Constance J. Thatcher trabaja en Washington, D.C., para defender las instituciones norteamericanas fomentando las virtudes cívicas que "sostienen el republicanismo estadounidense". Recientemente se involucró en la lucha provida relatando una experiencia personal para First Things:
Carta abierta a los testigos pro-vida callejeros
Recientemente, Charlotte Allen contó su experiencia como testigo provida en el exterior de una clínica de Planned Parenthood en Washington, D.C. Escribo para responder a su historia, con la esperanza que los hombres o mujeres que hacen el mismo trabajo voluntario que Charlotte -rezar por las mujeres que quieren abortar y ofrecerles su ayuda-, sepan lo valioso que es su trabajo, aunque a veces, a primera vista, pueda parecer que no lo es.
Yo intenté abortar en la misma clínica de la que habla Charlotte: el ostentoso multimillonario centro que Planned Parenthood posee en el nordeste de Washington D.C. El edificio, que está blindado, es demasiado moderno, y su imagen contrasta con el deteriorado vecindario en el que está situado. Tal vez este sea el punto de la cuestión (y, también, el problema): engaña a las mujeres que lo ven, porque les hace creer que con su lujosa e imponente estructura puede darles mayor seguridad que su decrépita comunidad, más esperanza a sus poco prometedoras vidas.
Estaba embarazada de poco más de tres semanas cuando me dieron cita para un sábado, a primera hora de la mañana. Había caminado en zigzag a través de la ciudad para llegar a la clínica, para evitar encontrarme con un amigo o conocido y tener que decirle adónde me dirigía. Supe que estaba llegando a mi destino cuando vi a un grupo de "escoltas" proaborto, con chalecos fluorescentes, proteger a mujeres asustadas y avergonzadas como yo de un grupo de voluntarios cristianos.
Tenía la mirada fija en el suelo. Mi deseo era entrar discretamente en la clínica sin ser escoltada. Imposible. Levanté los ojos y una mujer de pelo gris con ojos llenos de ternura estaba delante de mí. Tenía una serie de folletos entre sus manos. Instintivamente cogí uno, me temblaban las manos. "No tengo todas las respuestas", me dijo. "Sólo sé que el Señor, lleno de amor, os hizo a ti y a tu hijo a Su imagen perfecta y maravillosa, y que ya has sido perdonada". Fue entonces cuando el grupo proaborto se dio cuenta de que yo no era una simple transeúnte. Se movilizaron y me rodearon, defendiéndome del mensaje de amor y misericordia de esta mujer.
La entrada estaba adornada con una mezcla ecléctica de objetos chic y demasiado brillantes, que intentaban esconder la frialdad del suelo laminado y el ruido de las bombillas fluorescentes que estaban al acecho detrás de la siguiente puerta. El edificio es un hospital convertido en morgue y disfrazado de boutique. Te piden el pago anticipado de todos los servicios. Con la esperanza de permanecer anónima e ilocalizable, no utilicé mi seguro médico y pagué en metálico. Miré a la recepcionista mientras contaba mis quinientos dólares en billetes, con el estómago revuelto ante la idea del bajo costo de una vida humana. ¡Qué graves son nuestras faltas si incluso la repugnancia moral puede ser tan fácilmente eliminada con la seducción de un libre intercambio, como si la santidad de la vida humana pudiera reducirse a un cálculo utilitarista! Con la desaparición de la fe y de la sociedad civil, para el capitalismo hiperindividualizado la virtud o el vicio no tienen ningún importancia.
Cuando me llamaron, fui llevada de una sala de espera a otra: de la sala de espera general, a la sala de espera sólo para abortos. Cuando me senté, una enfermera me ofreció un vaso de agua. Al ver que aún sujetaba con fuerza el folleto del centro cristiano de atención al embarazo que me había dado la mujer que había encontrado en la calle, me dijo: "Si lo desea, puedo tirar eso a la basura, señora".
El corazón se me desgarró cuando miré a mi alrededor y vi que era la única mujer blanca de la sala (con la excepción, claro está, de los dos médicos, ambos blancos). Este centro Planned Parenthood fue creado, en parte, para aburguesar un vecindario cada vez más deteriorado. Pero lo que había conseguido es algo muy distinto. Este lugar infame afirma ser un faro del triunfo feminista y de la recuperación de una comunidad, pero lo que realmente sucede es que estas mujeres, pertenecientes a una minoría, son el blanco desproporcionado de una organización que les dice que su mejor futuro es un futuro sin descendencia.
Salí de la clínica después de varias horas repugnantes de oír a las enfermeras negarse a hablar de "bebé" o "feto". "El tejido", oí desde la sala de al lado, "es de trece semanas". Miraba y escuchaba mientras llamaban a otro médico por teléfono para una mujer que quería un aborto en el último trimestre de embarazo. "Ella creía que estaba de doce semanas", dijo la enfermera al médico por teléfono, "pero las medidas tomadas por ecografía indican que está de veintitrés".
Me fui de la clínica no porque fuera valiente o fuerte, sino porque no podía soportar que mi hijo -marca de mi pecado, pero fruto de la providencia de Dios- se convirtiera en otro cadáver arrojado al foso de nuestra cultura de muerte. Lo perdí de manera natural poco tiempo después.
Escribo esto con dolor y gratitud, como un humilde agradecimiento a los hombres y mujeres que dedican su tiempo libre y su corazón a permanecer en esas aceras hostiles. Esta es la batalla que se libra contra nosotros en nuestro propio terreno. La guerra contra la dignidad humana. La guerra contra la vida y el Dios que nos hace don de ella. Mi mensaje para esos amables extraños que actúan como testigos del Evangelio es éste: sois los valientes y vitales actores humanos de la Verdad, Bondad y Belleza divinas. Aunque no salvéis todas las vidas, tal vez salvéis una sola. Y salvar una única alma es una inmensa alabanza a nuestro Creador.
Traducción de Helena Faccia Serrano.