El sacerdote, de modo muy especial, está ordenado para la Eucaristía. En la Eucaristía encuentra la razón fundamental de su ministerio, la cumbre, la cima y la fuente al mismo tiempo, de donde brota el ejercicio de la caridad pastoral. ¡Es algo tan personal, incluso en el buen sentido, es tan íntimo! En ese momento, el sacerdote que actúa en nombre de la Iglesia, es de alguna manera "poseído", tomado por completo por el mismo Cristo, que Cristo mismo actúa por su persona. Es Cristo quien toma el pan por medio de las manos del sacerdote; es Cristo mismo quien por la voz del sacerdote vuelve a decir -como si fuera la primera y única vez- las palabras: "Esto es mi Cuerpo", "Esta es mi Sangre". Y el sacerdote, sobrecogido, con espíritu sobrenatural, sabe que deja de ser él para que sea Cristo a través de él, Cristo en él.
En la Eucaristía, el sacerdote reconoce que el Pan eucarístico es lo mejor, lo más grande, lo más sublime, que él puede dar a los fieles que le han encomendado.
En la Eucaristía, el sacerdote ve -con los ojos del alma- que Cristo por su medio está distribuyendo el don de su Espíritu Santo a los fieles, y uniéndolos a Sí en ofrenda de amor al Padre.
En la Eucaristía, el sacerdote, tantas veces cansado y desanimado si ve poca o nula respuesta en los hombres, descansa reclinándose en el Corazón de Cristo.
En la Eucaristía, el sacerdote halla la mejor y más fiel Compañía; va al Sagrario, ora de rodillas, trata de sus asuntos con su Señor, intercede por sus fieles y expía los pecados de los hombres, recibe luz y paz de Cristo.
En la Eucaristía, el sacerdote es educado por el Espíritu Santo en el dinamismo sacrificial del sacramento para que se ofrezca y se entregue como Cristo.
Por eso, un sacerdote en el altar se reviste con ornamentos consciente de que se está revistiendo de Cristo y que el Espíritu Santo va a obrar en su alma. Sube al altar de Dios, pero consciente de su Presencia, no celebra de cualquier manera, o distraídamente, sino con recogimiento, con devoción, con silencio interior.
Recordaba Benedicto XVI en el año de la Eucaristía (2005): "mi pensamiento va hoy a los sacerdotes, para subrayar que precisamente en la Eucaristía radica el secreto de su santificación. En virtud de la ordenación sagrada, el sacerdote recibe el don y el compromiso de repetir sacramentalmente los gestos y las palabras con las que Jesús, en la última Cena, instituyó el memorial de su Pascua. Entre sus manos se renueva este gran milagro de amor, del que él está llamado a ser testigo y anunciador cada vez más fiel (cf. Mane nobiscum Domine, 30). Por eso, el presbítero ante todo debe adorar y contemplar la Eucaristía, desde el momento mismo en que la celebra. Sabemos bien que la validez del sacramento no depende de la santidad del celebrante, pero su eficacia será tanto mayor, para él mismo y para los demás, cuanto más lo viva con fe profunda, amor ardiente y ferviente espíritu de oración" (Ángelus, 18-septiembre-2005).
Un buen sacerdote -un sacerdote santo, según vemos en la tradición- es siempre un sacerdote que cuida dos realidades básicas: la Eucaristía y el sacramento de la Penitencia. A éste le dedica mucho tiempo, y con asiduidad diaria se sienta en el confesionario; y, a la vez, es buen sacerdote por su forma de celebrar la Santa Misa y dedicar sus pequeños ratos -cuando nadie le ve- a rezar ante el Sagrario.