Irene Alonso es una madre normal, al menos, eso dice ella. En su blog, Soy una Madre Normal (soyunamadrenormal.com), que cuenta con cientos de seguidores, se define como "especialista en nada y experta en todo".
Lo cierto es que las entradas que cuelga sobre su numerosa familia, que fundó con su marido Israel, son ejemplo para muchas madres. Sus testimonios ayudan tanto a creyentes como a no creyentes.
En una entrada muy especial, publicada el pasado 31 de enero, explica como la enfermedad de su hija Nazaret, que vivió durante apenas unos minutos, insufló a su familia fe, esperanza y sanación para su matrimonio. Lo reproducimos a continuación por su alto valor espiritual.
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Hoy es un día especial. Todos los 31 de enero lo son desde hace once años. Porque hoy hace años que nos asaltó el acontecimiento más impactante de nuestras vidas. Muchas veces me habéis preguntado, queríais saber más sobre nuestra experiencia en este sentido… Hoy me ha parecido un buen día para hacerlo.
Quiero hacerlo bien, sin entrar en tecnicismos ni términos médicos. Omitiré también algunas reacciones de algunos médicos, y el trato que nos dio alguno de ellos, porque esto no pretende ser un post de denuncia y quiero, que, a pesar de todo, nos quedemos con lo bueno.
Irene e Israel tienen 9 hijos
La historia de Nazaret comenzó un año antes de su llegada. Porque el 10 de febrero de 2006 nació nuestro tercer hijo, Fernando. El día de su nacimiento, y las semanas que le siguieron, fueron nuestro primer contacto con el sufrimiento real desde que nos casamos cinco años antes. Fernando fue prematuro y aparte de la prematuridad tuvo serias complicaciones derivadas de su ingreso, que fue larguísimo. Resultó contagiado de una meningitis; bacteria que le tuvo al borde de la muerte. Gracias a Dios superó todo aquello, y pese a los malos pronósticos, no tuvo apenas secuelas. La secuela más grande había quedado en nuestros corazones.
Es cierto que, durante todo el proceso de su enfermedad e ingreso, largo, tedioso, y lleno de subidas y bajadas, yo me sentí fuerte, y muy sostenida. Pero cuando pasaron unos meses, y viendo que el niño salía adelante, empecé a tener miedo. Miedo de pasar otra vez por lo mismo. Las que hayáis pasado por algo así me entenderéis (…). No quería de ningún modo volver a pasar por aquello. Y por eso decidí que no quería más hijos. Si no había bebé, no había sufrimiento posible, esa ecuación tan chula me monté en mi cabeza.
Esta época coincidió con un tiempo en el que humanamente nos iba fenomenal. El trabajo de Israel iba viento en popa, ganábamos muchísimo dinero, nos relacionábamos con gente de alto standing… pero estábamos perdiendo la fe. Sé que muchos de los que me seguís no tenéis fe, y os respeto de corazón y os quiero, creo que eso lo sabéis. Pero me vais a perdonar que en este post hable bajo este prisma, porque para mí no hay otro posible, espero que lo entendáis.
El caso es que, de cara al exterior, estábamos mejor que nunca, pero los cimientos de nuestro matrimonio se tambaleaban de una forma seria y tremendamente amenazante. Para nosotros, alejarnos de nuestra fe, supuso alejarnos el uno del otro también. Vivíamos inmersos en una crisis tremenda, y no dimos el paso de ir más allá por los niños… o por miedo, vete a saber. Bendito miedo.
El caso es que vivíamos totalmente aislados el uno del otro. Había poco entre nosotros. Sin embargo, las “casualidades” ocurren. Y sucedió que me quedé embarazada. Y no porque yo quisiera, porque las poquísimas veces que se daba la intimidad entre nosotros, yo ponía medios para que no sucediera. Quiero resaltar lo del yo. Porque esto es cómo lo viví yo, lo que yo sentía y cómo yo actuaba. Mi marido me da cien mil vueltas en todo.
Así pues, aun poniendo medios, me quedé embarazada. Cuando me enteré, me sentó fatal. No os imagináis a qué niveles. Para mí fue un mazazo tremendo. Estaba sumida en una vorágine tremenda de vivir en mi egoísmo, no quería que nada ni nadie me sacara de mi zona de confort. Pensaba que ya había sufrido bastante y que me merecía disfrutar la vida. Y aquel embarazo venía a revolucionar mi vida (…).
Yo no quería ese bebé. Aborrecía el hecho de estar embarazada. No sentía ningún tipo de instinto, ni de ternura… Sentía que ese hijo venía a robarme la vida que yo me merecía. Lo que sí tenía claro por mis principios es que ese bebé nacería, la posibilidad de abortar no llegó ni a rondarme, afortunadamente.
El embarazo no solucionó nuestra situación matrimonial. Yo siempre lo he dicho, las parejas que buscan un hijo para solventar una crisis se equivocan, porque normalmente, sucede todo lo contrario. Con nosotros no fue una excepción. Los primeros meses transcurrieron con normalidad, pasé mis revisiones sin problemas, el bebé crecía y se desarrollaba correctamente, todos los exámenes médicos fueron normales. Mi cuerpo, sin embargo, seguía rebelándose contra ese embarazo… era superior a mis fuerzas (…).
En ese momento accedimos a ir al santuario de Loreto. Es un sitio increíble… Nos dijeron que podíamos pedir algo, una gracia, y nos aseguraron que nos sería concedida. Yo fui a este viaje con mi cesto de las chufas a cuestas, y seguía muy alejada de la fe. Pero en el fondo de mi corazón sentía que aquello era mi último recurso. Era profundamente infeliz, achacaba erróneamente mi infelicidad a mi embarazo, sin ser consciente de que la causa de ella era yo misma.
El caso es que sabía que tenía que cambiar. Sobre todo, por mis hijos, porque no se merecían que su madre estuviera siempre triste… Y no sé si por fe, o por desesperación, pero hice una petición a la Virgen. Le pedí que me concediera querer a ese hijo. Así de simple. Es duro, es muy duro para una madre tener que pedir esto. Querer a mi hijo. Debería ser algo natural, instintivo… pero yo no podía con ello.
Sin embargo, Ella sí pudo, y estando allí, en su casa, sentí algo nuevo. Seguía teniendo miedo, muchísimo, pero me reconcilié con mi situación y comencé a vivir mi estado en paz, que era lo que necesitaba. Aquel día decidí (puesto que ya tenía una Loreto) que, si era niña, se llamaría Nazaret.
La situación con Israel, sin embargo, no mejoró demasiado. La brecha que se había abierto entre nosotros era demasiado profunda y encrespada, sabíamos que sería muy complicado recuperar lo que teníamos y en ocasiones seguía teniendo tentaciones de tirar la toalla. En estas circunstancias nos plantamos en el 31 de enero.
Yo me encontraba regular. Estaba muy cansada, la enana no dejaba de patalear por las noches y me pasaba las horas mirando al techo.
No me importaba nada, incluso estaba feliz por ello, porque aquellas noches acariciándome la tripita fueron una oportunidad de redimirme, y de alguna forma sentía que me reconciliaban con mi hija…sentía que necesitaba que ella me perdonara. Aquella mañana me sentía agotada, como sin fuerzas. Y me encontraba rara. Pensaba que estaba incubando la gripe, o algo así. Tenía revisión con la matrona, y como estaba pachucha, llamé a mi madre para que me acompañara.
Mi tensión arterial no estaba bien. Ella no le dio demasiada importancia, pero me dijo que fuera a urgencias para quedarme tranquila.
Avisé a Isra, y fuimos juntos. Cuando me miraron la primera vez, mi tensión había subido… me dolía todo el cuerpo y empezaba a tener un abotargamiento serio. Me hicieron una analítica urgente y me llevaron a hacer una ecografía. La imagen era impactante, hasta yo, sin ser médico, sabía interpretar que no era normal lo que se veía allí dentro… entonces empezaron las carreras. Nos metieron en una habitación solos y vinieron tropecientos médicos a explicarnos la situación.
Nos dijeron que lo que tenía se conocía como el cáncer del embarazo. La placenta era un puro tumor, y las células tumorales habían pasado a través de ella hasta la niña, que estaba invadida. Tenía tumores en el cerebro, en los pulmones, en los huesos… No sabíamos qué decir. Israel se atrevió a preguntar “¿Qué puede pasar?”. La respuesta fue clara: “cualquier cosa”. Nos parecía increíble, dos semanas antes nos habían dicho que todo iba perfecto… por lo que nos explicaron, el embarazo es pura reproducción celular, y este tipo de enfermedades avanzan a pasos agigantados.
Le dije al médico que cuidara del bebé. Que hiciera lo posible por salvarle. Aún a costa de mi vida. Pero él fue tajante. No se trataba de ella o yo. O intentaban hacer algo por separado, o moriríamos las dos. Nos pedían autorizar la inducción del parto. Nosotros no éramos capaces de decidirnos a hacerlo.
Yo estaba en la cama, conectada a mil máquinas, me habían puesto un carro de paradas al lado y una jeringuilla de adrenalina a los pies. El médico estaba a mi izquierda… me decía “O lo hacemos ya, o te mueres”. Israel a mi derecha, dándome besos en la mano “te necesitamos mucho”, me decía… y mi hija, dentro de mí, pateando sin parar… como diciendo “Eh, mamá…que yo también estoy aquí”. Todo lo que había sentido y vivido aquellos meses atrás se agolpó en mi cabeza, en mi corazón y en mi alma.
Nos dejaron un rato a solas. No podíamos ni mirarnos. Sabíamos que la niña era aún muy pequeña y nos moríamos de miedo por ella. Y también sabíamos que yo estaba mal, cada vez peor. Había empezado a hincharme y tenía ratitos de pequeñas pérdidas de conciencia. Pensábamos también en Miriam, en Loreto y en Fernando…Por primera vez en muchos meses rezamos juntos.
Hablamos con los médicos y lo prepararon todo de urgencia. El parto fue rápido… No recuerdo el dolor físico… recuerdo el dolor del alma. Nos dijeron que como la niña (digo niña porque ahora lo sé, en aquel momento aún no lo sabíamos) estaba muy enferma y débil, no sabían si sería capaz de sobrevivir al parto… Yo apenas tenía conciencia, empujaba hacia fuera con el cuerpo, y hacia adentro con el alma… Y lloraba sin parar. Y le pedía perdón.
Comencé a no ver bien, sólo destellos de luz, pero sí podía oír. La ginecóloga estaba sorprendida: “¡Mira! ¡Qué campeona! ¡Lo ha conseguido…! ¡Es una niña!”. (…) Perdí la conciencia unos segundos, y cuando la recuperé, habían cortado el cordón, a mí me llevaban corriendo y sólo escuché a mi marido decir: “Nazaret, yo te bautizo en el nombre del Padre…”, mientras me alejaban a toda prisa hacia el quirófano.
Ya no recuerdo más. Yo no llegué a ver a mi hija. Es un privilegio que solo tuvo Israel, y se lo merece, y sé que él lo guarda como el mayor de los tesoros de su corazón.
Yo no sabía qué había sido de la niña, pero el verlos a todos me hizo comprender de golpe. Israel se acercó, me acarició el pelo, me besó…y me dijo que me amaba. Pocas veces hemos usado esa palabra. Pero aquel día lo hizo.
Es verdad que yo no conocí a mi hija, no la vi con mis ojos, pero desde aquel momento, empecé a verla con el alma. No tenía a mi bebé. De pronto tenía un ángel.
Enterrar a un hijo es lo peor que te puede pasar, yo veía aquella cajita, tan pequeñita. No os imagináis qué dolor… preparamos la misa con esmero, pero yo no podía, no podía rezar. Sin embargo, allí estaba nuestra familia, nuestros hermanos, sosteniéndonos, haciendo por nosotros lo que nosotros no podíamos hacer. Mientras la tierra caía sobre su féretro, y yo sólo podía llorar, todo el mundo cantaba su fe en la vida eterna. No sabéis cuánto me sostuvo aquello.
Mi vida cambió. Nuestra vida cambió. De pronto ya no me creía la reina del mambo, de pronto era consciente de que todo lo que tengo es un regalo y de que yo no soy dueña de nada.
Yo creo que todos tenemos una misión en este mundo y que estamos aquí hasta que la cumplimos. Nazaret también la tenía. Y no necesitó más que unos pocos minutos para cumplirla. Su misión era reconstruir su familia. Reconstruir el matrimonio de sus padres. Poner los cimientos de una vida nueva en mi casa. (…) Nuestra hija intercede por nosotros, así lo sentimos, y nos cuida, y nos da la fuerza.
Ella se marchó para que sus hermanos pudieran llegar y formáramos la familia que hoy somos. Si ella no hubiera irrumpido en nuestras vidas, yo no habría tenido más hijos, eso lo tengo clarísimo. Ella nos hace más fuertes, porque cuenta con potencias que nosotros no podríamos ni imaginar. Y no solo a nosotros, mucha gente recurre a ella…haced la prueba, es muy curranta. Mirad el buen trabajo que hace con nosotros (…).
Mi hija murió, sí. Pero como consecuencia de aquello, nacieron Yago, Francisco, Mateo, Israel, Esteban…y esperamos con alegría a la pequeña Carmen. Ellos lo saben, y hablan de su hermana con naturalidad, y cuentan con ella cuando la necesitan, y cada día la tenemos presente. Mi marido y yo nos queremos…con nuestras crisis y nuestros problemas, pero gracias a aquello, sabemos que, si se pide, se tienen fuerzas para superar hasta lo más impensable. Ella llegó a una familia destruida, y dejó una familia unida. Su vida vale. Su paso por este mundo fue indeleble.
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