El hiperconsumo y sus consecuencias
Del capitalismo de las necesidades al capitalismo de los deseos
Desde hace unas cuantas décadas el capitalismo ha cambiado de una forma radical en sus objetivos si lo repensamos desde el punto de vista de la utilidad de los bienes y servicios que produce. Es decir, si reflexionamos sobre si estos productos son más o menos necesarios para la vida de sus consumidores. Es una evidencia que se ha producido una evolución hacia un capitalismo más ligado a lo superfluo. Es difícil, sin embargo, establecer un antes y un después, aunque si podemos caracterizar dos posibles capitalismos con una distinción bastante clara: el capitalismo de las necesidades (alimentos, ropa, vivienda y productos básicos, etc.) y el capitalismo de los deseos (bienes no esenciales o de consumo innecesario, lujo, afirmación personal, experiencias hedonistas, diversión a toda costa).
El capitalismo de la diversión agotadora
Este segundo capitalismo, que también podríamos llamarlo de la abundancia, es aquel donde predomina el bombardeo de la comunicación publicitaria más sofisticada y omnipresente, el marketing más sutil y psicológicamente convincente. El reto es vender una apabullante oferta de contenidos, bienes, estilos de vida insertos en lo que debemos denominar una nueva Era de la Información que ha facilitado la globalización y también una máxima flexibilidad en muchos planos. Todos compiten a la vez por nuestra atención sobre todo desde la Red. La vida se convierte en un consumo reiterado de la gratificación y la diversión desplazando a otras prioridades como la vida familiar y de amistad, el descanso real, las actividades asociativas y culturales clásicas, la participación cívica y las iniciativas del tercer sector. La máxima parece ser esta: trabaja mucho para divertirte mucho. Byung-Chul Han, filósofo alemán de origen coreano, señala que la presión para ser feliz y exitoso es la clave. Pero a la vez señala que este proceso es agotador. La filosofía de este nuevo consumo empieza con el “sé tú mismo”, y acaba con el no tan explícito “diferénciate, destaca, no seas vulgar, no seas invisible”. Y esta carrera cansa.
Empieza el espectáculo
La Revolución digital, en esta dirección, es, entre otros, uno de los agentes de cambio más relevantes y determinantes en estos últimos 20 años. Se debería hablar más de la digitalización de la economía. Entonces veríamos, entre otras muchas cosas, que a partir de esta revolución la forma de producir se acelera y se nos ofrece de todo y en todo momento en un prodigio de flexibilidad. Los cazadores de tendencias inmediatamente acaban satisfaciendo todos los gustos y, lo que es más importante, creando aficiones, deseos, necesidades nuevas de un modo inagotable. Guy Debord, ya en 1967, habla de la trivialización de la realidad a través de una cultura del espectáculo constante orientada al consumo. Hoy el espectáculo es uno mismo. Sus categorías de análisis se confirman década tras década. Si el primer capitalismo hablaba de vivir holgadamente, este nuevo capitalismo nos arrolla para que vivamos instalados en una intensidad de sensaciones, informaciones, relatos, tramas, experiencias que nos dejan exhaustos.
La responsabilidad es para pasado mañana
El mandato es divertirse hasta morir -tal como nos explica ya en 1985 Neil Postman-. Y no parar, disfrutar, exprimir nuestros sentidos, trascender nuestra aburrida realidad inmediata para alcanzar mundos inimaginables. Parece que todo consista en olvidar, evadirse quizá narcóticamente, para eludir las exigencias de la realidad más responsablemente -trabajo, familia, amigos, el sentido de la vida- y dejarlas para pasado mañana. Creo que se podría decir que el primer capitalismo (industrial, de las necesidades básicas) iba orientado mayoritariamente a nuestros cuerpos, a salvaguardarlos, alimentarlos, guarecerlos, transportarlos. Entonces, si comparamos uno y otro, el segundo capitalismo (el del consumo disparado, el de los deseos, de la información, el digital) se ocupa de “satisfacer” nuestras almas para hacerlas insaciables removiendo nuestros deseos en una oferta auténticamente aparatosa. Este capitalismo del deseo ya no atiende tanto a nuestros cuerpos -que también lo hace pues nos viste, nos cobija y nos alimenta- sino que dispara nuestra imaginación para lograr que quepa en ella todo lo que el mercado imagina.
Consumo que hincha el alma
Andamos abotargados en un capitalismo que hincha el alma, la llena hasta rebosar, la hace engordar para que el hombre, la mujer, se conviertan en un consumidor sumiso que despliega una voluntad dispersa y ansiosa de novedades. Consumidor dócil y endeudado. El hombre se olvida de vivir para sí, para los suyos, para la paz y el reposo. Y en esta competición interesa situarse por encima de los demás, ganar, superarlos a todos. El fin es ser objeto de admiración no por ser la mejor persona posible sino por ser la más glamurosa. Ganar dinero no tiene como objetivo prioritariamente mantener a los tuyos para prosperar y descansar en una vida buena. Ganar dinero va más allá: se convierte en la clave de la vida y el sujeto se endiosa de un modo tan individualista que los otros, el otro, desaparecen. Solo son instrumentos no fines. Probablemente estoy hablando de las capas adineradas en Occidente, no de las clases trabajadoras y menos de las marginadas. Sin embargo, el modelo de los más ricos todo lo contamina y fascina verticalmente llegando a gran parte de la población que maneja una televisión o un dispositivo conectado a internet.
Sujetos metafóricamente glotones
Pues bien, a este sujeto moderno un poco caricaturizado, lo veo como un sujeto glotón. Metafóricamente glotón hasta tal punto que parece que va estallar. ¿Glotón de comer? No necesariamente. Glotón en tanto que intemperante al decir de Aristóteles ante cualquier estímulo ante el que no se resiste casi nunca si tiene dinero. “La mejor forma de acabar con la tentación es caer en ella” y las tentaciones están en todas partes, se comenta por ahí. Entre el estímulo y la respuesta no encontramos el hiato de la libertad prudente. Solo cabe caer de cuatro patas. En la Grecia clásica a estos intemperantes se les consideraba auténticos esclavos de sus pasiones y en el fondo se les tildaba de títeres y de gente desgraciada. Hoy se les admira si son capaces, con estilo desde luego, de satisfacer su avidez sin límites. Una avidez que puede ser muy elegante, distinguida pero no menos egoísta. Estos nuevos líderes no arrastran su panza sino una cabeza repleta de deseos en trepidación.
Consumir hasta enfermar
Los resultados interiores no son tan brillantes como se ve en las fachadas exteriores. El consumo y el éxito y la diversión constante cansan, estresan, deterioran la salud. Byung-Chul Han nos advierte que este capitalismo del consumo, en sus capas altas, corre el riesgo de asfixiarnos en una sociedad del cansancio en la que nos auto-explotamos para rendir al máximo en el trabajo y en el ocio: ganar más para gastar más. Pero, ¡cuidado!, estos hiper-consumidores no disfrutan tanto como nos imaginamos. Y además pueden enfermar y perder de vista la realidad, y dejar de tomar decisiones sabias y ponderadas. Las drogas andan muy cerca. El alcohol sutilmente nos aparta de las percepciones más afinadas y deteriora nuestra sensibilidad para lo bueno y lo bello. El consumo excesivo de comida, especialmente de alimentos poco saludables y ricos en grasas y azúcares, puede afectar el estado de ánimo y la cognición. El déficit de sueño de estos hombres y mujeres de acción puede provocar problemas de concentración, memoria y toma de decisiones. El exceso de trabajo todo el mundo sabe que lleva al estrés y el estrés -entre muchos males- acaba desafiando nuestra inteligencia y alejándonos de la más calibrada evaluación de la realidad. Hemos señalado cómo el hiperconsumo aleja de la realidad. No insistimos en el tema de la salud física.
Llevar una vida al límite, que no deja de ser un juego de lances y decisiones de fortuna, puede distorsionar la percepción del riesgo y la recompensa. El sexo constante, a menudo unido a la pornografía, se puede convertir en compulsivo y promiscuo y, a su vez, en una actividad que instrumentaliza las personas. Ejemplos son las rupturas familiares y las enfermedades de transmisión sexual que no son temas menores. Las compras constantes pueden acabar siendo adictivas y amenazan financieramente a la vuelta de la esquina a quien cae en ellas. El juego de casino -real o digital- en la misma dirección destroza vidas. El consumo digital (móviles, tabletas, contenidos en streaming, videojuegos y consolas, etc.) es cada día más alienante y epidemiológicamente nos lleva a enfermedades mentales. El exceso de consumo de pantallas es un tema de salud, de salud pública: depresión, ansiedad, adicciones, ideaciones suicidas. Todos estamos expuestos, aunque los más jóvenes son los menos avisados y más vulnerables. En este sentido es muy interesante leer Salmones, hormonas y pantallas, escrito por un catedrático en salud pública.
Un mercado que ofrece la calma verdadera
¿El capitalismo del deseo tiene fecha de caducidad? Desde luego no es sostenible éticamente ni ofrece vidas plenas, florecientes tal como podríamos definirlas en términos aristotélicos. La felicidad no es eso. Eso es el placer puro y duro. Y el de hoy es un placer desaforado, tosco, acumulativo que además apunta al corazón en sentido figurado (lo marchita) y también entendido desde el punto de vista de la salud (enfermedades cardiovasculares). Además, es un placer que creo que habla de soledad, y vacío.
Sería interesantísimo que se creara un mercado visible de bienes y servicios para la calma: del silencio y la buena música, de la paz, la contemplación, de las relaciones amicales y familiares sosegadas y comunitarias. De huertas y cocinas. Pero este mercado es casi invisible pues no se agrupa para competir. Aunque nos convenga a todos dado que verdaderamente es un modo de producción sostenible social y ambientalmente. Es humano y puede facilitar la felicidad de la plenitud interior que nada tiene que ver con la felicidad del placer asfixiante.