La Trinidad: ser hijos en el Hijo
por Un camino de fe
El misterio trinitario nos lleva a poder acoger al Dios que se ha revelado en la historia como Padre, Hijo y Espíritu. La acción del Espíritu nos ayuda a tener un mayor acercamiento al Hijo como don del Padre para cada hombre
Esta acción ya se hace presente en la creación. En el libro del Génesis nos encontramos con una referencia al Espíritu. “La creación era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas” (Gn 1,2). El Espíritu es el que pone orden en medio del caos, en la falta de unidad pone armonía. La creación del mundo está impregnada de ese halito divino que dando soplo a todas las criaturas se convierten en seres vivos. Este mismo Espíritu está presente en la creación del hombre. Por la acción del Espíritu el hombre descubre su ser filial, como hijo. Y solo por el Espíritu puede clamar a Dios como Padre (Cf. Rm 8, 14-17). Esta acción del Espíritu alcanza su culmen en Jesús, Hijo de Dios en plenitud, que hace posible que toda persona viva en comunión con Dios la plenitud de la filiación divina y con ello un modo de ser fecundo en Cristo. También el Espíritu alienta al hombre y le configura con Cristo en su obra de santificación como lo hizo con el Hijo, haciendo que sea posible la vida de los hijos, en la resurrección.
El Padre, el Hijo y el Espíritu, la Trinidad, aparecen de modo unitario en la creación del hombre y del cosmos. El Espíritu Santo es el que prepara el lugar al Hijo para que este pueda realizar en su carne la misión para la que el Padre le ha enviado como Salvador y Redentor del mundo (Cf. Jn 8, 42); y este mismo Espíritu es el que el Hijo envía al hombre como plenitud de su misión (Cf. Jn 16, 7). La acción del Espíritu dinamiza la vida del Hijo y lo prepara para la misión, y de la misma manera, restaura el corazón del hombre y lo prepara para su nueva vida como hijo de Dios. Por el Espíritu, el hombre alcanza la filiación como hijos en el Hijo (Cf. Rm 8,14). Por ello, hace posible que la vida del Hijo llegue a cada hombre para darle una vida nueva y un corazón de carne. Así, el hombre puede pasar de vivir en el pecado a vivir en la gracia. La persona por la acción del Espíritu es llamada a vivir en la santidad de la misma vida divina. Por tanto, la vida en el Espíritu posibilita que el hombre pueda vivir de un modo nuevo en gracia, y pueda establecer la comunión con Dios y con el otro.
El Espíritu Santo es el que hace posible que el hombre sea configurado con Cristo, para que podamos vivir como hijos de Dios. La filiación divina es obra del Espíritu que nos constituye en templos suyos, donde puede morar para que seamos transformados verdaderamente en hijos. Nos santifica y lleva a plenitud la imagen del Hijo en nosotros. Por el Espíritu podemos llamar a Dios Padre, Abba (Cf. Gal 4, 4-7) y reconocer a Cristo como Señor (Cf. 1 Co 1, 21-22). Por ello, podemos decir que el Espíritu Santo que habita en nosotros, nos ayuda a reconocer el Señorío de Cristo en nuestras vidas. Como Cristo somos ungidos por el Espíritu, y por tanto, nuestra existencia está sellada por el don de la filiación (Cf. Rm 8, 13-17). La vida de los hijos en plenitud será posible porque el Espíritu con su poder nos transforma y reproduce en nosotros la vida del resucitado, constituido Hijo de Dios en poder (Cf. Rm 1,4), en el cielo y la tierra (Cf. Mt 28, 18).
El Hijo de Dios enviado por el Padre, por el poder del Espíritu, para llevar a cabo su obra y hacer la voluntad de Dios, envía a cada hombre para que pueda hacer el plan de Dios en su vida. El Hijo que se hace presente en la vida del hombre de un modo nuevo por la presencia del Espíritu, quiere que este sea en verdad hijo y desde esa filiación tenga una nueva relación con Dios como Padre y con el otro como hermano. Y por ello, concede a los suyos el poder de otorgar el Espíritu, que en el bautismo hace del hombre una criatura nueva. Así, cada persona es llamada a una nueva existencia por el poder del Espíritu. En este sentido, el Hijo da a los suyos una nueva misión: hacer de los otros discípulos de Cristo, para que puedan ser hijos en el Hijo. Les pide hacer memoria de lo que el Hijo ha hecho con ellos, para que los hombres puedan amar al Padre, reconocerse como hijos y desde el Espíritu poder guardar lo que el mismo Cristo les ha enseñado, para que lo transmitan a otros: sus palabras y sus gestos. (Cf. Mt 28, 16-20).
El misterio trinitario que el Hijo nos ha revelado, nos lleva a contemplar al Padre que por el poder y la presencia del Espíritu en el hombre, lo llama a un nuevo modo de existencia: vivir como hijo de Dios.
Belén Sotos Rodríguez