La paz del Salvador
Durante el Adviento, en distintos días, y ahora en las ferias mayores con mucha frecuencia, la Iglesia ha cantado el salmo 71, deseando, anhelando, rogando, que "en sus días florezca la justicia, y la paz abunde eternamente".
Los tiempos del Mesías que canta el salmo son los tiempos del Salvador, Jesucristo, en su venida definitiva donde todo se instaurará en Él. El Reino de Dios, que es la Persona misma de Jesucristo, trae la paz porque Él es nuestra Paz.
No una justicia manchada, aquella de los hombres que con su corazón herido por el pecado bajo capa de justicia se aplica venganza solapada o se permiten injusticias; aquella paz que no es fruto del consenso siempre frágil, ni de los pactos, ni del dominio del fuerte sobre el débil... sino la paz de Cristo.
Esta paz es la que anuncia la Iglesia con la venida de su Esposo: "que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente"... ¿Por qué? Porque "Él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector, él sea apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de sus pobres".
La oratio ad pacem del Adviento en el rito hispano-mozárabe levanta los corazones a una súplica por la paz mientras aguardamos su Venida gloriosa.
Señor, Dios omnipotente,
tú, para redimir al género humano
quisiste enviamos a tu Hijo,
igual a ti en la esencia y la eternidad,
el cual, anunciado por el ángel,
se hizo hombre en el seno de la Virgen María;
antes de la llegada de este mismo Hijo tuyo,
te dignaste destinar a Juan como precursor,
para que, por la predicación de la verdad en el desierto,
el pueblo, arrepentido de sus antiguos pecados,
obtuviese el perdón,
y así el mundo fuese digno de alcanzar
la plenitud de la gracia por medio del nuevo hombre de Dios
portador de la buena noticia del reino de la divina Trinidad.
En este tiempo en que esperamos la venida de tu Unigénito
concédenos el mismo don de la paz,
que te dignaste conceder en los tiempos pasados.
En el encuentro que esperamos, dígnate asociarnos
para recibir el premio, a aquellos que,
en los comienzos de la fe,
fueron lavados por Juan en el Jordán,
con las aguas de penitencia
y después bautizados por tu Hijo en el Espíritu Santo y el fuego.
R/. Amén. (Dom. I de Adv.).
O también:
Señor, Dios todopoderoso,
Cristo Jesús, rey de la gloria,
que eres la paz definitiva y la caridad eterna;
ilumina nuestro interior, te lo pedimos,
con el esplendor de tu paz,
y purifica nuestra conciencia
con la dulzura de tu amor,
para que sosegados te esperemos a ti, autor de la paz,
y en las contrariedades de esta vida
tengamos en ti un custodio y un protector.
Haz que, amparados bajo tu protección,
amemos de tal modo la conservación de la paz,
que cuando vuelvas en tu adviento glorioso como justo juez
podamos alcanzar el gozo de la eterna felicidad.
R/. Amén. (Dom. III Adv.).