En septiembre de 2008, en el Palacio del Elíseo, sede de Gobierno de uno de los países más secularizados de Europa, el presidente Nicolás Sarkozy, defendía ante Benedicto XVI el concepto de «laicidad positiva». «Nosotros asumimos nuestras raíces cristianas. Sería una auténtica locura privarnos de la sabiduría de las religiones», decía entonces el presidente francés y añadía: «Ha llegado la hora de pasar de esa laicidad negativa a la laicidad positiva en la que las organizaciones religiosas y el Estado colaboran para solucionar los problemas de los ciudadanos».
 
La ausencia una vez más del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, en los principales actos que presidirá este fin de semana el Papa vuelve a poner sobre la mesa el largo camino que nos queda por recorrer para alcanzar ese marco idóneo para las relaciones Iglesia-Estado, que propone la laicidad positiva y al que debería aspirar cualquier sociedad que se precie de una cierta madurez civil y política.
El artículo 16.3 de nuestra Constitución es clar al remarcar expresamente que «los poderes públicos mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones». Para el profesor de Relaciones Iglesia-Estado y Derecho Concordatario del Instituto Teológico San Idelfonso de Toledo, monseñor Francisco García Magán, también ex diplomático de la Santa Sede, la relación de cooperación que establece el artículo 16.3 «no supone en ningún caso un privilegio» para la Iglesia Católica. «Podemos afirmar —apunta— que tenemos un sistema aconfesional con un régimen de cooperación».

De acuerdo a este marco constitucional, al que se suman los acuerdos con la Santa Sede en materia de educación, asuntos económicos y asistencia religiosa en las Fuerzas Armadas, el catedrático considera que «el problema está en la práctica y la vivencia de esos acuerdos, que en algunos puntos se están infringiendo, sobre todo en el campo educativo, en el derecho de los padres a elegir la educación moral que quieren para sus hijos».

El presidente de la Fundación San Pablo CEU, Alfredo Dagnino, añade que que «la laicidad es el camino que debe seguir España y no el del laicismo ideológico y excluyente que conculca el derecho a la libertad religiosa». «La obligación del Estado, además de ser neutral —afirma—, también debe ser la de «asumir lo que de positivo aporta la fe a la vida pública y hacer esa pedagogía cívica ante la sociedad».

El clima de controversia que hemos vivido los últimos años en torno al hecho religioso tiene su origen para Dagnino en algunas «actitudes de los poderes públicos». «Hasta hace un tiempo la cuestión religiosa no era una cuestión controvertida desde el punto de vista social, ni tampoco nadie hablaba de cambiar la ey de Libertad Religiosa o de promover iniciativas lesivas para el sentimiento religioso de los católicos o de los cristianos en general».

Desde el Gobierno, el subdirector general de Relaciones con las Confesiones, José María Contreras, considera que son muchas las circunstancias que no han colaborado para que la sociedad conozca esa «relación real» de cooperación entre el Gobierno y la Iglesia. Entre ellas, destaca el prejuicio que pesa sobre los gobiernos socialistas «de los que siempre se ha pensado que se inclinan más por la separación y la neutralidad que por la cooperación». La sanción de leyes como la del aborto o el matrimonio homosexual es otra de las medidas que tampoco han ayudado. «Esto ha dado lugar a que se haya entendido dentro de la Iglesia que se intentaba ir en contra de ella, pero no ha sido así. Con los Gobiernos socialistas es cuando más se ha desarrollado la cooperación», recuerda Contreras, refiriéndose sobre todo al acuerdo de financiación alcanzado con la Iglesia en 2006.