Santiago y el Pilar
Manuel Lozano Garrido ´nuestro Lolo´, que ya a sus 9 años sentía el deseo de ser escritor, para la fecha del Pilar, escribió el artículo que ofrecemos a los lectores. Es el más antiguo de los escritos que conservamos publicado. La literatura es de jovenzuelo ´pulido y repulido´: con abundancia de adjetivos, estilo todavía nada ´suelto´; es sólo una primicia de su pluma. Y nada menos que una primicia. Pero precisamente por eso lo ofrecemos; detrás de estos renglones no está aún ni el estilo ni los contenidos de ese otro Lolo al que le llueven premios literarios, y que es verdadero maestro con su escribir enseñando.
Pero publicamos el artículo como un homenaje a su vocación de escritor: Yo empecé casi de niño, escribiendo en papeles comerciales, luego con la izquierda; y después, dictando a amigos y gentes familiares, escribe en Las estrellas se ven de noche. O este otro texto: La vocación está bien clara desde los 15 años, y aún escribí mis primeros artículos a los 19, pero sólo a los 24, dos después del comienzo de la enfermedad, sentí la enorme comezón de la pluma y la dulce herida de ese fuego que, si lo arrebatamos a Dios, simultaneamente nos quema las entrañas; así lo dice en el mismo libro citado.
Santiago y el Pilar
Cruzada, junio de 1940
Intensa fiebre comercial absorbía al género humano en los comienzos de nuestra era; el espíritu inquieto, aventurero, se tradujo en una amplia difusión de ideas como consecuencia de un firme desarrollo mercantil.
Pesadas galernas, conocedoras de la volubilidad y añagazas del tiempo, cruzaban con inmutable ademán las aguas del mar latino. Más de una vez sintieron en sus flancos los lujuriosos embates del mar, pero una sed inapagable de conocer nuevas tierras, empujaba, como suave brisa, sus velas y mástiles en busca de caracteres nuevos.
Tras infatigables trabajos ancló la barca en desconocidas tierras; la empresa que, al iniciarse cuando el aire cálido de Occidente les impelía con bravura hacia Oriente, parecía ser fiebre de dementes, se ha visto coronada por el éxito.
Hoy, el buen peregrino -bordón y veneras- que surcaba sobre frágil embarcación las aguas del mar Lacio, posó sus polvorientas sandalias sobre las tierras de apariencias inhospitalarias que lame con mansedumbre de cordero las aguas del mar; y para el buen peregrino, en medio de las arrobadoras visiones que le depara su nuevo campo de combate, cada caricia del mar es un aliento que le llega de la lejana patria, reprimiéndole las angustias que la separación de su tierra natal, su destierro voluntario, hace crecer en su corazón.
Profundo éxtasis le invade al palpar la inaudita belleza de la tierra, que ha de conquistar por mandato del buen Jesús el de Judea; los áureos reflejos que el sol despide por todos los lugares, serán al final de su dura etapa, perlas que orlen la corona que ofrendará, con la cosecha que su siembra le depare, al divino Rabbí: reventones trigales bamboleándose a las dulces caricias de la brisa, recordarán con huella indeleble la abrumadora misión de repletar los graneros del Señor; viñedos -grana y verde- serán la condensación de su carácter, impetuoso como la sangre que repleta sus venas, y rejuvenecedor, con la esperanza en la saciedad de sus ansias apostólicas con el banquete celestial.
Y antes de dar comienzo a su labor, en medio de profunda emoción y postrado de hinojos, apoyada su mano izquierda en el rústico bordón y la diestra extendida al Cielo, su faz resplandeciente de profunda devoción, semejaba un Querube.
Con la frente alzada, los ojos inquirientes al espacio, de sus labios brotaron unas palabras que en el profundo silencio del crepúsculo vespertino eran como un coro angélico descendido del cielo.
Y el silencio de la tarde repitió, cual lóbrega voz, salida de ultratumba, sus frases que eran: “Padre Nuestro que estás en los Cielos…”; y desde aquellos momentos su voz repitió con bizarría las enseñanzas del Maestro; ora saciando la sed de verdad, ora clamando contra el error, su sombra pasaba por los campos de España -cual la de Cristo por el mundo- sembrando a raudales el bien. Colinas y valles, montes y llanuras, mieses y praderas, guardaron en su corazón con imborrable recuerdo la silueta del humilde peregrino de barba poblada y roto sayal que esparcía por doquier doctrinas de verdad y de amor. Su incesante caminar sin descanso y el ejercicio continuado y extenuante de sus facultades mentales, dejó traslucir al final de prolongadas etapas, sus naturales debilidades corporales. Una noche, rendido por el ejercicio de la jornada, sus ojos -fulgurantes por el baño del llanto- se tornaron suplicantes al dulce Jesús, que le enviara a predicar la Buena Nueva a esta tierra hasta entonces infructuosa; y de sus labios, velados por la emoción, surgieron torrentes de frases entrecortadas por los sollozos:
“Señor, tú que lees en lo profundo de las entrañas, contempla las angustias por que atraviesa mi corazón; cumplí tus enseñanzas con prontitud, mi voz clamó incesante contra el mal, de mis labios brotaron tan solo palabras de luz, y he aquí qué solo me veo en las agonías de la jornada; me diste semilla, y hela aquí sin aumento ni menoscabo”.
Y he aquí que de improviso su voz balbuciente quedó cortada con brusquedad; un nacarado resplandor invadió con la rapidez del rayo el extenso azul del cielo; en la impenetrable oscuridad de la noche semejaba al astro rey-augurios de resurrección-que iniciaba su diaria tarea entre brisas del amanecer, gélido como noche invernal. En medio del resplandor, irradiando blancura y belleza, sobre básico pilar -simbolismo de la raza- se alzaba con consoladora sonrisa la Madre del Verbo.
No, sus ojos no le engañaban; aquella visión que extático contemplaba, era la misma que le alentara a la lucha allá en las lejanas tierras de Palestina; la voz melodiosa que arrullaban sus oídos, era la misma que oyera gemir al pie del Calvario la muerte del Maestro.
Sobre ellos, la luna rielaba sobre el intenso azul del cielo, fosforescente por miríadas de estrellas, y sus destellos reflejados en las límpidas aguas del Ebro, rodeaban cual trenzada guirnalda la faz sonriente de María. Caudalosas aguas y dulce trinar de ruiseñores cantaban al unísono un himno de alabanza a la Madre de Cristo.
La belleza y grandiosidad de aquella aparición rasgando el azul del cielo, intenso como la pureza de María, sólo Santiago, el heroico peregrino de Cristo, pudo palpar en toda su magnificencia.
Y su melodiosa voz, cual los dulces sones del arpa, fue causa de un profundo cambio en la vida del peregrino. Desde entonces, su voz recia -como el espíritu de la raza hispana- no sintió el cansancio; sus labios matizados de celestial sonrisa, cantaron con valentía salmos y alabanzas al Dios de Israel.
Y cuando la jornada agonizaba, la exuberante vegetación que sembraba su palabra era un contrapeso a sus ímprobos trabajos por esparcir la Buena Nueva.