Era un día cualquiera de 1995 cuando la ginecóloga Patti Giebink recibió una llamada de Planned Parenthood, la filial abortista más grande de los Estados Unidos. La querían incorporar a la plantilla de Dakota del Sur para realizar abortos una vez por semana. En un principio, no vio problema.
“Estaba ayudando a dar a luz y al día siguiente iba a practicar abortos”, relata. Pero como ginecóloga, sabía perfectamente el trabajo que estaba realizando y, para hacerlo más llevadero, fue otra de las grandes impulsoras del eufemismo “conjunto de células” para referirse a los embriones.
“No podía permitirme pensar en eso como un ser humano único, como una vida, porque obviamente el siguiente hilo de pensamiento sería que estaba matando una vida”, confesó a The Life Institute.
Finalmente, no solo sucumbió al engaño del aborto, sino que de hecho comenzó a promoverlo mientras cerraba los ojos a la realidad.
“Para mí era embriología, era ciencia, cirugía… Realmente no puedo decir que me parase a pensar dónde comenzaba la vida”, recordó en Live Action. Poco después de comenzar en Planned Parenthood, empezó a difundir en entornos juveniles y universidades la concepción del aborto como una opción más dentro de la salud sexual y reproductiva de la mujer.
Como otras empleadas de la filial abortista, Giebink no tardó en darse cuenta de que Planned Parenthood dedicaba gran parte de sus esfuerzos a obtener los máximos beneficios posibles a través del aborto, independientemente de que las mujeres que acudiesen a las oficinas quisiesen o no continuar con su embarazo.
Tres abortos que sembraron la duda
No son pocos los empleados de abortorios que, al ser conscientes de lo que están haciendo mediante imágenes o durante la realización de los abortos, huyen despavoridos. Es el caso de Abby Johnson, de la española María “del Himalaya”… y también fue el de Patti, tratando de ayudar como podía a las mujeres.
Un primer impacto tuvo lugar cuando una de sus pacientes estaba evidentemente nerviosa e indecisa. “Pareces estar luchando contra algo”, le dijo. Y la mujer le respondió que, en realidad, no quería hacerlo. “Siempre puedes cambiar la cita. Si no estás segura, cámbiala y vuelve cuando lo estés”, le dijo.
La empresa no aprobó ese gesto. Probablemente tampoco fue de su agrado cuando Giebink recibió a una mujer y le comunicó su un avanzado estado de gestación -24 semanas y media-, consciente de que bebés nacidos en la semana 21 habían logrado vivir con ayuda médica. Nunca olvidará la “frívola” actitud de la mujer, que le informó de que en Kansas podía continuar hasta la semana 25.
Giebink no lo sabía, pero aquellos fueron sus primeros pasos de un largo camino que le llevaría a la defensa radical del no nacido.
Aún hizo falta un tercer caso, pero esta vez, trabajando como ginecóloga para ayudar a las madres y niños. Estaba sustituyendo a un compañero cuando acudió una mujer de parto con tan solo 25 semanas.
La ginecóloga ayudó a la madre y al hijo, no sin antes advertir de todas las cosas que podían ir mal tras el nacimiento: “Hice la cesárea, salió el pequeño bebé y podría jurar que si hubiese podido hablar, habría dicho: `Estoy tan contenta de que me hayas sacado de aquí…´”. El bebé, Sam, “era un luchador”. Y vivió.
Un trabajo "esquizofrénico" y una vida destruida
Aquello cambió radicalmente la concepción que tenía Giebink sobre los niños antes de su nacimiento –o de su aborto-, pero especialmente lo hizo cuando, quince años después, Giebink se reencontró con la madre que atendió. Su hijo, que nació prematuro, mal desarrollado y sin respiración asistida, era ahora un adolescente perfectamente sano.
Pero aún quedaban años para eso. En ese momento, comenzó a ser consciente de su hipocresía y a valorar su vida como “mentalmente esquizofrénica”, al “trabajar de día para salvar a las pacientes y sus bebés y al día siguiente interrumpir el embarazo [de otras mujeres]”.
No tardó en ver cómo, paralelamente, su vida se derrumbaba sin remedio. Comenzó a sumergirse en la Nueva Era y concentrarse en sus éxitos laborales para llenar el vacío, pero este siempre volvía. El fracaso de su primer matrimonio y su segundo divorcio terminaron por llevar a Giebink a la desesperación por encontrar un sentido a la vida.
Mientras, la desconfianza en su trabajo le motivó a investigar cifras tradicionalmente empleadas como argumento para defender el derecho al aborto, como son las mujeres que fallecen por abortos ilegales cada año. Descubrió que estaban totalmente infladas.
Puedes escuchar aquí la historia de Patti Giebink, en inglés.
Una monja al rescate
Y en plena crisis, llegó la hermana “Josita” Schwab que, sin conocerla, comenzó a rezar por ella al leer en una entrevista que Giebink nunca quiso dedicarse al aborto a tiempo completo.
“Mis palabras le dieron la esperanza de que mi corazón estaba abierto al cambio” y la religiosa pensó que Dios podría darle el empujón que necesitaba. Durante diez años, la hermana Josita se dedicó a rezar incansablemente por ella.
Patti necesitaba olvidar. Olvidar sus matrimonios fallidos, su dedicación al imperio de la muerte, su vacío… Y se volcó en la ayuda a los más necesitados a través de viajes como voluntaria a misiones médicas con sacerdotes y seminaristas. El primero fue a la India.
Cuando acabó, la gratitud y la decepción de los aldeanos por la marcha de la doctora la impactaron profundamente. “Comprendí profundamente que Dios hizo a cada persona de las que conocí a su semejanza. Entre la pobreza y la lucha diaria, Él los ama. El nivel de vida de una persona no tenía nada que ver con su valor para los ojos de Dios. Comprendí mi verdadera vocación y volví a tener un sentido. En este viaje recibí más de lo que di”, relata.
Entre oraciones y la gracia de Dios
A aquel primer viaje le siguieron otros a Camboya, Pakistán, Afganistán o Líbano, entre otros, motivada por continuar buscando darse a los demás, un sentido… y la fe.
“Mi amor por la gente creció y mi relación con Dios cambió a medida que me acercaba más a Él. Desde el comienzo de mi búsqueda, Dios me guio a través de las experiencias y me dejé abrazar por la gracia de Cristo”, afirma.
Y Josita seguía rezando. Un día, diez años después, la religiosa estaba viendo la televisión cuando apareció una doctora del movimiento provida reclamando una legislación más estricta en defensa de la vida en Dakota del Sur. Cuando mencionaron el nombre de Patti, Josita rompió a llorar. Dios había escuchado sus oraciones.
Conversa a la vida y a la fe, Giebink ha contado su historia en entrevistas y en un libro, Elección inesperada: el camino de un médico abortista hacia la vida.
Puedes adquirir aquí el libro donde Giebink narra su conversión a la fe y la defensa de la vida.
Una prueba del poder de Dios
Tras años dedicándose a la industria del aborto, es una voz muy autorizada a la hora de denunciar que “el aborto daña a las mujeres”, “que las mujeres son más propensas a tener un parto prematuro después de un aborto, a tener depresión o suicidio” o que, quienes abortan, “nunca lo superan”.
Hoy, es una firme defensora de la vida, y se pregunta qué fue lo que cambió para que pasase de ser una dirigente abortista a defensora de la vida. No fueron “fotos inquietantes”, tampoco “insultos ni amenazas o palabras llenas de odio”.
“Cuanto más trataron de detenerme, más determinada estaba a seguir practicando abortos. Dios usó estas experiencias para vaciarme de mi misma y poder llenarme con su Espíritu. Soy la prueba de que Dios puede redimir a cualquiera”, afirma.