Unidad Cristo-Iglesia... y amor a la Iglesia
La Iglesia es el sacramento de Jesucristo, lo cual quiere decir, que la Iglesia se encuentra en cierta relación de identidad mística con Jesucristo. Todas las metáforas, imágenes y tipos de la Iglesia en la Escritura y en la Tradición reflejan esta identidad mística: Cuerpo de Cristo, Esposo y Esposa, Tabernáculo de su Presencia, Edificio en el que Cristo es el Arquitecto y la piedra angular, Templo de Cristo donde Él enseña, Arca y Columna, Paraíso en que Cristo es el árbol de vida, la Luna que refleja al Sol que es Cristo... Baste recordar un buen número de estas imágenes en el capítulo I de la Constitución Lumen Gentium. Por eso, apartarse de la Iglesia es apartarse de Cristo; segregarse de la Iglesia es ser arrancado de Cristo quedando sin la comunicación de la Gracia, de la Redención y de la Verdad.
“Si de alguna manera no se es miembro del cuerpo, tampoco se recibe el influjo de la Cabeza. Si no se adhiere a la única Esposa, no se es amado del Esposo. Si se profana el tabernáculo, se queda privado de la Presencia Sagrada. Si se abandona el Templo, no se oye la Palabra. Si se rehúsa entrar en el edificio o refugiarse en el Arca, no se puede encontrar a Aquel que está en su centro y en su cima. Si se desprecia el Paraíso, se queda sin abrevarse y sin nutrirse. Si se cree que puede prescindirse de la luz participada, se queda sumido para siempre en la noche de la ignorancia...” (De Lubac, Meditación sobre la Iglesia, p. 169).
Si esto se entendiera así, y se viviera de esta forma, la aversión eclesial de determinadas “comunidades populares”, de ciertos “profetas” que se erigen y se autoconstituyen por encima de la Iglesia (¡¡diciendo que es el Espíritu el que los impulsa a hablar así contra la Iglesia!!), algunas asociaciones de teólogos y teólogos que se autocalifican de “progresistas”, el fenómeno de la “contestación” y del disenso, la crítica feroz y amarga contra la Iglesia, nada de esto tiene una justificación ni lógica ni racional ni espiritual ni cristiana.
“Si de alguna manera no se es miembro del cuerpo, tampoco se recibe el influjo de la Cabeza. Si no se adhiere a la única Esposa, no se es amado del Esposo. Si se profana el tabernáculo, se queda privado de la Presencia Sagrada. Si se abandona el Templo, no se oye la Palabra. Si se rehúsa entrar en el edificio o refugiarse en el Arca, no se puede encontrar a Aquel que está en su centro y en su cima. Si se desprecia el Paraíso, se queda sin abrevarse y sin nutrirse. Si se cree que puede prescindirse de la luz participada, se queda sumido para siempre en la noche de la ignorancia...” (De Lubac, Meditación sobre la Iglesia, p. 169).
Si esto se entendiera así, y se viviera de esta forma, la aversión eclesial de determinadas “comunidades populares”, de ciertos “profetas” que se erigen y se autoconstituyen por encima de la Iglesia (¡¡diciendo que es el Espíritu el que los impulsa a hablar así contra la Iglesia!!), algunas asociaciones de teólogos y teólogos que se autocalifican de “progresistas”, el fenómeno de la “contestación” y del disenso, la crítica feroz y amarga contra la Iglesia, nada de esto tiene una justificación ni lógica ni racional ni espiritual ni cristiana.
Hay una identidad entre Cristo y su Iglesia por lo que nadie puede jactarse de, situándose fuera de la Iglesia, poder permanecer en la “sociedad de Cristo”. Al contrario, dirá de Lubac, debemos decirnos con San Agustín: “para vivir del Espíritu de Cristo, es preciso vivir en su Cuerpo” (Epist. 185, II, 50), y “en la misma medida en que se ama a la Iglesia de Cristo, se posee también el Espíritu Santo” (In Io., tract. 32, n. 8).
Es verdad que la Iglesia formada por hombres, refleja la gloria de Cristo con manchas y arrugas en este tiempo; que su dimensión humana es imperfecta, y puede llegar a hacer sufrir a sus hijos -¡cuántos santos no lo experimentaron!- pero prefirieron ser hijos fieles de la Iglesia antes que pretendidos héroes en solitario. De Lubac escribe una página realmente antológica, que dice mucho y es evocativa a quien ha padecido situaciones extrañas –inextricables dirá él- y que se puede identificar perfectamente con lo descrito por el autor; una página para grabarla a fuego en el alma, pues cuando se ha padecido lo que aquí se describe, se puede entonces ser, con razón, hombre de Iglesia, se siente la Iglesia en el alma, se siente la Iglesia y se siente con la Iglesia (y al revés, quien no ha pasado por esta experiencia, no sabe muchas veces de qué está hablando sobre la Iglesia con discursos hueros y repetitivos).
“Puede suceder que nos desilusionen muchas cosas que forman parte de la contextura humana de la Iglesia. Como también que, sin que tengamos la menor culpa, seamos profundamente incomprendidos en ella. Y lo que es más, puede darse el caso de que tengamos que padecer persecución en su seno. No es un caso inaudito, aunque hemos de evitar el aplicárnoslo presuntuosamente. Y si el caso se diera, sepamos que lo que más vale es la paciencia y el silencio amoroso. No tendremos que temer el juicio de los que no alcanzan a ver el corazón y estaremos seguros de que nunca la Iglesia nos da mejor a Jesucristo que en estas ocasiones en que nos brinda la oportunidad de ser configurados a su Pasión. Nosotros continuaremos sirviendo con nuestro testimonio a la Fe que ella no cesa de predicar. La prueba será más pesada si no viene de la malicia de algunos hombres, sino de una situación que puede parecer inextricable; porque en este último caso no basta con sobreponerse a ella el perdón generoso ni el olvido de la propia persona. Considerémonos, sin embargo, dichosos, ante “el Padre que ve en lo secreto”, de participar de esta manera de aquella Veritatis unitas que imploramos para todos el día de Viernes Santo. Considerémonos entonces dichosos si conseguimos al precio de la sangre de nuestra propia alma aquella experiencia íntima que prestará eficacia a nuestros acentos cuando tengamos que sostener a algún hermano vacilante, diciéndole con san Juan Crisóstomo: “¡No te separes de la Iglesia! Ningún poder tiene su fuerza. Tu esperanza es la Iglesia. Tu salud es la Iglesia. Tu refugio es la Iglesia. Ella es más alta que el cielo y más dilatada que la tierra. Ella nunca envejece: su vigor es eterno”” (Meditación sobre la Iglesia, p. 171).
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