¿Puede un abortero alegrarse de que un día no hizo bien su trabajo? ¿Puede seguir siendo partidario del aborto y haberlos practicado a mansalva, y ahora huir en lo posible de ellos?

Massimo Segato es un médico abortista, socialista, ateo… Pero últimamente ya casi no hace abortos, intenta evitarlos. Tiene miles de ellos a sus espaldas. “Salía de la sala de operaciones y tenía un sentimiento de náuseas…”

¿Por qué ha hecho tantos abortos con dudas? Por militancia ideológica. “Alguien tenía que hacer el trabajo sucio y yo era uno de esos y todavía lo soy. Es como, para un soldado, ir a la guerra”.

Y sobre las mujeres, es claro: “No estoy sereno. Como no lo están las madres que durante tantos años han pasado por mi consulta. Jamás he visto una contenta con su aborto. Más bien, muchas son devoradas para siempre por el sentimiento de culpa”. Lo cuenta, con franqueza sorprendente, a Andrea Pasqualetto en Il Corriere.


Aquel día sintió que se le helaba la sangre. La intervención no había salido bien y un mes después la señora todavía llevaba en su seno al niño que no quería.

“Había aspirado algo que no era el embrión, me había equivocado”, reconoce hoy con honestidad Massimo Segato, de 62 años, subdirector de Ginecología en el hospital de Valdagno, en el Alto Vicentino, médico no objetor con miles de interrupciones del embarazo a sus espaldas.

“Una mañana volví a encontrarme con esa señora, que acababa de dar a luz. Me detuvo y me dijo: ‘Doctor, ¿se acuerda de mí? ¿Ve esto? Esto es su error’”. Así que el niño no deseado había nacido. “Un precioso morito, ya tenía pelo y tomaba el pecho, tranquilo. Ella sonreía. Fue entonces cuando tuve mi primera crisis de conciencia”.

Hoy aquel recién nacido tiene treinta años, un trabajo y dos hermanos mayores. Y no sabe que vino al mundo por un error médico. “El error más hermoso de mi vida”, dice Segato.

Es la historia de un médico abortista y de un niño que no debía nacer. En aquella época Segato hacía trescientas intervenciones al año. Era el Veneto de la Ballena Blanca [apodo de la Democracia Cristiana], de una realidad social profundamente católica.



“Las religiosas del hospital se hacían cruces cuando me veían, el capellán decía que a mi lado Herodes era un aficionado, aunque luego comíamos juntos y nos habíamos hecho amigos. Yo, sin embargo, seguía convencido de mi decisión. La consideraba honrada y llena de sentido cívico, respetuosa de la vida de las madres destinadas a abortar clandestinamente. Querría recordar que antes de la ley de 1978 se usaban las agujas de tricotar y las tenazas y los ginecólogos se movían en un Ferrari porque se hacían pagar bien su trabajo sucio”.
 
Un poco radical, un poco socialista, ateo respetuoso y envidioso de quien tiene fe, Segato siempre ha ido muy contracorriente.


La gran mayoría de los médicos eran y son objetores, y en Valdagno son todavía 6 de 8, y 7 de 9 en la vecina Arzignano, donde él era responsable del servicio de abortos.

“No tengo nada contra ellos. Pero entre ellos también hay algún hipócrita: conozco uno, por ejemplo, que hacía abortos clandestinos. Por no hablar de los políticos. Recuerdo un caso en el 82: me llama el director, me dice, Massimo, éste es un caso delicado. Se trataba de un importante político casado, declaradamente contrario al aborto, que había llevado a su amante. El director  me dijo que pusiese a la chica en una habitación aparte para que nadie lo supiese”.
 
Después del error, sin embargo, algo cambió en su cabeza. Segato volvió a ver a aquella madre. “El niño crecía inteligente y vivaz. Un día la señora llegó incluso a agradecerme mi error. Es decir, se lo agradeció al Cielo. Cuando nació, sin embargo, quería denunciarme”.

 
Segato continuó siendo abortista, pero afloraron dudas y redujo el número de intervenciones.

“Y cada vez que salía de la sala de operaciones tenía un sentimiento de náuseas. Comenzaba a preguntarme si estaba realmente haciendo lo correcto. ¿Cuántos niños podían ser como aquel pequeño? Pero me respondía que sí, que estaba bien lo que hacía. Lo hacía por esas mujeres”.

Sin embargo, el convencimiento ideológico vacilaba.

“Continuaba solo por compromiso cívico, por coherencia. Alguien tenía que hacer el trabajo sucio y yo era uno de esos y todavía lo soy. Es como, para un soldado, ir a la guerra. Si el Estado decide que hay que ir a la guerra, alguien tiene que ir”.
 
Hoy, tras treinta y cinco años de servicio, Segato ya casi no opera. Hace intervenciones ginecológicas, partos, ecografías. Pero no abortos.

 “Si puedo, lo evito y me siento contento. Sí, sé que yo también debería hacerme objetor, pero no lo hago por no desdecirme respecto a la decisión inicial. La verdad es que cuantos más años pasan más a disgusto me encuentro y sólo intervengo para emergencias. Pero si sucede, no estoy sereno. Como no lo están las madres que durante tantos años han pasado por mi consulta. Jamás he visto una contenta con su aborto. Más bien, muchas son devoradas para siempre por el sentimiento de culpa”.



“Cuando vuelvo a verlas me dicen: ‘Doctor, todavía tengo aquella cicatriz, me la llevaré a la tumba’. Luego lo piensas y le das vueltas y te dices que para muchas de ellas habría sido peor no hacerlo, y sigues adelante, autoabsolviéndote”.
 

Desde lo más profundo surgen preguntas existenciales: “¿La mujer o el embrión? ¿En qué momento comienza la vida? Nadie lo puede decir, ni siquiera la ciencia… tal vez la filosofía”.

La madre que no quería a su hijo se fue de Valdagno. “Tenía miedo de encontrarse conmigo, no quería que su hijo lo supiese”. Segato no les ha vuelto a ver ni les ha buscado.

Pero están muy presentes en sus pensamiento y alguna vez, cuando le llaman para una emergencia, ellos le hablan en la distancia.

Traducción de Carmelo López-Arias.

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