Jueves, 21 de noviembre de 2024

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Una victoria inmensa que surge de una derrota total

por El rostro del Resucitado

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François Mauriac (1885-1970) escribió en 1936 su famosa Vida de Jesús. Aunque conocía las más celebres Vidas escritas por grandes autores católicos, él sentía –dice– "la necesidad de volver a encontrarme, a tocar de alguna forma al Hombre viviente y sufriente cuyo sitio está vacío en medio del pueblo, al Verbo Encarnado". Le parecía, como a Santa Teresa de Jesús, que la humanidad de Cristo era el camino para llegar a su divinidad, para comprender verdaderamente todo el alcance de la Redención. Y pensaba que algunas obras sobre Jesús no hacían suficiente justicia al misterio de la Encarnación. 

Un pasaje de El Hijo del Hombre de François Mauriac

En 1958 Mauriac publicó otro acercamiento literario a la humano-divinidad de Jesús con el título de El Hijo del Hombre. Releyendo en estos días esta pequeña obra, he dado con estas palabras que pueden ayudarnos a adentrarnos en los misterios que celebramos en esta santa semana:

"El acontecimiento de esta semana concierne a la humanidad entera, porque nos atestigua que un hombre pretendió asumir, durante un día y una noche, el sufrimiento de los hombres. No todos hemos sido traicionados por un beso, no a todos nos ha renegado nuestro mejor amigo y nos han abandonado los demás. No todos hemos sido atados a una columna, no todos hemos tenido sobre nuestro rostro los esputos de los policías y de los soldados, ni sus enormes puños, no todos hemos sido humillados y despreciados a causa de nuestra raza. No todos hemos fracasado, como fracasó este crucificado la víspera del sábado, hasta el punto que el grito que desconcierta a la fe salió de dentro, de un cuerpo que no era más que una llaga: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"

No le ha bastado con padecer este martirio total: lo llamó a Sí. A través de los tres Sinópticos, lo mismo que en todo el cuarto Evangelio, en palabras que no pueden haber sido inventadas (oímos el hálito de su voz), Jesús rinde testimonio, sabe hacia qué camina, anuncia el cáliz que ha de beber.

Las pobres gentes que le siguen se han jugado sus propias vidas sobre la Suya y huirían si Él les descubriera de pronto por qué tiene que pasar, y con Él ellos, antes de alcanzar su Reino. Porque también se trata de la conquista de un reino –y esto es lo que confunde a los ingenuos pescadores que abandonaron sus redes y sus barcas–, esta victoria prometida sobre el mundo: "No temáis. Yo he vencido al mundo".

Victoria ligada estrechamente a una derrota, victoria inmensa que surge de una derrota total: precisamente es lo que conmemoramos en estos días y lo que nadie podrá negar. Creyentes y no creyentes estamos de acuerdo sobre la razón de esta contradicción extraña que hace salir de tal desastre tal triunfo. Que un judío crucificado haya resucitado de entre los muertos, los que no lo creen admiten, al menos, que los discípulos lo creyeron, que esta certeza cambió en gozo su desesperación y, de golpe, convirtió a los cobardes en temerarios y en mártires".

François Mauriac, El Hijo del Hombre, Taurus 1962, pp. 35-36.

 

Juan Miguel Prim Goicoechea

elrostrodelresucitado@gmail.com

 

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