curan la acedia.

CONCLUSION: LA ACEDIA ACTUAL

Seguidamente transcribimos el texto de un discurso que pronunció William Bennett, doctor en Filosofía, Ministro de Educación en el gobierno de Ronald Reagan y autor de la obra El libro de las virtudes. En este discurso William Bennett explicó cuál es el mal de la sociedad actual y la influencia de la acedia en la sociedad.

“Les propongo mi tesis de que la crisis de nuestra época es de orden espiritual. Específicamente, nuestro mal es lo que los antiguos denominaban acedia. Acedia es el pecado de la pereza. Pero lo que los santos entienden por acedia no es la pereza en que pensamos nosotros habitualmente, que consiste en la dejadez para los deberes cotidianos. La acedia es otra cosa. Bien entendida, la acedia es una aversión y una negación ante lo espiritual. La acedia se pone de manifiesto en una ansiosa e indebida preocupación por lo exterior y lo mundano. Consiste en una ausencia de interés por las cosas divinas. Trae aparejada, según los antiguos. Una cierta tristeza y dolor por todo.

La acedia se pone de manifiesto en un rechazo carente de alegría, malhumorado y egoísta, de la vocación de ser hijos de Dios. La persona acediosa odia todo lo espiritual y quiere verse exento de sus exigencias. Según los antiguos teólogos, la acedia produce odio contra todo lo bueno. Y este odio realimenta el rechazo, el mal humor, la tristeza y el dolor.

La acedia no es un mal espiritual nuevo, por supuesto. Pero hoy en día viene en aumento. El mal que nos aflige es la corrupción del corazón y la deserción del alma. Nuestras aspiraciones y nuestros deseos se orientan hacia las metas que no corresponden. Y solamente cuando nos orientamos hacia los fines correctos, hacia la fortaleza, lo noble y lo espiritual, mejorarán las cosas.

Se oye decir a menudo que las creencias religiosas son un asunto privado que no corresponde tratar públicamente. Este es un criterio insostenible, por lo menos en algunos aspectos. Sea cual fuere la fe que uno tenga, e incluso en el caso de que no se tenga ninguna fe, lo cierto es que cuando millones de personas dejan de creer en Dios, o cuando su fe es tan débil que sólo se cree de palabra, provienen de este hecho enormes consecuencias públicas. Y cuando a esto se le agrega una extendida aversión al lenguaje espiritual en la clase política e intelectual, las consecuencias públicas son aún mayores.

¿Cómo podría ser de otra manera? En la modernidad nada ha tenido tan vastas consecuencias o tan manifiestas como el hecho de que grandes sectores de la sociedad se hayan apartado de Dios o le hayan empezado a considerar irrelevante, o incluso piensan que Dios ha muerto. Y dicen: si Dios no existe, entonces ¡todo está permitido!. Nosotros estamos ahora mismo presenciando ese todo. Y no es bueno acostumbrarse a la mayor parte de todo esto.

Ahora bien, ¿por qué los cristianos comprometidos no pueden escapar de la acedia que impone el mundo actual? Porque los signos y las formas del amor creyente son atacados desde distintos ángulos: por los rutinarios, distraídos y aburridos, por los repetidores irreverentes e incluso por los profanadores intencionados. Los signos y las formas sagradas sufren el manoseo, la banalización, la broma hostil o despectiva, la descalificación por el ridículo, y hasta la blasfemia. Debajo del rechazo de los signos y las formas del amor se oculta un síndrome espiritual: el miedo, y hasta el odio. Los signos y las formas sagradas, explícitos o implícitos, sacramentales o creaturales, han de seguir siendo tomados con toda seriedad porque siguen siendo eficaces para expresar y alimentar el amor a Dios”.

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“Deseamos, no obstante, que cada uno de ustedes manifieste hasta el fin la misma diligencia para la plena realización de la esperanza, de forma que no se hagan indolentes, sino más bien imitadores de aquellos que, mediante la fe y la perseverancia, heredan las promesas”.

Hebreos 6:11-12

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