Libertad y adoración
Permanecer en adoración ante Cristo-eucaristía es algo cargado de consecuencias, situando de nuevo al orante ante el Misterio y ante sus propias decisiones y respuestas libres ante el Misterio. Ni es banal ni trivial ni devocionalismo la adoración eucarística, sino que ésta alcanza dimensiones grandes, capaces de tocar a la persona en su centro vital.
1) El hombre busca a Dios, lo necesita, lo reconoce, pero quien primero ha salido al encuentro del hombre ha sido Dios mismo. Sería imposible al hombre, criatura humana, llegar a reconocer todo lo que Dios es y abrazarlo en su Misterio. Si el alma busca a Dios, mucho más la busca Dios a ella, afirma taxativamente san Juan de la Cruz en Llama de amor viva (3,28).
No basta sólo el auxilio de la razón para encontrar a Dios, sino que es necesaria la fe que lo reconoce y se entrega a Él. Esta fe es la que nos permite escuchar a Cristo y sus palabras: "Esto es mi Cuerpo", permitiendo así que la Eucaristía sea la Presencia de Cristo, indudable, certera y amorosa.
Para encontrar a Dios y de verdad mantener un diálogo salvador con Él, porque Él lo quiere entablar con nosotros, nada mejor que la Eucaristía adorada, donde se puede penetrar en la revelación en una escucha humilde del Señor.
"¿Cómo llegar a Dios? ¿Cómo lograr encontrar o reencontrar a Aquel que el hombre busca en lo más profundo de sí mismo, hasta olvidarse frecuentemente de sí? San Pablo nos invita a usar no solamente nuestra razón, sino sobre todo nuestra fe para descubrirlo. Ahora bien, ¿qué nos dice la fe? El pan que partimos es comunión con el Cuerpo de Cristo; el cáliz de acción de gracias que bendecimos es comunión con la Sangre de Cristo. Extraordinaria revelación que proviene de Cristo y que se nos ha transmitido por los Apóstoles y toda la Iglesia desde hace casi dos mil años: Cristo instituyó el sacramento de la Eucaristía en la noche del Jueves Santo. Quiso que su sacrificio fuera renovado de forma incruenta cada vez que un sacerdote repite las palabras de la consagración del pan y del vino. Desde hace veinte siglos, millones de veces, tanto en la capilla más humilde como en las más grandiosas basílicas y catedrales, el Señor resucitado se ha entregado a su pueblo, llegando a ser, según la famosa expresión de San Agustín, “más íntimo en nosotros que nuestra propia intimidad” (cf. Confesiones, III, 6.11)" (Benedicto XVI, Hom. en los Inválidos de París, 13-septiembre-2008)".
2) Su Presencia real provoca en los fieles, y en el alma de la Iglesia entera, un profundo estupor, por lo cual, se adora el Sacramento, se le rodea de veneración, del máximo respeto, de detalles de finura y delicadeza con el Señor.
Está el Señor, no como un objeto, sino como un Alguien, Él mismo vivo, y está para darse en Comunión, es decir, para provocar la unión más profunda entre Él y nosotros. Se nos da en Comunión sacramental para unirse a nosotros y nosotros con Él, y también se nos da en la adoración eucarística, para provocar la unión de afectos, mente y voluntad.
"Hermanos y hermanas, veneremos fervientemente el sacramento del Cuerpo y la Sangre del Señor, el Santísimo Sacramento de la presencia real del Señor en su Iglesia y en toda la humanidad. Hagamos todo lo posible por mostrarle nuestro respeto y amor. Démosle nuestra mayor honra. Nunca permitamos que con nuestras palabras, silencios o gestos, quede desvaída en nosotros y en nuestro entorno la fe en Cristo resucitado presente en la Eucaristía. Como dijo magistralmente San Juan Crisóstomo: “Consideremos los favores inefables de Dios y todos los bienes de los que nos hace gozar cuando le ofrecemos la copa, cuando comulgamos, dándole gracias por haber liberado al género humano del error, por haber acercado a él a los que estaban alejados y haber convertido a los desesperados y ateos de este mundo en un pueblo de hermanos, de coherederos del Hijo de Dios” (Homilía 24 sobre la Primera Carta a los Corintios, 1). De hecho, sigue diciendo, “lo que está en la copa es precisamente lo que ha brotado de su costado, y eso es lo que participamos” (ibíd.). No se trata sólo de participar y compartir, sino que hay “unión”, nos dice" (ibíd.).
3) La Eucaristía, celebrada y luego prolongada en la adoración, desenmascara nuestras esclavitudes y logra que reconozcamos los ídolos y dioses falsos a los que nos hemos entregado.
La adoración reconoce a Cristo como el Único; su luz, en la oración sosegada ante su Presencia, permite que afloren las esclavitudes que nos retienen en el seguimiento de su Persona, descubriéndonos a nosotros mismos los ídolos a los que hemos sacrificado el corazón.
"La Misa es el sacrificio de acción de gracias por excelencia, el que nos permite unir nuestra propia acción de gracias a la del Salvador, el Hijo eterno del Padre. Por sí misma, la Misa nos invita también a huir de los ídolos, porque, como reitera San Pablo, “no podéis participar en dos mesas, la del Señor y la de los malos espíritus” (1 Co 10,21). La Misa nos invita a discernir lo que en nosotros obedece al Espíritu de Dios y lo que en nosotros aún permanece a la escucha del espíritu del mal. En la Misa sólo queremos pertenecer a Cristo, y repetimos con gratitud –con “acción de gracias”- el clamor del salmista: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?” (Sal 116,12). Sí, ¿cómo dar gracias al Señor por la vida que me ha dado? La respuesta a la pregunta del salmista está en el mismo Salmo, pues la Palabra de Dios responde con misericordia a las cuestiones que plantea. ¿Cómo pagar al Señor todo el bien que nos hace sino retomando sus propias palabras: “Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre” (Sal 116,13)?
Alzar la copa de la salvación e invocar el nombre del Señor, ¿no es precisamente la mejor manera de “no tener que ver con la idolatría”, como nos pide San Pablo? Cada vez que se celebra una Misa, cada vez que Cristo se hace sacramentalmente presente en su Iglesia, se realiza la obra de nuestra salvación. Celebrar la Eucaristía significa, por tanto, reconocer que sólo Dios puede darnos la felicidad plena, enseñándonos los verdaderos valores, los valores eternos que nunca declinarán. Dios está presente en el altar, pero también está presente en el altar de nuestro corazón cuando en la comunión le recibimos en el sacramento de la Eucaristía. Sólo Él nos enseña a huir de los ídolos, espejismos del pensamiento" (Benedicto XVI, Hom. en los Inválidos de París, 13-septiembre-2008)".
¿Qué ídolos y qué falsos dioses? Estarían los pequeños dioses que hemos colocado cada uno: una persona idolatrada y de la que se depende para todo y se mira con fascinación, incluso disfrazado todo de piedad, el dinero o una posición social, etc. A estos ídolos sumemos las ideologías dominantes que hacen mella en la mente cristiana y el autoendiosamiento con el que cada cual se establece a sí mismo como criterio último, lleno de relativismo, de la verdad, del bien, de lo moral.
"Sí, hay muchos que, creyéndose dioses, piensan no tener necesidad de más raíces ni cimientos que ellos mismos. Desearían decidir por sí solos lo que es verdad o no, lo que es bueno o malo, lo justo o lo injusto; decidir quién es digno de vivir o puede ser sacrificado en aras de otras preferencias; dar en cada instante un paso al azar, sin rumbo fijo, dejándose llevar por el impulso de cada momento. Estas tentaciones siempre están al acecho. Es importante no sucumbir a ellas, porque, en realidad, conducen a algo tan evanescente como una existencia sin horizontes, una libertad sin Dios" (Benedicto XVI, Disc. en la fiesta de acogida, Madrid, 18-agosto-2011).
Desenmascarar los ídolos no es tarea fácil ni grata: provoca rechazo y el menosprecio ante quien asume esa tarea:
"Apoyados en su amor, no os dejéis intimidar por un entorno en el que se pretende excluir a Dios y en el que el poder, el tener o el placer a menudo son los principales criterios por los que se rige la existencia. Puede que os menosprecien, como se suele hacer con quienes evocan metas más altas o desenmascaran los ídolos ante los que hoy muchos se postran. Será entonces cuando una vida hondamente enraizada en Cristo se muestre realmente como una novedad y atraiga con fuerza a quienes de veras buscan a Dios, la verdad y la justicia" (Benedicto XVI, Hom. en la Catedral de la Almudena, Madrid, 20-agosto-2010).
Con una fuerza superior y una certeza interna indiscutible, es el mismo Señor quien en la Eucaristía y en la adoración eucarística nos sitúa ante el misterio de la verdadera libertad, la del amor y la del seguimiento, desnudando los ídolos de los ropajes con que, tal vez, los hemos ido disfrazando para engañarnos a nosotros mismos.
La libertad crece, fuerte y segura en la Verdad y el Amor, cuando la adoración eucarística es una práctica habitual, vivida con intensidad.