Luz del mundo: criterios para la autodefensa de la fe
Ego sum lux mundi... Yo soy la luz del mundo... Vosotros sois la luz del mundo
Terminado el enunciado de las Bienaventuranzas, Jesús continúa el Sermón del Monte definiendo una de las misiones que han de caracterizar a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,1314). Sólo en la medida en que el cristiano sepa hacer suyo el espíritu de las bienaventuranzas y vivir conforme a él, se convierte en sal de la tierra y luz del mundo:
— Sal de la tierra: “Se compara el oficio de los Apóstoles con la naturaleza de la sal. Esta se aplica a todos los usos de los hombres, puesto que cuando se esparce sobre los cuerpos, les introduce la incorrupción y los hace aptos para percibir un buen sabor en los sentidos. Los Apóstoles son los predicadores de las cosas celestiales y son como los saladores de la eternidad. Con toda razón, pues, se les llama sal de la tierra, porque por la virtud de su predicación preservan los cuerpos salándolos para la eternidad” (San Hilario, in Matthaeum, 4).
— Luz del mundo: “Es propio de la naturaleza de la luz el alumbrar por cualquier parte que se la lleve y que introducida en las casas mate las tinieblas, quedando sola la luz. Por lo tanto, el mundo, sin el conocimiento de Dios, estaba oscurecido con las tinieblas de la ignorancia. Mas por medio de los Apóstoles se le comunicó la luz de la verdadera ciencia, y así brilla el conocimiento de Dios y por cualquier parte que caminen, de su pobre humanidad brota la luz que disipa las tinieblas” (ibid.).
Al ser luz del mundo, cada cristiano auténtico se convierte en un portador de la luz de Cristo y su conducta ha de ser tan limpia que deje transparentar la luminosidad de Él y la de su doctrina. El servicio a la Verdad en la que cree firmemente el cristiano y la coherencia de vida quedan así inseparablemente unidas.
Si la adhesión a la verdad es tan importante para la vida cristiana, se comprende el cuidado que pone la Iglesia en preservar la pureza de su doctrina, convencida de que la Iglesia peregrinante está por sí misma condenada a la defección práctica que la obliga a un acto de continúa conversión. Sin embargo, la Iglesia no resulta destruida cuando las debilidades humanas la sitúan en una contradicción (esto es inherente a su condición en este mundo), sino solamente cuando la corrupción práctica se eleva al terreno de los principios, hasta cercenar el dogma y formular en proposiciones teóricas las depravaciones que se encuentran en la vida. Así lo ha explicado con mucho más detalle el filósofo y teólogo Romano Amerio en su magistral Iota Unum (Salamanca: 1994).
La confusión doctrinal se manifiesta no solo en la circulación de opiniones dispares sino en la presentación, como doctrina de la Iglesia, de ideas contrarias a la misma que no encuentran una desautorización vigorosa y que encuentran cauce en el seno de grupos y organizaciones, publicaciones y cátedras y la misma enseñanza sacerdotal. La situación se agrava cuando asistimos a escandalosos avales como el otorgado por la conferencia episcopal española al comportamiento del Jefe del Estado en relación con la ley del aborto o cuando se llega a fundamentar un presunto cambio en la doctrina moral de la Iglesia al amparo de la confusa interpretación de las declaraciones del Papa a un periodista.
Esta situación lleva a plantearse una pregunta ¿Hay criterios, avalados por la jerarquía de la Iglesia, para orientarse en medio de la confusión, incluso cuando la confusión parece afectar a algunos pastores?
Como la cuestión no es nueva y no ha sido atajada eficazmente, podemos recordar que el entonces Obispo auxiliar de Madrid, D. José Guerra Campos, daba respuesta positiva a la cuestión en una serie de programas emitidos por TVE en 1972 y recogidos en el libro El Octavo día (Madrid: Editora Nacional, 1973).
Ahora bien, no se trata de que cada uno actúe a su antojo, con libre examen, por eso, el criterio será referir cualquier afirmación que se haga a una serie de puntos fijos que son las verdades de fe y los principios morales, propuestos y declarados por el magisterio de la Iglesia. “Conozcamos los documentos fehacientes del magisterio de la Iglesia, con no menor solicitud que se guardan los títulos de propiedad o los certificados que garantizan el derecho a la seguridad social. Y no toleremos que nadie nos presente como doctrina de la Iglesia lo que es contrario a la misma” (ibid., 91).
Es importante recordar que estos puntos vinculan a los mismos pastores, de suerte que cualquier manifestación menos clara de algunos de ellos ha de ser juzgada a la luz de aquellas proposiciones. Esta es la norma desde el comienzo de la Iglesia: “aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema” (Gal 1,8-9). Así, y solamente por citar un ejemplo, el olvido o desconocimiento de este principio ha llevado a muchos a complicadas piruetas para que su discurso evolucione al ritmo de las interpretaciones atribuidas a las citadas declaraciones de Benedicto XVI.
El obispo antes citado resumía los criterios para la autodefensa de la fe —sin caer por ello en el relativismo— en una especie de decálogo (ibid., 130133) que resumimos así empleando sus mismas palabras:
1. El magisterio de la Iglesia está subordinado a verdades ya formuladas, a las que ha de conformar sus manifestaciones nuevas.
2. Todos debemos conocer estas verdades ya formuladas: en el Credo, en las profesiones de fe (como la de Pablo VI), en los catecismos autorizados...
3. El Concilio Vaticano II no ha sustituido ni suprimido una sola verdad de fe ni un solo principio moral de los catecismos anteriores.
4. Sin duda, puede haber novedad en el modo de expresar o de aplicar las verdades, con fidelidad al contenido de las mismas. Puede haber desarrollo orgánico, que ilumine distintos aspectos de la verdad revelada, pero en armonía con ella y sin suplantarla. El que oye cosas nuevas tiene derecho a ver esa armonía.
5. Si la conformidad no aparece clara, suspender el juicio. Si hay disconformidad, resistir en nombre de Dios.
6. Todos los fieles, según su capacidad y con la ayuda de Dios, pueden contribuir a hallar las nuevas expresiones o aplicaciones, o una inteligencia más intima de la palabra de Dios. Pero lo que garantiza autorizadamente a todos que no se trata sólo de consideraciones humanas en torno a la palabra, sino de su auténtico significado, es el magisterio, cuando propone la verdad que todos hemos de acoger por obediencia a la autoridad de Dios.
7. Las normas de disciplina pueden variar, pero sólo por decisión de la autoridad de la Iglesia. La obediencia a las vigentes es voluntad de Dios y preserva la libertad contra las arbitrariedades.
8. Es legítimo renovar los medios prácticos de acción pastoral, siempre que se haga al servicio de los fines permanentes de la Iglesia y sin excluir los medios tradicionales que continúen siendo provechosos.
9. Cuando se está a la busca de nuevas expresiones, aplicaciones o desarrollos de la verdad, mientras que alguna no sea propuesta a toda la Iglesia por el magisterio, hay una zona de opiniones libres, que es necesario respetar. Y lo mismo sucede cuando se buscan medios de acción, mientras la autoridad competente no dicte una norma. Se ha de evitar una gran tentación actual: la de imponer la dictadura en materias opinables, donde son libres las apreciaciones de los creyentes, mientras por otro lado se tolera todo atrevimiento contra los dogmas.
10. Rechazar a toda costa las ambigüedades. Si son fruto de impericia, no tenemos por qué padecerlas; si son fruto de malicia, no podemos implicarnos en una traición contra Cristo y su Iglesia. Fieles a la Iglesia, diremos con los Apóstoles: "Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hch 5, 29).
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