Las manos suelen ser un problema. No siempre sabemos bien dónde ponerlas, o cómo. Sin embargo, los más atentos observadores de siempre y los modernos conocedores de la neurolingüística dicen que las manos “hablan”: expresan mucho de lo que pasa en nuestro interior.

Por eso, no es indiferente cómo estén tus manos durante la Santa Misa. El Misal le dice al sacerdote cómo debe ponerlas, lo que nos indica que la cuestión no es menor.

Quiere decir que hay gestos que expresan ciertos sentimientos. Y que el sacerdote, más aún desde que celebra vuelto al Pueblo, debe cuidar esos gestos, para introducir a los fieles en el misterio. Pero para los fieles, no se dice nada.

¿Significa que da lo mismo? No, significa que se respeta la posible variedad de sensibilidades. Una variedad legítima que no debe transformarse en caos. De tal manera que si en tu casa te gusta rezar con las manos detrás de la nuca, como quien está acostado... es probable que en la celebración ese gesto distraiga a otros. O si —como san Juan Pablo II— amas rezar con los brazos en cruz, o postrado en tierra, probablemente en la Misa generes un poco de asombro e incomodidad en los demás.

Entonces, es necesario educar nuestras manos, cómo educamos la voz, o como aprendemos un idioma. Enseñarle a nuestras manos a “estar en Misa”, y una vez que ellas han aprendido, nos ayudarán a nosotros a vivirla.

No es lo mismo en el momento de la Consagración tener nuestras manos juntas que estar rascándonos la oreja.

No es lo mismo durante el Evangelio estar con los dedos entrelazados que con las manos en los bolsillos, o con los brazos cruzados en actitud de quién hace fila en el banco.

No es lo mismo escuchar la homilía con las manos sobre las rodillas que ponerme a jugar con el cancionero, o a despegar los chicles que están debajo del asiento...

Todo esto sin necesidad de forzar los gestos, para que parezcan la foto que te sacaron luego de la Primera Comunión, en la cual todo debía ser simétricamente perfecto. No se trata de la foto para el facebook: se trata de que tu amor a Jesús y tu adoración se prolonguen desde tu interior hasta todo tu cuerpo. Hasta la punta de tus dedos.

En los ritos iniciales, se nos invita a hacer dos gestos con las manos: la señal de la Cruz y —cuando se elige esta forma de acto penitencial— el golpe del pecho en el “Yo confieso”.

La señal de la Cruz es un gesto maravilloso. Mientras se hace una profesión de fe en el misterio de la Trinidad, trazamos sobre nuestro cuerpo el signo de la Redención, que se actualizará en el altar. Es un gesto con el cual pedimos que la Cruz “abarque” y “abrace” todo nuestro ser, de arriba a abajo, y de izquierda a derecha.

Con este gesto, tanto en la Misa como fuera de ella, podemos pedir al Señor que integre y armonice en nosotros lo superior y lo inferior: la inteligencia y la voluntad con las pasiones y los apetitos, el alma y el cuerpo. Que unifique todo lo que en nosotros pueda estar disperso, y todo se concentre en el corazón, centro escondido, inaccesible para todos, menos para Dios.

Haz bien el gesto: no de manera apresurada, como los futbolistas al ingresar al campo de juego o el que pasa en moto por delante de una iglesia e intenta recordarlo.

El otro gesto tiene una gran fuerza también. Nuestro mundo interior a veces está endurecido. Por eso golpeamos el pecho, en un intento de “ablandarnos”.
O quizá estamos dormidos, aletargados en el sueño del pecado y los vicios. Es como que nos decimos a nosotros mismos: “despiérta, hermano... deja esa vida falsa que llevas... date cuenta de cuánto te quiere Dios”. Es el gesto del publicano, que ni siquiera se sentía digno de alzar la vista, y que se fue justificado a su casa.

Este gesto puede simbolizar, también, a ese Jesús que, como dice el Apocalipsis, “está a la puerta y llama”. Si le abrimos, entrará, y cenaremos juntos. Si le abres el corazón al comenzar la Misa, entrará, y cenará contigo.