Valor del alma y de la salvación
El Evangelio de la Misa de este Domingo (Mt 13, 44-52) vuelve a poner una vez más en nuestro horizonte la salvación eterna, la meta que Dios mismo nos ha propuesto para nuestra vida.
La parábola del tesoro escondido y del negociante que vendió todo para adquirir una perla de gran valor, nos invitan a considerar cómo el cristiano debe ser consciente de la brevedad de esta vida terrena, de la que sabe que es única. Precisamente por ello no puede dejarla pasar inútilmente, sino que ha de tener en ella aquel comportamiento santo que corresponde a su ser de cristiano y que le es posible con el auxilio de la gracia. El negocio de la salvación es lo único importante en el mundo: «¿De qué le sirve a un hombre el ganar todo el mundo, si pierde su alma? ¿O con qué cambio podrá el hombre rescatarla? Ello es que el Hijo del Hombre ha de venir revestido de la gloria de su padre, acompañado de sus ángeles, y entonces dará el pago a cada cual conforme a sus obras» (Mt 16, 24-27).
La salvación es un misterio. Cristo no quiso contestar cuando le preguntaron si se condenan o se salvan muchos (Lc 13, 22-30). Una cosa sin embargo queda como verdadera: hay condenados y hay elegidos. «Así será en la consumación de los siglos; saldrán los ángeles y apartarán a los malos de entre los justos. Y los meterán en el horno de fuego: allí será el llanto y el crujir de dientes» (Mt 13, 49-50).
Por eso es un gran error dejar el negocio de la salvación para los últimos momentos cuando ya se ve la muerte cercana. ¿Quién nos asegura que Dios aguardará a que nos parezca bien dedicarle nuestra atención? ¿No podría retirarnos su gracia? ¿Estará entonces la puerta abierta? Es preciso estar vigilante, sin distraerse ni dormirse un momento; vivir siempre en estado de gracia para que la muerte no nos sorprenda recordando la advertencia del mismo Cristo: «Estad, pues, prontos, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre» (Lc 12,40)
Veamos si hay algo en nuestra vida que nos separa del Señor, en lo que no luchamos como deberíamos; examinemos si evitamos toda ocasión próxima de pecar; pidamos con frecuencia a Dios que nos alcance un profundo horror a todo pecado para no cometerlo…
No olvidemos que este camino estrecho tiene un término, el cielo, que es algo inmensamente grande, para siempre. Allí los bienaventurados se ejercitan en gozar de una felicidad casi infinita, cual es la visión de Dios. El cristiano ha de vivir la virtud de la esperanza como motor de su propia vida espiritual y ha de moverse a impulsos de ella hacia la meta de la bienaventuranza celeste.
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