Kevin Yuill es un académico de la Universidad de Sunderland (Reino Unido), experto en la historia intelectual de Estados Unidos. También se declara ateo, liberal y a favor del aborto. Sin embargo, está firmemente en contra de legalizar la eutanasia o el suicidio asistido. En 2013 publicó su libro Suicidio asistido: el caso liberal y humanista contra la legalización (en inglés en Amazon).
Para empezar, su argumentación no se centra tanto en evitar el suicidio, como en evitar la legalización del suicidio, algo que crearía todo un negocio y entramado de médicos y abogados aprovechándose del "negocio del suicidio". El suicidio asistido no aumenta la autonomía de la persona (de hecho, para suicidarse no se necesita gran cosa, basta con tirarse desde un sitio elevado) sino que la limita.
El Estado crea una casta y una demanda
El Estado, regulando cómo y cuándo hay que "suicidar" a la gente, interviene en un área hasta ahora íntima y privada, y crea una estructura de funcionarios, médicos y abogados para ello. Y una vez entra, no dejará de ser más y más invasivo.
“Creo que el suicidio asistido institucionalizado no será bueno para las relaciones humanas básicas", explicó en una conferencia en Auckland, Nueva Zelanda. "Da poder a los médicos y tribunales", y lo quita a las personas.
Yuill señala que incluso los promotores de la eutanasia, como la baronesa Helen Warnock en Inglaterra, saben que no pueden centrar mucho el debate en la autonomía del individuo, porque "quieren hacer del suicidio una actividad profesional, y entonces ya no suena a suicidio, suena a matar".
Si muerto estás mejor, ¡todo vale!
El suicidio asistido legalizado, avisa, también debilita el derecho a recibir o rechazar tratamiento. “Se asume que muerto estás mejor, y si estás mejor muerto no importa mucho cómo conseguirlo", avisa. El Estado y el mercado, y no el individuo, buscarán las formas que mejor les convengan para asegurarse que mueras de la forma que les conviene.
Por supuesto, se creará una casta que viva de esa práctica (cosa que ha pasado con el aborto, coto de los médicos abortistas profesionales, aunque Yuill no lo comente).
"Yo no soy religioso, pero la verdad es que no quiero echar a patadas a los curas y reemplazarlos por abogados. Quitarías a los curas y pondrías unas personas espeluznantes interesadas en ver cómo se muere la gente".
Somos humanos, en relación unos con otros
Además, aunque los defensores del suicidio asistido repiten que nadie ha de juzgar sobre estos casos, y eso les suena bien a muchos ateos, "la realidad es que necesitamos juzgar. Porque tú eres un humano, como yo, y tenemos algún tipo de relación".
Es importante, insistió en su charla de Nueva Zelanda, decir a la gente que hay cosas que están mal. El suicidio (asistido o no) tiene un impacto en lo parientes, amigos y conocidos del suicida. Conocer a alguien que se ha suicidado "es algo que te marca toda la vida". "Podemos perdonarle, pero también podemos decirle: fue una mala decisión. Y es una decisión moral". Es muy distinto a los casos de personas heroicas (bomberos, rescatadores...) que sacrifican su vida para que otras personas vivan.
Traducimos, a continuación, el artículo que Kevin Yuill ha publicado en The Economist contra el suicidio asistido legalizado.
Kevin Yuill ya participó en la campaña inglesa de 2015 que logró evitar que el Parlamento inglés aprobase una normativa de suicidio asistido
No somos simplemente nuestros cuerpos
por Kevin Yuill, en The Economist (4 de septiembre de 2018)
La oposición al suicidio asistido suele desdeñarse como de naturaleza religiosa, lo que resulta más cómodo que afrontar preguntas difíciles o verdades inconvenientes.
Es más fácil hacer callar a “fanáticos religiosos” que tomar en consideración lo que dicen, igual que es más fácil usar el término “ayuda a morir” en vez del de “suicidio asistido”, que es más exacto aunque cause controversia.
Yo soy ateo y liberal. Apoyo el derecho al aborto. Podrían ustedes pensar que eso hace de mí un proclive a apoyar el suicidio asistido. Cualquiera que examine de cerca y con mentalidad crítica el asunto verá más allá de las historias emotivas y los presupuestos simplistas que se usan para impulsar su legalización.
El argumento más serio que usan los defensores del suicidio asistido es la autonomía. Pero lo que vemos en la tolerancia más reciente de al menos algunos suicidios es la falta de autonomía. Para ser legítimo, parece, el suicidio necesita contar con la aprobación del nuevo sacerdocio, la autoridad médica.
En Holanda, la eutanasia (donde la aplica el médico) ha crecido rápidamente desde su legalización en 2002. El año pasado 6.306 casos de eutanasia se registraron en la Regionale Toetsingscommissies Euthansie, comparados con 2.910 en 2010. Respecto a los suicidios asistidos, que deben hacérselo los pacientes a sí mismos, el crecimiento es mucho menor: 250 en 2017, comparado con 242 en 2014 y 182 en 2010.
Henk Blanken, que sufre de enfermedad de Parkinson, recientemente se quejaba así en The Guardian: “cuando las cosas se ponen feas, el paciente no es quien decide sobre su eutanasia. Es el doctor quien decide, y nadie más”. La muerte se convierte así en otro de esos eventos de la vida que parece que ya no podemos hacer nosotros mismos.
No somos simplemente nuestros cuerpos. El suicidio asistido define nuestras vidas en términos excesivamente físicos. Hay otra dimensión de nosotros, hecha de nuestras experiencias, relaciones e interacciones. Con el suicidio asistido, pedimos a los doctores, expertos solo en nuestra existencia somática, que jueguen a ser Dios. Cuando alguien más está implicado en nuestra muerte, no sólo se involucran nuestros deseos.
Los regímenes de suicidio asistido usan criterios físicos para dividir una población entre aquellos cuyos suicidios han de verse como algo horrible y aquellos cuyos suicidios han de considerarse algo deseable. Unas vidas se valoran más que otras. No es de extrañar que tantos discapacitados coincidan con sus paisanos religiosos en resistirse a este frenesí precipitado hacia la muerte asistida.
Habitualmente le damos un valor igual a cada vida humana y no la medimos en años que le queden o capacidades físicas. Instituir el suicidio asistido amenaza ese precepto moral.
A menudo las naciones con eutanasia legalizada o suicidio asistido han ampliado rápidamente los criterios más allá de la carga de muertes originales infligidas por enfermedad terminal.
En Canadá, donde la “asistencia médica para morir” (MAiD) se legalizó en 2016, lo que era una brújula moral se retorció al vuelo. Al menos un caso de los 1.300 que se aplicaron en el primer año era una señora de 77 años que sufría de una osteoartritis no terminal. Después de que los jueces se negaran, un juez dictaminó que debía concedérsele su petición ya que tenía “casi 80 años” sin “calidad de vida”.
Ontario ha eliminado la libertad de conciencia al exigir a los médicos que participen en matar pacientes, cualesquiera que sean sus creencias. Las restricciones actuales de la ley están siendo cuestionadas en muchos frentes por los que argumentan que sus sufrimientos igualan al de los que reciben la MAid. ¿Quién puede estar en desacuerdo?
Habiendo permitido ya la eutanasia por cosas como la pérdida de visión o el tinnitus [acúfenos, zumbidos en el oído] el Parlamento holandés acogió una sesión plenaria sobre la iniciativa “Vida completada”, con amplio apoyo ciudadano, que reclama el derecho de todos los holandeses de más de 70 años que se sienten cansados de la vida a tener “muerte asistida”.
En Bélgica y en Holanda, sobre el tema de la eutanasia “psiquiátrica” finalmente parece reconocerse en algún grado que se hizo un error. En Bélgica, en 2014-2015 fueron eutanasiadas 124 personas por “desorden mental y de comportamiento”.
Un gobierno sabio rechazará legalizar la “muerte asistida”, como hizo el Parlamento británico en 2015.