Remedios contra la acedia desde Le Barroux
Le Barroux es un precioso monasterio benedictino de estilo románico siyuado en el sur de Francia, cerca de Avignon, fundado por Dom Gerard en 1970. Es de esos lugares exceocionales que impresionan: numerosos monjes, en su inmensa mayoría jóvenes, celebrando la liturgia según el modo extraordinario con un esplendor que fascina. Un lugar que les animo a visitar.
Pero hoy quiero fijarme en su boletín, al que se puede acceder a través de su web, y que en su último número incluye un artículo de su actual superior, Dom Louis-Marie. El artículo trasciende el hecho concreto de la Cuaresma y toca un tema básico, el de la acedia, de tanta actualidad, y una propuesta realista de remedio espiritual.
Reproduzco aquí la traducción del escrito titulado "Un trabajo de benedictino":
Los novicios están en general llenos de energía. Incluso hay que moderarlos en ocasiones. Dom Gérard advertía un día a uno de ellos que se volcaba en la actividad manual: « Cuidado, hay que durar: hoy en día las vocaciones no son tantas». Dom Gérard sabía distinguir entre activismo y celo. Nos lo mostró con su fidelidad al oficio de maitines, a la lectio divina, a la oración, y a su correo…
La regla de san Benito acaba con un precioso capítulo sobre el celo que los monjes deben cultivar. Pero es toda la Regla la que constituye una gran llamada a esta virtud. Pues san Benito sabe bien que la pereza espiritual acecha al monje como un león acecha a su presa. Se le llama el demonio del mediodía, cuando el sol alcanza su cénit y parece que ya no avanza. El tiempo parece alargarse. El pobre monje se pone a bostezar ante su mesa de lectura, a mirar por la ventana, a soñar con otros cielos. Le entran ganas de ir a visitar a sus hermanos, a los enfermos, a su familia. Según Evragio Póntico, doctor de vida espiritual, «la acedia es una relajación del alma, pero una relajación no conforme a la naturaleza y que no resiste a las tentaciones».
Es una pereza culpable que se desinteresa de las cosas espirituales. Y como, sin esfuerzo, no se pueden gustar las alegrías espirituales, el alma se pone a buscar otras más fáciles y en consecuencia más bajas. Puesto que según el principio formulado admirablemente por Aristóteles, «es imposible a un hombre vivir mucho tiempo sin ninguna alegría».
Pero la pereza espiritual no es exclusiva de los monjes, sino que toca a todo el mundo y puede incluso convertirse en contagiosa. ¡El hombre es tan influenciable! El Padre de Vogüé, fallecido recientemente después de una larga vida monástica lo ha notado muy acertadamente: «Cuando se lee que la acedia es una “atonía”, ¿cómo no pensar en la enorme caída de tensión que siguió al último concilio, con sus miles de defecciones entre el clero y la vida religiosa? Y cuando se nos dice que la inestabilidad caracteriza al acedíaco, nuestro pensamiento nos lleva invenciblemente a otro rasgo del aggiornamento post-conciliar: el deseo enfermizo de cambiar. Sin duda se invocaban las aspiraciones de la juventud, pero quienes lo hacían eran con demasiada frecuencia hombres de más de 40 años, en los que la solicitud declarada por los jóvenes escondía a duras penas la indigencia espiritual y la laxitud».
Pero vayamos a los remedios. El mejor modo es cultivar el celo verdadero y propagarlo alrededor nuestro. Para amar al Señor con fuerza, hay que conocerlo. Y si nos cuesta tanto rezar y hacer el bien es, en primer lugar, porque no conocemos al Señor Jesús. Para conocerle íntimamente hay que empezar por leer los Evangelios. Como afirmaba san Ambrosio: «Cuando tomamos con fe las Santas Escrituras y las leemos con la Iglesia, el hombre vuelve a pasearse con Dios por el paraíso». ¿Por qué no tomar como propósito cuaresmal el leer un Evangelio entero, o el misal, como hacen algunos monjes? Y esto es espíritu de penitencia, como lo recuerda el Santo Padre en Verbum Domini: «Se concede indulgencia plenaria a los fieles cristianos que lean al menos media hora la Sagrada Escritura según los textos aprobados por la autoridad competente y con la veneración debida a la palabra de Dios y con un fin espiritual».
Aprender de memoria un pasaje del Evangelio y repetirlo es siempre ocasión de una gran alegría. Puede ser, por ejemplo, la Anunciación o las Bienaventuranzas. Para los más valientes el capítulo 17 de san Juan, o sencillamente su admirable final: «Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos. »
¡Buena Cuaresma!
Pero hoy quiero fijarme en su boletín, al que se puede acceder a través de su web, y que en su último número incluye un artículo de su actual superior, Dom Louis-Marie. El artículo trasciende el hecho concreto de la Cuaresma y toca un tema básico, el de la acedia, de tanta actualidad, y una propuesta realista de remedio espiritual.
Reproduzco aquí la traducción del escrito titulado "Un trabajo de benedictino":
Los novicios están en general llenos de energía. Incluso hay que moderarlos en ocasiones. Dom Gérard advertía un día a uno de ellos que se volcaba en la actividad manual: « Cuidado, hay que durar: hoy en día las vocaciones no son tantas». Dom Gérard sabía distinguir entre activismo y celo. Nos lo mostró con su fidelidad al oficio de maitines, a la lectio divina, a la oración, y a su correo…
La regla de san Benito acaba con un precioso capítulo sobre el celo que los monjes deben cultivar. Pero es toda la Regla la que constituye una gran llamada a esta virtud. Pues san Benito sabe bien que la pereza espiritual acecha al monje como un león acecha a su presa. Se le llama el demonio del mediodía, cuando el sol alcanza su cénit y parece que ya no avanza. El tiempo parece alargarse. El pobre monje se pone a bostezar ante su mesa de lectura, a mirar por la ventana, a soñar con otros cielos. Le entran ganas de ir a visitar a sus hermanos, a los enfermos, a su familia. Según Evragio Póntico, doctor de vida espiritual, «la acedia es una relajación del alma, pero una relajación no conforme a la naturaleza y que no resiste a las tentaciones».
Es una pereza culpable que se desinteresa de las cosas espirituales. Y como, sin esfuerzo, no se pueden gustar las alegrías espirituales, el alma se pone a buscar otras más fáciles y en consecuencia más bajas. Puesto que según el principio formulado admirablemente por Aristóteles, «es imposible a un hombre vivir mucho tiempo sin ninguna alegría».
Pero la pereza espiritual no es exclusiva de los monjes, sino que toca a todo el mundo y puede incluso convertirse en contagiosa. ¡El hombre es tan influenciable! El Padre de Vogüé, fallecido recientemente después de una larga vida monástica lo ha notado muy acertadamente: «Cuando se lee que la acedia es una “atonía”, ¿cómo no pensar en la enorme caída de tensión que siguió al último concilio, con sus miles de defecciones entre el clero y la vida religiosa? Y cuando se nos dice que la inestabilidad caracteriza al acedíaco, nuestro pensamiento nos lleva invenciblemente a otro rasgo del aggiornamento post-conciliar: el deseo enfermizo de cambiar. Sin duda se invocaban las aspiraciones de la juventud, pero quienes lo hacían eran con demasiada frecuencia hombres de más de 40 años, en los que la solicitud declarada por los jóvenes escondía a duras penas la indigencia espiritual y la laxitud».
Pero vayamos a los remedios. El mejor modo es cultivar el celo verdadero y propagarlo alrededor nuestro. Para amar al Señor con fuerza, hay que conocerlo. Y si nos cuesta tanto rezar y hacer el bien es, en primer lugar, porque no conocemos al Señor Jesús. Para conocerle íntimamente hay que empezar por leer los Evangelios. Como afirmaba san Ambrosio: «Cuando tomamos con fe las Santas Escrituras y las leemos con la Iglesia, el hombre vuelve a pasearse con Dios por el paraíso». ¿Por qué no tomar como propósito cuaresmal el leer un Evangelio entero, o el misal, como hacen algunos monjes? Y esto es espíritu de penitencia, como lo recuerda el Santo Padre en Verbum Domini: «Se concede indulgencia plenaria a los fieles cristianos que lean al menos media hora la Sagrada Escritura según los textos aprobados por la autoridad competente y con la veneración debida a la palabra de Dios y con un fin espiritual».
Aprender de memoria un pasaje del Evangelio y repetirlo es siempre ocasión de una gran alegría. Puede ser, por ejemplo, la Anunciación o las Bienaventuranzas. Para los más valientes el capítulo 17 de san Juan, o sencillamente su admirable final: «Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos. »
¡Buena Cuaresma!
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