A pesar de la evidencia científica sobre el impacto negativo del divorcio sobre los hijos, los sociólogos que tienen que explicarlo a sus alumnos se encuentran con una dificultad que no depende solo de cuestiones ideológicas o políticas: también de la propia forma en la que los alumnos contemplan esa realidad.
Alexander Riley, profesor de Sociología en la Bucknell University de Lewisburg (Pennsylvania), ha compartido su experiencia al respecto en Public Discourse:
Las dificultades de la enseñanza sobre el divorcio en un mundo anecdótico
Desde hace dos décadas me esfuerzo por enseñar a los estudiantes de una pequeña universidad de artes liberales de élite los efectos del divorcio en los niños. Muchos de los trabajos académicos sobre el divorcio en el ámbito de las ciencias sociales adolecen de un sesgo político, dado que los científicos sociales suelen tener una abrumadora mayoría de opiniones progresistas sobre el matrimonio y la familia. Pero, no obstante, hay muchos buenos estudios disponibles. El Proyecto Nacional de Matrimonio de la Universidad de Virginia, dirigido por Brad Wilcox, es un sitio maravilloso de datos y análisis fiables. El editor colaborador de Public Discourse, Mark Regnerus, el difunto Steven Nock, de la Universidad de Virginia, y Sara McLanahan, de Princeton (que ha fallecido recientemente), también han realizado importantes investigaciones sobre el tema, y con frecuencia enseño a mis alumnos sus conclusiones.
Las pruebas demuestran con innegable claridad que el divorcio perjudica a los niños. Judith Wallerstein hizo un seguimiento de una muestra de hijos de parejas divorciadas durante veinticinco años, documentando múltiples y graves déficits en comparación con los grupos de familias intactas. Se ha demostrado que estos déficits perjudican el desarrollo cognitivo de los niños. Cuanto más se desciende en la jerarquía socioeconómica, mayor es el daño que sufren los hijos de los divorciados. Un estatus económico elevado no protege a los niños de los perjuicios del divorcio. La investigación ha demostrado que el divorcio produce resultados psicológicos adversos para los niños en comparación con sus iguales que provienen de familias biológicas intactas, incluso cuando se controla la situación económica. Sin embargo, el divorcio es menos frecuente entre las familias de clase alta y media que entre las de clase baja. Y cuando las familias de clase media-alta experimentan el divorcio, son capaces de amortiguar al menos su trastorno financiero con sus recursos.
El porcentaje de adultos que se han divorciado alguna vez es tanto mayor cuanto menor es el nivel económico, de ahí también el mayor impacto sobre la estabilidad financiera de los hijos en su nueva situación.
Teniendo en cuenta estas tendencias, la verdadera dificultad a la que me enfrento para enseñar a los alumnos la dura realidad del divorcio no es la politización de la investigación. Más bien, el mayor desafío para mi enseñanza es la visión relativista, dominada por anécdotas, del conocimiento que muchos de mis alumnos han absorbido cuando entran en mi aula. Esta forma de pensar es cada vez más frecuente en todos los temas, pero quizás sea especialmente común en este, dada la desconexión entre los antecedentes, las experiencias y las creencias de mis alumnos, por un lado, y los datos sobre los efectos del divorcio, por otro.
Los límites de lo anecdótico
La epistemología implícitamente relativista y anecdótica de mis estudiantes es antitética al funcionamiento básico de las ciencias sociales. Si se quiere entender con precisión el funcionamiento de una institución como el matrimonio, la primera regla sociológica es que hay que centrarse en los patrones generales que producen los datos basados en un gran número de casos. Las anécdotas personales son, por supuesto, una forma importante de transmitir y comprender las experiencias individuales de los matrimonios y los divorcios, pero no nos dicen necesariamente nada útil sobre el panorama social más amplio. Su caso individual podría ser representativo de tendencias más amplias, pero también podría no serlo. No hay forma de saber cuál es el caso a menos que se mire más allá de lo personal.
En la universidad en la que trabajo, un dato demográfico sobre la gran mayoría de los estudiantes se interpone a menudo en el camino de la comprensión plena de esta cuestión. El típico estudiante de la Universidad de Bucknell procede de un entorno de clase media-alta que no es representativo de la estructura familiar estadounidense en general. Les doy esta calculadora para obtener una estimación aproximada del lugar que ocupan sus familias en la estructura general de las clases sociales estadounidenses. Estos datos muestran a qué altura se sitúa la familia media de Bucknell en esa jerarquía.
Al igual que muchas otras personas de su edad, educación y nivel socioeconómico, mis estudiantes se inclinan hacia la izquierda políticamente. Tienden a aceptar las afirmaciones de que el matrimonio es un asunto contractual e individualista que debe durar solo mientras las dos partes del contrato estén plenamente satisfechas. Suponen que el divorcio es un acto básicamente inofensivo que es necesario cuando una u otra parte de ese contrato desea abandonar el acuerdo. A priori, estos prejuicios suelen verse reforzados por sus propias experiencias familiares de divorcio. En prácticamente todas las clases que imparto en las que se trata este tema, al menos un alumno dirá: "Bueno, mis padres están divorciados y a mí me fue bien. Entonces, ¿cómo puede ser cierto algo de lo que estamos leyendo y hablando aquí?".
Más allá de tu experiencia
Para ser justos, mucha gente empieza con su propia experiencia cuando discute o piensa en cualquier tema político o social. No es un problema empezar con la anécdota. El problema surge cuando nuestro estudio de un fenómeno termina con la anécdota. Si uno quiere entender un asunto a nivel poblacional, debe ir más allá de lo personal para hacerse estas preguntas: "¿Es mi experiencia representativa de otras en mi sociedad, tanto en general como con respecto a otras de más o menos la misma situación social que la mía? ¿Soy un caso atípico, una excepción a los patrones y tendencias generales, o encajo perfectamente en un patrón más amplio de las experiencias de los demás?".
Los estudiantes universitarios de dieciocho años tienen excusas razonables para su evidente falta de facilidad con estas cuestiones. A su edad, el poderoso motor de la preocupación por uno mismo que nos impulsa en la infancia y la juventud está empezando, aunque muy lentamente, a apagarse. En la mayoría de los casos, hasta ese momento sus pensamientos están dominados por la preocupación egoísta. Pero vienen a la universidad -o al menos deberíamos desear que vinieran- para ser educados en formas de pensar más sofisticadas, más ligadas a la verdad. Los estudios universitarios son el momento de sacudirse los malos hábitos de la constante autorreferencia.
Profesores relativistas
Pero la dificultad de inculcar a los estudiantes la apertura a la evidencia es que demasiados de sus profesores abrazan la opinión de que el conocimiento relativista, subjetivista y, en última instancia, la experiencia personal, es el único tipo disponible para nosotros, o al menos que supera a otros tipos de conocimiento. Se espera que un estudiante de primer año en la universidad piense solo de forma anecdótica. Pero ¿qué debemos hacer con las personas con doctorados en ciencias sociales que enseñan en las universidades y que parecen tan incapaces de este tipo de razonamiento como sus estudiantes de primer año?
He visto muchos ejemplos de este tipo en mis veinte años en el mundo académico, y se han vuelto más comunes en los últimos años. Hace poco, una científica social de mi generación -es decir, de mediana edad- celebraba en una de sus cuentas de redes sociales el hecho de haberse divorciado de su cónyuge y haber criado a su hijo básicamente como madre soltera, con poca participación del padre. Esto era, según ella, una refutación de las afirmaciones de los conservadores de que el divorcio perjudica a los niños.
No planteó ninguna de las complejas cuestiones que acabo de señalar. ¿Tenían algo que ver sus ingresos de clase media alta y la flexibilidad de su trabajo académico de élite con el hecho de que el divorcio se hubiera resuelto de forma relativamente poco problemática? No se menciona esto. ¿Cuáles son los datos comparativos sobre los resultados de los niños que, como el suyo, tienen la misma clase pero que crecieron en familias intactas, y qué parte de la diferencia entre los niños de clase media alta de familias intactas y los de la misma clase de familias rotas podría atribuirse razonablemente a los efectos del divorcio? Tampoco tiene nada que decir sobre esto.
Recientemente he asistido a una charla en el campus de una socióloga de otra universidad que había sido invitada a discutir los patrones de matrimonio entre los estadounidenses de clase trabajadora y pobres. Afirmó con brusquedad que no había pruebas de que las tasas comparativamente bajas de matrimonio y altas de divorcio de los estadounidenses menos prósperos contribuyeran significativamente a las dificultades de los niños de esas familias. Mencioné varios trabajos que demostraban precisamente eso. Desestimó a sus autores como "reaccionarios" y dijo que ella había visto personalmente a muchos niños en esas familias durante su propia experiencia vital y profesional que estaban muy bien. Pregunté cómo constituía esto una respuesta a los amplios datos de los "reaccionarios". La moderadora del acto pasó rápidamente a otra pregunta más amable del público.
Esta obra, "Dos hogares llenos de amor", se presenta como una ayuda a para que el hijo comprenda que en ambas casas de sus padres divorciados se le quiere y apoya. Pero la portada, sin quererlo, lanza un mensaje distinto: el niño no quiere dos hogares donde ser querido, sino ser querido en un solo hogar.
La cultura estadounidense en general está totalmente saturada del mensaje que se presenta en estos ejemplos. Los escritores populares (que a menudo tienen experiencia personal con el divorcio) explican los efectos negativos murmurando que la adversidad hará más fuertes a los niños y que los matrimonios imperfectos son más perjudiciales que su desmantelamiento. Los libros infantiles presentan el divorcio como un acontecimiento positivo en el sentido de que duplica el número de hogares llenos de amor que los niños podrán habitar. Estos libros predican que nada permanece igual, ni siquiera aquello en lo que más confían los niños para obtener seguridad y estabilidad, así que más vale que se acostumbren a ello.
Pero esta deriva cultural general no puede excusar el fracaso de los profesores en la enseñanza. De hecho, el movimiento cultural hacia la "alegre conversación sobre el divorcio" se ha visto influenciado en gran medida por la forma en que los educadores han fallado tan atrozmente. Los profesores tienen el deber intelectual y moral de mostrar a sus alumnos la verdad y la mejor manera de discernirla. Con profesores como los que he descrito, ¿es de extrañar que los estudiantes universitarios estén masivamente confundidos en este tema? El público, cuyos hijos están siendo mal educados de esta manera, debe desafiar este proceso para evitar un mayor declive en el pantano cultural relativista.
Traducido por Verbum Caro.