Ambas son situaciones en las que puede encontrarse el alma humana…, como consecuencia de la comisión de un pecado, prima facie pueden parecer ambas situaciones iguales pero su única igualdad o equivalencia, es la de que ambas, son una consecuencia del pecado, ambas tiene su fuente de nacimiento en la comisión de un pecado.
Cuando un hombre y una mujer, lícita o ilícitamente, es decir ofendiendo a Dios o sin ofenderlo, dan vida al cuerpo de otra persona; Usando la expresión del Génesis, el Señor insufla en ese nuevo cuerpo un alma, en la que ha puesto una serie de improntas o huellas de su divinidad, que la convierten en un ser excepcionalmente distinto de cualquier otro. De la misma forma que nuestros cuerpos son distintos, en su aspecto físico, en sus huellas dactilares, en el iris de los ojos y sobre todo en su adn, también nuestras almas son distintas, porque Dios en su absoluta simplicidad ama la variedad, variedad esta que nos da fe de la ilimitada capacidad de Dios en todas sus manifestaciones, porque la sistematización y la uniformidad en el hacer es lo propio de nosotros, que tenemos mentes limitadas, en su capacidad de creación y expresión.
Estas improntas en nuestras almas, son las que de un lado, nos obligan a preocuparnos de la debida contestación, a una serie de preguntas trascendentes que todo ser humano se hace. Así el hombre busca respuestas a: ¿Qué es el hombre?, ¿cuál es el sentido y el fin de nuestra vida?, ¿qué es el bien y qué el pecado?, ¿cuál es el origen y el fin del dolor?, ¿cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad?, ¿qué es la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte?, ¿cuál es, finalmente, ese misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos y hacia el que nos dirigimos? Pero las improntas divinas en el alma humana son también de otra naturaleza, como son los instintos que todos tenemos, como el de conservar la vida, de aumentar la especie…, etc. Los instintos, son más bien propios del cuerpo que del alma, prueba de ello es que estos también los tienen los animales que carecen de alma, pero ellos precisamente por carecer de alma no se plantean ni tienen las inquietudes humanas que nos plantean las preguntas trascendentes.
Como una impronta de carácter especial, la persona humana, lleva escrita en su alma la Ley de Dios y cualquiera sabe perfectamente que no debe de matar o de robar. Y es el quebrantamiento de esta Ley natural, lo que le crea al hombre una angustia y desazón que llamamos remordimiento, cuando quiebra esa Ley natural. La RAE describe el remordimiento diciendo que es una: Inquietud, pesar interno que queda después de ejecutada una mala acción.
Cuando la persona humana tentada por el maligno comete un pecado es decir comete una ofensa a Dios, Dios se retira de esa alma en la que antes inhabitaba. El obispo Fulton Sheen escribe diciendo: “El remordimiento es el negativo de la presencia de Dios en el alma, así como la gracia es su presencia positiva. El remordimiento es algo incompleto porque es una insatisfacción propia, divorciada de Dios; más puede tornarse arrepentimiento y luego esperanza, en el momento en que el alma se vuelve hacia Dios y pide ayuda…. Pero una vez que se entra en relación con Dios, la miseria del remordimiento se transforma en arrepentimiento del pecado”. Es evidente y claro lo que escribe el obispo Sheen y también es evidente y claro, que para que desaparezca el remordimiento, ha de venir el arrepentimiento, el cual si se acude al sacramento de la penitencia, este sacramento debidamente obtenido, proporciona las gracias divinas necesarias, para que se le devuelvan al alma de la persona de que se trate, la inhabitación divina en su alma, con las gracias que antes tenía.
El Catecismo de la Iglesia católica en su parágrafo 1.431, nos dice que: “La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron "animi cruciatus" (aflicción del espíritu), "compunctio cordis" (arrepentimiento del corazón) (cf Cc. de Trento: DS 1676 - 1678; 1705; Catech. R. 2 5, 4)”.
Resumiendo diremos, que todo se inicia en el deseo ilícito que se genera en la persona, como consecuencia de la concupiscencia que nos legaron Adán y Eva al perder ellos para sí y para nosotros los dones preternaturales, porque nadie da lo que no tiene y ellos al carecer de estos dones nunca han podido trasmitírnoslos. La concupiscencia que tenemos, fortalecida esta a su vez, por las tentaciones del maligno, es la que nos incita al pecado. Si el hombre rechaza la comisión del pecado venciendo la tentación y las asechanzas del maligno, habrá creado un bien espiritual, un mérito que le generará gracias divinas y que le fortalece y le acompañará eternamente en esta vida y en la futura. Pero si cae, inmediatamente el Señor se retira de su alma y al pecador le nace el remordimiento, si posteriormente al remordimiento le sigue el arrepentimiento, la persona, como ya hemos dicho, puede lavar su culpa en el sacramento de la penitencia. Obtenida la absolución de su pecado o pecados, Dios otorga el perdón, y restituye a esa alma las gracias que perdió por la comisión del pecado. La compunción es lo que viene a continuación.
Una vez obtenido el perdón, nunca jamás el Señor, le echará en cara su pecado a nadie, ni se lo tendrá en cuenta para nada. Pero en el hombre amante de Dios, le nace una saludable culpa de haber ofendido a Dios y ella se llama Compunción. El tema de la compunción, es distinto, diremos que esta es: una predisposición que obtenemos para aumentar las gracias divinas, en razón del dolor que nos produce el remordimiento de nuestros pasados pecados. Es un estado del alma, que al sentir esta, remordimiento y dolor por las faltas o pecados ya perdonados, se acerca más al amor de Dios, y ello la predispone a poder adquirir nuevas gracias que aumenten su nivel de vida espiritual. La compunción es pues, la puerta que se nos abre, al derribar nuestras barreras interiores, para llegar con más amor al encuentro con el Señor. Y este es el llamado “animi cruciatus” o “compuctio cordis” que se nos menciona en el anterior parágrafo 1431, del Catecismo de la Iglesia católica”.
Santa Teresa Benedicta de la Cruz, más conocida como Edith Stein nos escribe: “Una vez que Dios ha librado al alma de sus pecados y fealdades, “nunca más le da en cara con ellos ni por ello le deja de hacer más mercedes. Pero al alma no le conviene olvidar sus pecados primeros. De esta manera no se volverá presumida, tendrá siempre materia de agradecer y podrá confiar, más y más, para más recibir”.
Para Thomas Merton, la compunción es: “Simplemente, un reconocimiento de nuestra indigencia y frialdad, así como de nuestra necesidad de Dios. Supone la fe, el pesar, la humildad y, sobre todo, la esperanza en la misericordia de Dios. Para un hombre sin compunción, la oración es un trámite frío en el que uno se centra en sí mismo, pero para quien tiene aquel sentimiento, la oración es un acto vivo que le pone cara con cara con Dios en una relación de yo-tu que no es imaginaria sino real espiritual y personal; y el fundamento de esta realidad es el sentimiento de nuestra necesidad de Dios, junto con la fe en su amor por nosotros”.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
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