Jueves, 28 de marzo de 2024

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El tiempo es de Dios

El tiempo es de Dios

por Un alma para el mundo

El tiempo es de Dios: fe y humildad
Hemos estrenado año. Este acontecimiento nos invita a meditar sobre la importancia del tempo. Ofrezco al lector algunas reflexiones de Guillaume Derville, publicadas en la página Web del Opus Dei:
 
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«El testimonio de la Escritura es unánime: la solicitud de la divina providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia. Las Sagradas Escrituras afirman con fuerza la soberanía absoluta de Dios en el curso de los acontecimientos: “Nuestro Dios está en los cielos. Cuanto le agrada, lo hace” (Sal 115,3); y de Cristo se dice: “si él abre, nadie puede cerrar; si él cierra, nadie puede abrir” (Ap 3,7); “hay muchos proyectos en el corazón del hombre, pero solo el plan de Dios se realiza” (Pr 19,21). Y la dirección espiritual es un medio excelente para situarnos mejor en ese horizonte. El Espíritu Santo actúa, con paciencia, y cuenta con el tiempo: el consejo recibido debe hacer su camino en el alma. Dios espera la humildad de un oído atento a su voz; entonces es posible sacar un provecho personal de las homilías que uno escucha en su parroquia, no solo para aprender algo, sino sobre todo para mejorar: tomar unas notas durante una charla de formación o un rato de oración, para comentarlas después con alguien que conoce bien nuestra alma, es también reconocer la voz del Espíritu Santo.

Fe y humildad van de la mano: en nuestro peregrinar hacia la patria celestial es necesario dejarnos guiar por el Señor, acudiendo a Él y escuchando su Palabra. La lectura sosegada del Antiguo y del Nuevo Testamento, con los comentarios de carácter teológico-espiritual, nos ayuda a entender qué nos dice Dios en cada momento, invitándonos a la conversión: «mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos, mis caminos –oráculo del Señor»(Is 55,8; cfr. Rm 11,33). La humildad de la fe se arrodilla ante Jesucristo presente en la Eucaristía, adorando al Verbo encarnado como los pastores en Belén. Así sucedió santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein: nunca se olvidó de aquella mujer, que entró en una iglesia con su bolsa de compras y se arrodilló para hacer su oración personal, en conversación íntima con Dios.

La humildad lleva a vivir un presente aligerado de todo porvenir, porque los cristianos somos de esos que «han deseado con amor su venida» (2 Tm4,8). Si nos enfadamos ante unas circunstancias menos favorables, necesitamos crecer en fe y en humildad. «Cuando te abandones de verdad en el Señor, aprenderás a contentarte con lo que venga, y a no perder la serenidad, si las tareas –a pesar de haber puesto todo tu empeño y los medios oportunos– no salen a tu gusto... Porque habrán “salido” como le conviene a Dios que salgan». De este modo, se evita un descontento exagerado, o la tendencia a retener en la memoria las humillaciones: un hijo de Dios perdona los agravios, no guarda rencor, va adelante. Y si alguno piensa que otro le ha ofendido, trata de no hacer memoria de las ofensas, no guarda rencor: mira a Jesús, sabiendo que «a mí, que todavía me ha perdonado más, ¡qué gran deuda de amor me queda!». El humilde dice, con San Pablo: «olvidando lo que queda atrás, una cosa intento: lanzarme hacia lo que tengo por delante, correr hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios nos llama desde lo alto por Cristo Jesús» (Flp 3,13-14).

Esta actitud nos ayuda a aceptar la enfermedad, y a convertirla en una tarea fecunda: es una misión que Dios nos da. Y parte de esa misión es aprender a facilitar que otros nos puedan ayudar a aliviar nuestro dolor y las posibles angustias: dejarse asistir, curar, acompañar, es prueba de abandono en las manos de Jesús, que se hace presente en nuestros hermanos. Hemos de completar «lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).

Guillaume Derville (http://opusdei.es/es-es/document/la-puerta-de-la-humildad/
 
 
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